El leer este blog es perjudicial para la salud. Ley No. 43.744.

Misterios no resueltos: Cotorritas

(Advertencia: ver al final de los comentarios las exclusivas investigaciones de este blog sobre si las cotorritas pican o no y sobre cómo matar cotorritas.)


Ha llegado, finalmente, el fatídico momento de ofrecer al lector uno de los más enigmáticos misterios no resueltos de la vida, uno de los más consternantes arcanos del cosmos, una de las más inabordables dudas de la existencia humana que todavía ningún hombre de ciencia o de fe ha logrado elucidar. La marcha de la historia seguirá por los siglos de los siglos su curso inexorable, los avances tecnológicos y científicos seguirán asombrando a las generaciones, se terminarán el hambre, las guerras y las ofertas telefónicas, pero este misterio permanecerá por siempre incólume, jamás alcanzado por el esclarecimiento de la perpleja humanidad.

La irresoluble duda existencial de la que hablo me sobrevino durante una calurosa jornada estival en la que, en medio de la noche, se cortó la luz en mi barrio. Más allá de todas las válidas aunque poco originales consideraciones que este tipo de sucesos acarrean, descubrí que me sentí mucho más concernido por el trágico destino de los múltiples insectos que pululan en torno a los faroles que por el de los pegajosos humanos sudando la gota en sus hogares. En efecto: para las comúnmente llamadas "cotorritas" (si fuese un licenciado conocería su nombre científico, pero por fortuna no lo soy), esos indescriptibles chobis que se dan cita donde quiera que una bujía arda en todo su esplendor, no hay nada más triste y peligroso que tener que emprender la fatigosa y a menudo mortal tarea de emigrar hacia otro barrio a fin de encontrar un nuevo farol en torno al cual orbitar.

Pero entonces surgió la gran pregunta, el misterio no resuelto, la duda imposible ya de exorcizar, que desde esa funesta jornada me consume y me lacera con los vanos ecos de su interrogación inmisericorde: ¿dónde corno se juntaban las cotorritas y todos los demás bichos fotófilos cuando no existían ni la electricidad, ni las lámparas de aceite, ni las velas? ¿Dónde diablos esperaron durante cientos de miles de años hasta que apareció el humano y les trajo la luz? ¿A quién le hinchaban las tarlipes cuando no había pantalla de pc alguna sobre la cual ponerse a caminar? ¿Dónde conocían minitas cuando no existía el boliche callejero de no sé cuántos watts o la inmortal bombita del comedor?

Ok, se pueden ensayar algunas respuestas, pero todas me resultan insatisfactorias: la de que pasaron siglos llorando mientras, agonizando de anhelo, miraban de lejos a la inalcanzable luna llena se me antoja inverosímil aunque romántica; la de que viajaban en enjambres buscando el ojo de los volcanes en actividad o los incendios ocasionados por el rayo no se condice mucho con su naturaleza proclive a las luces más bien mansas y estáticas; la de que recorrían melancólicamente a la deriva el mundo aguardando por la llegada de Thomas Alva Edison, el mesías que, vaticinado por célebres profetas del universo de los bichos, estaba destinado a traerles la luz y la salvación es simpática pero suena muy a inventada por mí y mis raras asociaciones de ideas; y la de que vivían corriendo en pos del traste de los bichitos de luz choca contra la barrera de lo absurdo que sería perseguir una luz intermitente que nunca se sabe dónde va a reaparecer, y, peor aún, contra la de lo triste que sería abrazar la idea de que las generaciones contemporáneas de cotorritas serían apenas un aburguesado y decadente estado evolutivo de una raza de insectos que antaño debió de ser todo un ejemplo de atletismo y tenacidad.

En resumen, no acierto a imaginar qué sería de la vida de las cotorritas en los largos siglos de sempiterna oscuridad que precedieron a la aparición del animal humano, lo cual me lleva también a preguntarme qué alacenas infestarían las cucarachas, en qué colegios se alojarían y acuartelarían los piojos, de quiénes vivirían los parásitos estatales progres, y dónde, dónde moraría y se cebaría la estupidez antes de la llegada al mundo del hombre.

Preguntas sin respuesta, misterios que no he podido resolver.

El concuñado mamero

Obedeciendo a mi eterna costumbre de ser una contradicción viviente, desmiento ya mismo gran parte de lo expuesto un par de entradas atrás y sorprendo abruptamente al lector con una inesperada revelación que, a mi juicio, no es tampoco digna de hacerle mantener la boca abierta de par en par a nadie por mucho más de un minuto y medio o dos: sí, admito que, una vez, en la negra vorágine de mi ya obliterado pasado, me abandoné al demencial experimento de tomar a una mujer como novia. Los resultados, lejos de ser tan catastróficos como cabría suponerse en una superficial primer lectura del hecho, arrojaron al menos a las dársenas de mi experiencia un gran acopio de nuevo saber científico y, por sobre todas las cosas, me familiarizaron con el inigualable hallazgo de una singular criatura, poco estudiada aún por sociólogos y botánicos, que asume a menudo la forma de una verdadera patada en los huevos para cualquier hombre sano, y que ahora me apresuro a presentar por fin al universo en toda su esplendorosa magnitud: me refiero al desde hoy célebre "concuñado mamero".

***


Tesis del concuñado mamero

Como diría Eli Wallach, en el mundo existen dos clases de hombres: los que fueron criados por una madre, y los que se criaron solos. Claro que hay matices, pero, como podrá ser fácilmente adivinado ya por todos, si hablamos de mi caso en particular siempre estaremos tomando como referencia únicamente los extremos de las pertinentes escalas cromáticas. Así pues, analizaremos ahora las instancias más extremas y paradigmáticas de ambos especímenes, a los cuales denominaremos, a efectos de facilitar la comprensión de este ensayo, Ale, por un lado, y Yo, por el otro.

Sujeto I - Yo: A partir del estremecedor momento en el que la Divinidad comprendió, sabiamente, que sería mejor para la sanidad mental de mi madre morirse que verme crecer, me crié, amamantado desde la aurora de la vida por la más aventurera orfandad, de manera feroz y salvaje, corriendo a mi completo albedrío por entre las pasturas del delito juvenil y los roquedales de la absoluta independencia de criterio, y sin otro freno o límite en el horizonte que los peregrinos y cambiantes caprichos que mi imaginación tenía a bien proporcionarme. Sin una vieja pesada que, con un peine en la mano derecha y la tarea del colegio en la izquierda, me estuviese todo el tiempo encima, exigiendo además de mí una improbable pulcritud y limpieza en las ropas que ella misma había seleccionado para ataviarme, desarrollé velozmente un carácter independiente y sin barreras que ya nunca más iba a abandonarme. Único artífice de mis propios vagabundeos, sin tener que rendir nunca cuentas a nadie, rebelándome precozmente contra Dios y contra todas las esferas de autoridad que se me iban anteponiendo en una vida ya completamente consagrada al bandidaje, me transformé, conforme los años iban escapando como antílopes ante el avance de mi adusta mirada, en un hombre sin otro deber que el de su propia autarquía y sin otra ley que la de su propia libertad. En adelante, ninguna mujer podría esperar de mí sino actitudes hoscas y ariscas propias de un individuo que había crecido en una total carencia de cadenas y sujeciones, como una feral e indómita bestezuela. Así, mi destino estaba echado: era un hombre libre.

Sujeto II - Ale: Abandonado por su padre, Ale creció como un niño sobreprotegido en el pequeño y cálido departamento de su madre, en inquebrantable simbiosis con ella, rodeado de agradables y simpáticos objetos de pañolenci, e incapaz de ver la vida sino a través de la fina tela de las faldas maternas. Patológicamente dependiente de los cuidados y solicitudes de su absorbente progenitora, este adorable infante, peinado y vestido por mamá, creció entre mimos y fieltros que lo separaban primorosamente de la cruda realidad y que le obturaban también un poco el natural cauce de su malograda testosterona. De ese modo, Ale fue adiestrado desde su más tierna infancia para, entre otras cosas, avisar puntillosamente cada vez que salía, dando precisas y exhaustivas coordenadas de dónde estaría y qué actividades desarrollaría, solicitar los auxilios de una mujer en caso de caer enfermo o de necesitar alimentarse o elegir ropa, y no poder ni vivir ni valerse por sí mismo en ninguna circunstancia. Así, su destino estaba echado: era un verdadero mamero.

Sujeto I + Sujeto II: Llegamos ahora al catastrófico punto de convergencia de estos dos singulares infelices. Hete aquí que, por uno de esos caprichosos e inescrutables azares de la vida, un par de hermanas deciden ponerse de novias, simultáneamente, con sendos sujetos; es en ese preciso instante que comienzan los grandes martirios para uno de los dos protagonistas de nuestra tesis, devenidos súbitamente en concuñados. Toda la lógica natural indicaría que el perdidoso en este cóctel molotov debería ser sin duda el concuñado mamero: error. En el mundo moderno, la gran tragedia le toca en desgracia, ineluctablemente, al concuñado libre. Investigaremos a continuación el por qué de ello y sondearemos resueltamente sus funestas consecuencias.

***


Génesis de una derrota anunciada

Mediante la prolija presentación de una serie de episodios basados en hechos reales, vamos a permitir al lector formarse una idea aproximadamente documental de los extensos ribetes que asumirá el lento desarrollo de este drama. Una manera didáctica de acercarse por vez primera al problema es empezar estableciendo que, lo que en un hombre normal es motivo de furia para su pareja, en un hombre libre se duplica, y, asimismo, lo que en un hombre libre es motivo de doble furia para su pareja, ante la contrastante instancia comparativa de un cuñado mamero se cuadruplica. Veamos un primer ejemplo:

Llamado telefónico 1.
Yo: –Hola, ¿qué querés?
Ex: –(con tono enojado) Sabés qué día es hoy, ¿no?
Yo: –Sí... ¿jueves?
Ex: –¡No! ¡Es miércoles, y es el Día de la Primavera!
Yo: –Ah, con razón había tantos Alzamendis por la calle.
Ex: –... (silencio ofendido).
Yo: –Bueno, ¿y?
Ex: –¡Cómo "y"! ¡Que Ale invitó a mi hermana a salir y vos ni siquiera fuiste capaz de llamarme!

No será arduo para el lector deducir que ninguna mujer que salga conmigo puede ser capaz de concebir que yo, antisocial y amante del invierno como soy, festeje o crea en el Día de la Primavera. Este planteo jamás habría podido cruzarse por la cabeza de mi ex en un estado de relación normal... pero ahí estaba Ale, el concuñado mamero, cumpliendo sumisamente con los ritos de la sociedad que lo educó maternalmente en su seno y derrumbando así, con su obediente conducta, mi apacible mundo de encierro y de silencio. Ante la supuesta felicidad de la hermana que sale junto con todo el resto de la manada humana, mi ex, solitaria en su hogar, se siente postergada, menospreciada, abandonada, y, consecuentemente, explota, directo en mi nariz. La borrosa silueta de un horror desconocido comienza a perfilarse ante nuestros atónitos ojos. Pero observemos de inmediato un nuevo ejemplo, que ya va mostrando una mayor complejidad de interacción y que empieza a contextualizarnos de manera más precisa y positiva en el trágico nudo gordiano de nuestro tremendo análisis:

Llamado telefónico 2.
Yo: –¿Sí?
Ex: –¿Se puede saber dónde anduviste? Te estuve llamando toda la tarde.
Yo: –Salí, tenía un par de cosas que hacer.
Ex: –Claro, y no me avisaste nada.
Yo: –Y no, mirá si te voy a avisar cada vez que salgo. Ningún hombre avisa.
Ex: –¡Y cómo Ale la llamó recién a mi hermana para avisarle que iba un rato a lo de su vecino del piso de arriba!

Como vemos, ninguna de nuestras atendibles razones puede sobreponerse a esa novedosa institución que ya comienza a arrojar una omnipresente sombra sobre nosotros, a ese inapelable paradigma de perfección connubial denominado "Ale". En adelante, todo lo que hagamos será funestamente contrapesado con lo que haga por su parte nuestro fatídico concuñado, y, naturalmente, tratándose de alguien que va a vivir aferrado a las piernas de su hembra como lo hizo otrora con las de su madre, nosotros llevaremos, en lo sucesivo, todas las de perder. Para volver a la aproximación didáctica de antes, un hombre normal llega a su casa a las 7 de la mañana, borracho: problemas en su horizonte; yo llego a mi casa a las 7 de la mañana, borracho y con la ropa llena de sangre: alerta meteorológico en el mío; pero, justo esa misma noche, Ale llegó a su casa a las 21, con un esguince de tobillo tras jugar un partido de fútbol con sus amigos, y llamó de inmediato a su novia para que lo fuese a cuidar: ¡apocalipsis now para mí! El siguiente caso, ante el cual cabe consignar que Ale había perdido hacía poco a su madre y estaba viviendo circunstancialmente solo (aunque ya tenía en trámite la pronta convivencia con su novia), es verídico; por favor, repito y remarco, verídico, no simplemente basado en hechos reales, VERÍDICO, esto sucedió de verdad:

Llamado telefónico 3.
Ale: –Hola, amor, me siento mal.
Novia: –Pero ¿qué te pasa, qué tenés?
Ale: –No sé, me duele la cabeza.
Novia: –¿Y tomaste algo?
Ale: –No, no sé qué tomar. Vení.
Novia: –Pero son las 21 de la noche, tengo media hora de viaje hasta tu casa. Tomate una aspirina a ver si se te pasa.
Ale: –Pero no sé qué tomar, todavía no comí, mejor vení y llamá al médico.
Novia: –Bueno, esperame, ahí voy.

Ok, cincuenta años atrás hubiese sido quizás un buen recurso para fifar esa noche, pero hoy día no hace falta semejante puesta en escena: al pibe le dolía la cabeza de verdad. Intentemos equiparar ahora la situación precedente con la que sigue:

Llamado telefónico 4.
Ex: –Hola, ¿cómo estás? ¿Comiste?
Yo: –¡No sé, qué sé yo, no molestes, mirá la boludez que me preguntás!

Cualquiera podrá reconstruir por sí mismo el juego de contrastes entre Ale y yo que a continuación cobra forma en la cabeza de mi ex, de modo que no será menester insistir en ulteriores consideraciones sobre el particular. Así pues, en toda discusión, en toda pelea, en toda lucha de poder y de espacios, el mágico vocablo "Ale", asumiendo la forma de un insistente e infaltable estribillo que resuena cada tres o cuatro frases, es una carta decisiva y triunfal que se esgrime con firme pulso y con desafiante mirada, cual sacralizado elíxir retórico que zanja todas las disputas y altercados. Ale esto, Ale aquello, pero cómo Ale, pero si los amigos de Ale, oh, eterno, eterno Ale. Nada somos nosotros, las basuras inhumanas, los sulfurosos parias luciferinos, al lado de Ale, el novio perfecto de sonrisa siempre rutilante, el sueño dorado de toda mujer más o menos pepona. Todas nuestras sólidas razones se desmoronan como castillos de arena bajo la poderosa e inclemente ola de esa presencia faraónica, de esa inmaculada moral totémica, de ese espantoso manitú de cuyas fauces brota un inapelable torbellino de normas, de esa estampida de valores humanos que pasan aullando sobre nuestras flageladas espaldas y nos arrojan a los perennes fuegos de castigo del infierno creado por esa inmortal deidad ética llamada Ale, deidad que, erigiéndose como un nuevo paradigma legislativo, es desde entonces para siempre adorada, por las unificadas naciones del mundo, en un excelso altar ornado por la maternal presencia de faldas consagradas ante el cual todas las madres del universo se apresuran a depositar, de rodillas, la humilde ofrenda de sus mejores milanesas caseras.

Concluyendo: nunca el hombre libre debe ponerse de novio con una mujer que tenga un cuñado, hermano, amigo, o lo que fuere, mamero, sacro e indiscutible punto de comparación ante el cual el desdichado perderá siempre para quedar así marcado por el peor de los estigmas, un indeleble 666 que lo acompañará por el resto de sus días. Son los mameros los culpables de todas nuestras infaustas desgracias, y es imperioso iniciar un boicot universal a efectos de impedir que los diversos integrantes de esta poderosísima secta que detectemos pululando por nuestros barrios logren ponerse de novios, pues, allí donde hay un mamero en pareja, allí hay un hombre que, como concuñado suyo, debe soportar estoicamente, de parte de su insufrible novia, los planteos más descabellados y pelotudos.

Y séame lícito, para cerrar entre trompetas y clarines de guerra este aleccionador ensayo, despedirme con una última reflexión que ruego sea inmortalizada en los corazones de todos los hombres: para que una mujer te hinche mucho las pelotas, es condición sine qua non que las tengas. Hasta en eso el concuñado mamero, mi triunfante archinémesis, se la lleva de arriba...

Dime cómo te calzas...

Así es como te quería ver, ojota: enfrentando al fin el severo tribunal de mis inapelables juicios estéticos. Todos los magistrados de oriente y occidente te dejarán sin duda en libertad, para que fatigues a gusto tus suelas sobre el negro asfalto de las ciudades y sobre las blancas arenas de las playas, pero ahora compareces ante mí, y no es misericordia lo que puedes esperar de mi insobornable mirada.

En efecto, advierto que los calores descienden una vez más, como suelen hacerlo con sorprendente regularidad todos los años, a la funesta metrópolis que me tiene por involuntario habitante, preanunciando así los infaustos climas estivales que, a todo su larguísimo séquito de nocivas calamidades y desagradables aspectos, suman el atroz hecho de traer ya tradicionalmente aparejada la súbita aparición y subsiguiente multiplicación en las calles, cual si de cucarachas en las alacenas se tratase, de ese inconcebible calzado que se suele denominar "ojota" y que obra sobre mí un efecto muy similar al que un crucifijo o una ristra de ajos produciría sobre un vampiro. A raíz de la incipiente eclosión de este singular fenómeno de la naturaleza que, según constato, empieza ya a registrarse a mi alrededor con vigor anualmente renovado, considero que va siendo hora de que alguien junte coraje y diga, de una buena vez, todo lo que hay que decir sobre las delicadas cuestiones que atañen a la problemática del calzado femenino.

Pero, antes de acometer mi osada empresa, debo apresurarme a efectuar una advertencia de rigor: todas mis consideraciones deben repercutir sobre las eventuales lectoras como anti-consejos, partiendo de la base de que mis gustos suelen ir invariablemente a contramano de los de todo el resto de la especie humana. Así, si el deseo de la mujer que se sumergirá en las líneas que estoy tramando escribir a continuación es el de seducir y conquistar a algún espécimen del animal humano en su versión masculina, hará bien calzándose con todo aquello que yo denigre y evitando puntillosamente todo aquello que yo avale. Mejor y más directo camino al éxito que ése no hay.

Principiemos nuestro presente ensayo por aquello que, a juzgar por su brevedad, será sin duda lo más fácilmente abordable: los calzados permitidos. Cuentan con mi seguro agrado y beneplácito todos los borcegos, todas las botas (salvo unas que estuvieron de moda hace un par de años, de taco efímero y con forma de tetera), todas las zapatillas de lona (salvo las Topper blancas, prohibidas entre las prohibidas), todos los tacos altos, todos los calzados romanos o griegos con cuerdas alrededor de la gamba, y también los zapatos de nena buena. Ignoro cómo se llaman estos últimos, pero se entiende cuáles son: los que usan las mujeres que, cuando van a estudiar a lo de un compañero, estudian. Una cosa así.

Sin alcanzar nunca el valor agregado que la lista precedente supone en cualquier mujer, existe una serie de calzados intrascendentes cuyo uso está avalado por mis normas y que suelen tener un largo alcance entre las distintas gamas disponibles de zapatillas y zapatos. Pero ojo: no toda zapatilla puede considerarse exenta de sobrados motivos para despertar mi ira, y, antes de adentrarme en los escabrosos terrenos de sandalias y ojotas, puedo contar tres ejemplos en los que bien vale la pena detenerse.

Por empezar, tenemos a las ya mentadas Topper blancas, eterno símbolo del rolinga y el rock chabón. Puedo afirmar, sin temor alguno a equivocarme, que, entre toda mujer que adornó alguna vez su pie con semejante dechado de mugre y yo, siempre se verificó la existencia de un mutuo e inmarcesible odio a primera vista. Se ignora el por qué, pero una Topper blanca es garantía absoluta de que entre su portadora y yo no habrá de existir jamás pensamiento en común alguno. En mi adolescencia efectué un solemne juramento, de carácter vinculante, según el cual jamás hablaría a mujeres que estuviesen en ojotas o en Topper blancas: hoy, unos tres quinquenios más tarde, me es posible decir, con orgullo, que nunca falté a mi palabra.

Mi lista negra, lejos de terminar ahí, se vio ampliada hace no mucho con las singulares zapatillas de boxeadora, que hicieron furor hace unos pocos años y que aún pueden verse como raros hallazgos en aquellas mujeres que, vaya uno a saber a raíz de qué vicisitudes económicas o laborales, no tuvieron ocasión de renovar obedientemente sus armarios según las subsiguientes modas semestrales que pasaron de aquel tiempo a esta parte. Ok, admito que las zapatillas de boxeadora no son tan feas, pero el hecho de que todas las mujeres se las hayan salido a comprar al unísono me da la pauta inconfundible de que ninguna de esas hembras cuenta con una cuota estimable de actitud y personalidad. Y una mujer sin actitud ni personalidad, una mujer sumisa ante los imperiosos mandatos de la dictadura estética de esta sociedad, es una pérdida de tiempo para mí. Como yo para ella.

Para cerrar de una vez el rubro zapatillesco (iba a poner "zapatilleril", pero... ¡basta de inventar neologismos terminados en "eril"!), dejo, como frutilla de la torta, a la monstruosidad de monstruosidades por excelencia, la aberración andante, el eslabón perdido entre la zapatilla y la ojota: me refiero a las ya insoslayables zapatillas ninja, las cuales se ven regidas por los mismos odiosos principios que la ojota de dejar el dedo gordo separado del resto de sus compañeros en un compartimento o cabina especial hecho para su exclusivo uso. Yo no sé quién pudo ser el enfermo que, tras observar durante horas el pie de un chimpancé, tuvo la brillante idea de confeccionar un calzado que nos hiciese retroceder unos cuantos millones de años de evolución física, pero lo que se me hace asombroso y escalofriante es que su imperdonable invento haya tenido inmejorable y ubicua prédica entre las moradoras de las ciudades. ¿Qué hay que tener en la cabeza para entrar a una zapatería y acceder, no ya a comprar, pero siquiera a probarse, ya sea por voluntad propia o por voluntad impuesta, una zapatilla que trae el dedo gordo escindido mediante una ranura que se adentra decididamente en el frente del calzado? ¿Acaso estiman la conveniencia de que les resulte posible satisfacer, en algún momento futuro, la necesidad de agarrar un lápiz o un cigarrillo con el pie? No lo sé, pero la Crítica del juicio de Kant debería ser escrita de vuelta desde cero. Y lo peor de todo es que, para realzar al máximo toda la gloria de la inigualable belleza del paisaje urbano, este deleznable calzado suele verse acompañado por ese aborrecible pantalón que nace ajustado en los tobillos y que, a medida que uno levanta la vista, se va transformando en una gigantesca bolsa de clavos. ¿Qué más les falta ponerse a estas mujeres? ¿Hay tipos capaces de salir con ellas? No quiero que me tilden de frívolo, pero es que... uno habla mucho de sí mismo con su vestimenta. La mujer capaz de pasearse despreocupadamente por el mundo llevando no sólo zapatillas ninja, sino además pantalón de clavos, manifiesta a las claras que su cerebro detenta unos juicios estéticos, morales y filosóficos diametralmente opuestos a los míos. Vade retro.

Y cabe consignar que, así como la moda es un virus contagioso que se propaga inexplicablemente de mujer en mujer, exceptuando sólo a aquellas que tienen un sistema inmunológico intelectual bastante fuerte, también este dedo gordo en el exilio se fue propagando, como una letal cepa virósica, de calzado en calzado, pervirtiendo en poco tiempo, con su hórrida morfología, toda clase de modelos de zapatillas y zapatos otrora saludables y sanos. Hoy día, nadie es capaz de decir con certeza en qué modelo se inició todo.

Como anexo, haré mención sucinta, ya adentrándome en el rubro zapatos, de la inconveniencia de esos estiletos tipo bruja con la punta excesivamente aguzada y punzante. No es que sean del todo feos; es simplemente que son un tanto agresivos. Discutir con una mujer calzada con semejantes puñales es, por lo menos, peligroso; te llegan a clavar eso de una patada en un testículo, no te lo sacás nunca más. Hubo muertos ya; o, como diría un imaginativo periodista de manual, "se registraron víctimas fatales".

Llegamos, ahora sí, a la indiscutible reina del mal gusto: la ojota sempiterna. Aunque nunca fue ni será mi costumbre, no reniego de que la gente use, por comodidad o lo que fuere, ojotas dentro de los confines de sus moradas o, ya bien, en las playas, las piletas y todos esos centros turísticos que no planeo pisar jamás en mi vida. El problema comienza cuando, movido por cuestiones impostergables, salgo a recorrer el dédalo urbano durante las agobiantes jornadas del estío y asisto con estupor, en las calles, el colectivo, el tren y donde quiera, al lacerante espectáculo de marejadas enteras de féminas adoptando, en plena metrópolis, un atuendo más propio de la costa que de otra parte. Creo que cualquier persona estará innatamente capacitada para deducir la diferencia que existe entre la arena y la mugre; y, si alguien aún no lo advirtió, le sugiero que observe, con atónitos ojos, deteniéndose por un instante en la estela de una rauda muchacha que se aleja, los talones de la joven a medida que éstos se levantan del suelo y asoman sus visibles superficies, por turnos regulares, para dar el siguiente paso: ya me dirá lo que le parece la sorprendente negritud de lo que ve. Tener el pie en constante contacto con puchos, materia fecal canina, agua de alcantarilla, e infinidad de agentes patógenos, es digno de la proscripción inmediata de cualquier lecho. ¿A qué inopia intelectual obedecerá la masividad de este funesto hábito de transitar algo tan serio, trágico e importante como la vida en ojotas? ¿Y por qué será que las mujeres que optan por llevar semejante adminículo en los pies, a fin de recolectar en sus plantas toda la mugre de la existencia, desdeñan ponerse también, ya que están, una pluma en la cabeza? Lo ignoro, pero más furia me generan aquellos individuos inflamados de facundia comprada que, arrastrando con sus pasos unas horrendas ojotas de rutilante bandera brasileña, levantan el dedo de la mano y se ponen a clamar contra los supuestos daños que Videla o Menem y sus respectivos ministros de economía le hicieron, allá lejos y hace tiempo, a la siempre minusválida industria nacional. La ojota no sólo es espantosa por su simiesco mecanismo o sistema de agarre, que genera la ilusión de que el pie es en realidad una especie de mano (las zapatillas se llevan puestas, pero las ojotas se llevan agarradas), sino, además, por el horrísono ruido a chancleteo que producen sus suelas al repercutir contra los talones. No tengo dudas de que, si hubiesen sabido que se trataba de un bien no renovable, los chinos habrían diseñado su célebre tortura no con una gota de agua, sino con una mujer en havaianas caminando interminablemente junto al oído de la víctima. Como sea, sólo existe en el mundo una cosa peor que una mujer en ojotas: un hombre en ojotas.

Y ya que he mencionado este tema, y dado que últimamente este blog está algo abandonado y deseo, por consiguiente, que cada estrofa sea un verdadero lujo de riquezas inagotables, expondré brevemente unos prolegómenos a la dramática cuestión del calzado masculino. Las ojotas y las sandalias deberían estar hace rato prohibidas por ley, y su uso penado con cárcel efectiva. Las estrafalarias zapatillas con resorteras, siempre presentes en las pobres víctimas del sistema, deberían ser asimismo abolidas en todas las fábricas de calzado de la nación. Y no puedo dejar de mencionar también, como algo impropio de un hombre racionalmente sano, a todo el rico surtido de zapatillas que tienen muy prolongada hacia atrás la suela de goma, lo cual genera una especie de ángulo agudo, en vez de recto, a espaldas del portador. Cuanto más agudo el ángulo, peor. De gurí solía cargar, de manera inclemente, a mis compañeros que las usaban asegurándoles que se trataba de zapatillas para mogólicos. Y algo de razón tenía: usar un calzado con tanto sostén hacia atrás, como si corrieras peligro de caerte de espaldas, es equivalente a andar en bicicleta con rueditas. No da, nene, no da...

En fin, estoy satisfecho: con este post sí que haré, al fin, muchos amigos.

La tragedia de los chicos malos

No sé si el afiche de Gamorsa tendrá algo que ver con lo que planeo redactar a continuación, pero sé que se trata de un incunable en cuya infructuosa búsqueda todos los verdaderos coleccionistas de arte se afanan desde hace años, de modo que es mi deber compartirlo con la humanidad.

Gamorsa aparte, instauro esta nueva saga del blog, que Cristina denominaría "Comments reloaded", porque muchas veces, al comentar blogs ajenos, encuentro que las ideas que acuden a mis lóbulos cerebrales a raíz de esas entradas se tornan demasiadas como para poder exponerlas cabalmente en esos blogs sin correr el riesgo de usurpar el espacio a sus propios dueños, que verían con azoro cómo uno de sus comentaristas escribe más que ellos mismos.

Así pues, es menester que me expida aquí a gusto sobre la extendida problemática expuesta por el señor Polzúnkov en una de sus recientes entradas, en la cual desgrana los diversos avatares de las penurias a las que los "chicos buenos" están condenados al interesarse por mujeres que, atraídas por algún "chico malo", los relegan irrevocablemente al triste rol de amigos confidentes, condenados a mitigar sus ardores amorosos mientras escuchan de boca o msn de su amada, con paciencia, las insufribles relaciones de los diversos vejámenes a los que el chico malo de turno las somete con diestra mano.

Aclararé, ante todo, que soy un chico bueno, pero con la particularidad de que hago casi siempre el mal. Esta singular característica, sumada a mi facilidad para sondear extremos opuestos nada más que para jugar un rato, me permite ampliar mi visión al panorama completo de la situación descripta y poder conocer, así, en carne propia, la versión de sendas campanas. De modo que es la ineludible tarea de mi siempre proba honestidad intelectual dar a conocer ya mismo al mundo, que lo ignora, las amargas penurias de los chicos malos, las crudas tragedias de estos anti-héroes que, a un tiempo detestados y admirados por los chicos buenos, cargan con una cruz propia cuya verdadera magnitud nadie atina a percibir y mensurar.


***

La tragedia de los chicos malos

Ha de saberse, ante todo, que hay dos clases de chicos malos: los que piensan con los testículos en lugar de con la cabeza, y los que han descubierto que a las mujeres, aunque se rompan la garganta gritando lo contrario, les gustan más los chicos que piensan con los testículos en lugar de con la cabeza, de modo que ponen a menudo su cerebro en modo off y alcanzan así, adrede, la codiciada condición de malos a fin de potenciar su coeficiente de levante. Entiéndase que, a efectos de tratar este tema, estoy usando el término "chicos malos" no sólo en el sentido más bien relacionado al modo que tienen éstos de vincularse con el sexo opuesto, sino que también estoy haciendo hincapié en los chicos malos de mi especie, es decir, los que se llevan mal con la ley y las normas sociales de conducta, lo cual nos introduce en la existencia de un tercer grupo de chicos malos, conformado por aquellos raros individuos que logran poner no sólo su cerebro en off sino también, al menos momentáneamente, sus hormonas. No lo hacen para levantar, sino por cuestiones artísticas y estéticas o de mero temperamento vocacional (se dirá que algunos hacen el mal para enriquecerse, pero quien quiere enriquecerse quiere poder, y quien quiere poder sólo quiere, en el fondo, usarlo como un medio para procurarse buen sexo, de modo que esta clase de sujetos sigue estando dentro de la categoría de los que piensan con sus testículos). Todo esto es de capital importancia para la acabada comprensión de la presente materia.

Ahora bien, tenemos ante nuestra lupa científica al chico malo que atraerá a la mujer normal que relegará al chico bueno al papel de amigo confidente. Y acá entra el punto de discordia: la mujer normal no quiere salir con un chico malo, sino que quiere usar al chico malo como un juguete de su poder. Para que se entienda con más claridad, la mujer normal simplemente intentará medir sus propias fuerzas poniendo a prueba su capacidad o no para transformar al chico malo en chico bueno. Ése es su juego y eso es todo lo que hay detrás de su interés por el chico malo. Dicha conducta, sin duda atávica, encuentra sentido ya en la prehistoria: la mujer cavernícola normal ansía levantarse al más intrépido y temido cazador de jabalíes, pero, una vez que el cazador cae en sus lazos, quiere transformarlo en un dócil padre de familia que garantice, por medio de un paternal cariño, la subsistencia de los cachorros cavernícolas que esta mujer habrá de darle.

¡Y esto ha llegado hasta nuestros días! Pero con una variante que es producto o resultante de los tiempos modernos: ya no hay que transformar al temible cazador sin ley ni ataduras en un dócil padre-cazador, sino al chico malo que está más allá del bien y del mal en un tierno escuchador de boludeces femeninas cotidianas pasible de ser presentado en casa y de dar envidia a las amigas. Desafío yo solo al mundo entero a que me discutan este aserto, pero les advierto que caerán en el intento: hay verdades que son más grandes que ustedes, y que no tardarían en aplastarlos.

De lo antedicho se desprende una primera conclusión matriz, cuya importancia determinará todo el resto de mi ensayo: la mujer normal no quiere al chico malo, nunca lo quiso y nunca lo querrá; simplemente toma el atractivo envase del chico malo, y aspira a demostrarse a sí misma sus tremendos poderes de hembra cazadora y redentora domesticándolo y sometiéndolo a una nueva mansedumbre en la que el chico malo finalmente morirá dejando sólo su cáscara, usurpada entonces por un sumiso chico bueno hecho a medida de la despiadada domadora. Un boludo más "para la cartera de la dama".

Nada de esto lo digo en vano: sí, me han querido domesticar, he sido acosado por los alocados devaneos de mujeres con vocación de domesticadoras, pero tal hazaña se ha manifestado totalmente imposible conmigo; no ha nacido aún la mujer capaz de tal proeza. Antes bien, yo he transformado en malas a muchas mujeres buenas. Sin embargo, pasamos aquí a otra etapa crucial del presente trabajo ensayístico: el chico malo promedio se siente atraído por mujeres normales. Ignoro cuál es la causa de esto; quizás se deba a que las mujeres normales son las lindas, o acaso tenga que ver con que muchos chicos malos sueñan, muy secretamente en su fuero interno, con ser domesticados. Detrás de sus aterradores penachos y de su armadura de guerrero, detrás del fuego que brota de sus fauces terribles, el cazador aspira a formar una familia y a proveerle alimento. ¡Para ello aprendió a cazar, qué diablos!

Entonces llegamos así al segundo fenómeno: el chico malo sale con una mujer normal que no lo comprende, que no lo quiere así como es, y que sólo aspira a domesticarlo. Y aquí comienzan sus penurias, su tragedia de vida. Atrae, pero no cautiva. Enamora, pero a mujeres que no se interesan en conocerlo de verdad, sino que lo consideran una plastilina con la cual podrán moldear su príncipe azul. ¡Pero él no nació para príncipe azul! ¡Ni siquiera nació para sapo: apenas si aprendió, de la vida, a ser villano! Así pues, solo, desolado, mortificado por la situación, el chico malo busca ayuda. Y de ese modo, mientras la mujer normal se recuesta en el chico bueno confidente para manifestarle todas las desgarradoras vicisitudes de sus primeros fracasos como domadora, el chico malo, que se siente incomprendido, termina recurriendo a una compinche también, a una mina piola que lo entienda, una loca que también quedará, a su pesar, confinada al luctuoso rango de amiga confidente: sí, me refiero a la mujer atormentada.

Se trata, por lo general, de una mujer que fue abandonada por su padre de pequeña, o que vivió alguna tragedia similar en su infancia, y que comprende, pues, mejor que ningún otra al chico malo, el cual también esconde un oscuro pasado. Pero el chico malo no sale con ella: la reserva para el papel de amiga varonera piola, o la usa meramente como compañera ocasional de lecho. Nunca algo serio. Y hace bien: la mujer atormentada es, como él, una mochila de piedras, una mina que, aterrada ante la idea de ser abandonada de vuelta, se pasa en revoluciones de mala y manda a la mierda a todo aquel que se enamore sinceramente de ella: tal es el terror que le causa la idea de cerrar los ojos y amar a un flaco de endeveras.

Digno de mención es el hecho de que, muchas veces, el hombre que sale con la mujer normal encuentra, en la manifiesta incomprensión de su pareja, una formidable excusa para entregarse a las disipaciones de una segunda vida. "Vos sí que me entendés, no como mi mujer" es el inmortal adagio de este chanta que, más que como chico malo, puede catalogarse a partir de aquí como gente de merda, toda vez que en el casino de sus funestos planes está contemplada la miseria de todos menos la suya propia, que se la pasa bomba mintiendo por igual a dos veredas: a la una, asegurándole la exclusividad de su amor, y a la otra, encandilándola con falaces señuelos sobre un siempre postergado abandono de esposa e hijos que, en teoría, será ejecutado en aras de consagrarse sólo a ella. He aquí, en resumen, un individuo que piensa con sus testículos... pero que tiene pocos.

Así pues, tenemos una pareja incompatible conformada por un chico malo y una mujer normal, y, a los costados, como muletas, la mujer atormentada y el chico bueno, amigos a la espera. El mundo está mal organizado, lo sé; a veces me pregunto cómo Dios no me consultó a mí antes de armar semejante mamarracho. Si es tan omnipresente como asegura, tendría que haber previsto que yo la iba a tener más clara que él en este asunto tan delicado. Para ser un Dios, la verdad es que muestra una conducta demasiado caprichosa y orgullosa para mi gusto: ¿tanto le cuesta pedir ayuda a un simple mortal? A diferencia de él, que, según dicen, nos pasará algún día sentencia a todos, yo no habría de juzgarlo por tal acto. Mi silencio está asegurado; ¿por qué, pues, sigues sin acudir a mí a fin de desfacer estos entuertos que son obra de tu inexperta mano creadora, oh, excelso Poder de raigambre eterna? Pero basta con esta digresión, que tengo una entrada de blog que terminar.

Veamos las consecuencias de esta cuádruple catástrofe humana cuyas dramáticas dimensiones todos estarán sin duda comenzando a atisbar. Una mujer normal, sufriendo porque el chico malo la trata, no sin razón, para el ortúzar. Un chico malo, cansado de que su novia le hinche las tarlipes con boludeces que aspiran a cambiarlo, y sintiéndose más solo cuando está con ella que cuando está encerrado en su cubil de ermitaño. Una mujer atormentada, padeciendo inenarrables crisis existenciales al ver a su amigo malo, al que ella nunca querría cambiar, perdiendo el tiempo con semejante borrega. Y un chico bueno, abrumado por el dolor de saberse enamorado con pureza de una masoquista que, en pos de una dudosa épica redentora que no tiene ni tendrá, no mira a su amigo bueno porque busca un chico bueno pero tallado en la madera de un chico malo. Esta demencial comedia de enredos, digna del intelecto más mediocre, signa así con sus negros colores las aristas de la fatídica vida de un tetraedro de desgracias.

Por si todo esto no fuera suficiente, es una clásica que la mujer normal ande llorando por todos los rincones asegurando que el chico malo no la quiere, que ella lo ama a él pero que tal amor no es correspondido: ¡insensata vanidad! ¿Cómo puede atreverse a decir que lo ama, si ni siquiera lo comprende o lo intenta comprender; si, crimen más doloso aún, aspira a cambiarlo? ¿Qué clase de insólito amor es ese? Es como decir: "Amo a Boca y deseo que su camiseta sea roja y blanca, mis colores favoritos, por los que daría la vida". Esta triste realidad sólo añade mayor peso al grotesco de esta verídica historia que, desde distintos ángulos, todos hemos conocido alguna vez; y tengo por seguro que siempre el chico malo ama más a la mujer normal de lo que ella lo ama a él, pese a que el chico malo se asegure una y otra vez a sí mismo que no la quiere y que se muere de ganas de mandarla al diablo de una vez por todas, deseo que, sin embargo, es más que sincero.

Observemos una escena típica extraída de la vida cotidiana de una de estas singulares parejas; bueno, quizás no sea típica en lo absoluto, pero era la clase de diálogo que yo mantenía unas cuatro veces al día con mi ex-novia:
Mujer normal: –No puede ser que yo... (planteo pelotudo).
Chico malo: –¡Bueno, si tanto te molesta como soy, dejame!
Mujer normal: –¡No, eso es lo que vos querés, que yo te deje!
Chico malo: –... (confusión).

Como corolario a toda la locura recién expuesta, descubrimos, tardíamente, que la vida real carece de un Molière que ponga las parejas en orden (chico malo-mujer atormentada; chico bueno-mujer normal) y que, solucionando el embrollo, haga terminar a todos los personajes en una dichosa celebración de múltiples esponsales. No: la rueda de la sinrazón sigue girando sin cesar, para infortunio de todos nosotros, contristados herederos de Ixión.



Como sea, he aquí mis consejos finales para contribuir al bienestar de la humanidad (ya les dije que soy un chico bueno, aunque reviste en las tropas del bando contrario):

Mujeres normales y chicos malos: déjense de joder, boludos, que ya están grandes.

Mujeres atormentadas: dejen de darle a la merca y de cortarse los brazos tontamente, y háganse pasar por minas normales un rato. Los niños salvajes necesitamos con urgencia una mujer normal que tenga cerebro para entendernos, y sólo ustedes pueden generar ese milagro. Quizás hasta logren lo que la mujer normal no podrá lograr jamás: redimirnos y salvarnos.

Chicos buenos (ningún chico bueno lee este blog, pero ok, el consejo sale igual): aunque lo escribí en otro contexto, relean mi post sobre el msn y memoricen mi frase sobre los amigos confidentes. Transcribo el pasaje a continuación para ahorrarles la fatiga de la búsqueda: "(Que no se acerquen nunca a mí) las mujeres que, sin que medie solicitud alguna por nuestra parte, se ponen a narrarnos el diverso abanico de vejaciones a los que las sometió el chongo de turno. [...] En estos casos, si la mujer te interesa, ridiculizala, decile que el turro estuvo flojo, inventá y adjudicate hazañas y crímenes contra el sexo opuesto muy superiores a los del tipo así la mina se enamora, ineluctablemente, de vos; si la mujer no te interesa, ¡qué hacés ahí!, ¡eyectate cuanto antes de esa conversación!".

Ahora sí, he dicho (era imposible condensar toda esta sabiduría en un solo comentario).

Paraguas bajo techo

Lo siento por el universo entero, pero ya no puedo seguir callado ante esta sempiterna injusticia urbana que clama al cielo y que llena a la humanidad toda de vergüenza inmortal. Lectores: se hace menester poner fin de inmediato al consuetudinario hábito de esos individuos que, durante las jornadas en las que pluvioso irritado contra la ciudad entera vierte de su urna un tenebroso aguacero de la puta madre, transitan con parsimonia bajo la zona techada de la vereda a pesar de la tangible portación que hacen de un descomunal paraguas que llevan amenazadoramente en ristre sobre sus altaneras cabezas y con cuya ganchuda armatoste no vacilan en atropellar, inconmovibles, los inalienables derechos que los transeúntes menos afortunados y protegidos deberían tener al techo que ellos usufructúan.

Díganme, ¿por qué los sujetos que, desprovistos de paraguas, intentan guarecerse de la inclemencia de los elementos bajo la zona de toldos y balcones deben abandonar ese natural recurso para ceder el paso a gente que, portadora de techumbre móvil, no necesita en lo absoluto de dicho refugio pero hace descarado abuso de él por encima de toda norma y legislación razonable? ¿Sobre la base de qué extraño derecho considera la gente que porta paraguas que le es lícito abalanzarse, con insólito ímpetu, sobre las humildes existencias de los desamparados y de los desprotegidos, que deben arrojarse cuerpo al agua para salvaguardar sus ojos?

Quizás lo hagan a propósito para sentirse poderosos como automovilistas ante cuyas peligrosas armaduras de vidrio y de chapa los simples mortales debemos hacernos prontamente a un lado a efectos de no morir arrollados, o quizás basen su inexplicable conducta en la consideración de que, al estar ya empapados de pies a cabeza, a los que no llevan paraguas poco debería importarles absorber un par de hectolitros de lluvia más con sus ropas.

La pregunta crucial podría formularse de dos maneras diferentes:
1. ¿Para qué llevan abierto un paraguas si caminan bajo los techos?
2. ¿Por qué caminan bajo los techos si van con un paraguas abierto?

No lo sé, pero, sea como fuere, escuchen lo que tengo para decirles: si no fuese porque todos ustedes, humanos con paraguas, cuentan con siluetas más bien petaconas que sitúan a sus enhiestos techos de lona con articulaciones de metal exactamente a la misma altura de mis ojos, me los llevaría a todos por delante y los sacaría a patada limpia del camino seco que nos pertenece por derecho a nosotros los sin techo y que ustedes, con una insensibilidad que contrasta mucho con la hipócrita ideología progre que de seguro vociferan luego tener, usurpan. Pero no canten triunfo, pues, en cuanto obtenga unas antiparras, podrán darse por perdidos: yo haré justicia en nombre de todos, y les enseñaré, del primero al último de ustedes, cuál es su legítimo lugar. Y al que se resista, le arrebataré el paraguas sin más, amparándome en mi probada calidad de víctima del sistema pluvial: así, cuando a ustedes les toque por vez primera ceder el paso a ceñudos e imperiosos paraguas y exponerse a la reciedumbre de la tormenta, comprenderán lo que hicieron padecer durante años a sus semejantes, y me concederán con premura un arrepentido perdón que no habré solicitado.

Por eso, oh lectores que se han visto más de una vez obligados a exponer sus huesos al frío de la lluvia empujados por la prepotencia de una infame legión de ciegos e insolentes paraguas ávidos de poder, es hora de que unamos nuestras fuerzas y opongamos resistencia a esta dictadura de funestos usurpadores de techumbres. ¡Acabemos de una vez con toda aquella vieja de paraguas a rayas que expulse como a un perro, de la vía techada, a cualquier niño de mojados cabellos e incipiente tos! ¡Acabemos de una vez con todo aquel mozalbete que, blandiendo el mango de su cartilaginoso paraguas, fuerce a una joven a exponer su maquillaje al corrosivo efecto del agua! ¡Es hora de decir basta! ¡Es hora de despertar! ¡Es hora de levantarse y encarar la lucha! ¡Rebelión ya! ¡Revolución ahora! ¡Apocalipsis now!

El robo estepario

Se podrá aducir en mi contra que soy un completo imbécil. Se podrá aducir en mi favor que si hay algo que no me ha faltado en tres décadas de vida es pasión por la lectura. Lo cierto es que planeo ponerme en contra a todo el mundo culto, incluso a los insufribles socialistas suecos que pisotean año tras año la memoria del viejo Nobel, hablando un poco de un libro que cuando por fin leí, tras las insistentes recomendaciones de todas las mujeres cuyas coordenadas de vida se cruzaron en algún momento con la mía, me sirvió únicamente para constatar una vez más que la rústica e imperdonable frase "¿Cómo podés criticar algo que todavía no leíste/viste/escuchaste?" está conmigo y mi aceitada intuición condenada al sempiterno fracaso: siempre acierto cuando critico el libro que no leí, la película que no vi y el disco que no escuché.

Sí, lectores, escuchen mis palabras con sus ojos, y atesórenlas en sus retinas para el resto de sus vidas: si una mujer les aconseja leer El lobo estepario (Der Steppenwolf) de Hermann Hesse, sepan que les está aconsejando leer no una obra sobre un lobo antisocial en el que podrán reflejarse, sino la historia del Heidi de los misántropos. Yo me pregunto, ¿quién en el mundo, salvo los socialistas suecos ávidos de cualquier endeble panfletito que arroje algo de basura sobre la palabra "burgués", puede creer que en las edulcoradas y amaneradas páginas de este libro rosa hay algo de rebelión contra la sociedad, de bilis, de desolación, de locura desgarrada, de furia, de horror y de miseria? Supongamos que alguien opine que esta obra fue escrita hace medio siglo y que lo que significó en su época bla bla bla... ¿quién pudo pensar, entonces, algo así cuando este libro se escribió varias décadas después de las Memorias del subsuelo de Dostoievski? Comparar a Harry Haller con el lunático y atormentado hombre del subsuelo equivale a comparar a la Cenicienta con la demente que en la película À l'intérieur persigue con sus tijeras a una embarazada para abrirle la panza y chorearle el bebé. No, esta obreja no pudo ser fuerte en ningún siglo de la historia humana; no al menos desde el Áyax de Sófocles, cuyo protagonista sí cumple con la noble resolución de suicidarse.

Está bien, no me quejo de que haya gente deseosa de leer una obra supuestamente antisocial cuyo protagonista es el abuelo de Heidi... sólo pido que no nos vendan semejante paseo en calesita como si fuera una sangrienta campaña del Gengis Khan sobre aldeas aterradas. Y es que el problema de esta obra reside en que (como no es de extrañar viniendo de la izquierda) se habla en ella contra los burgueses... pero desde una mirada del mundo más burguesa que la nariz de Mariana Nannis. Nada tengo yo contra el sufrido sector de la sociedad que suele ser denostada, por los burgueses que viven de él y de sus impuestos, con el término "burguesía" (siempre he notado que los que usan despectivamente la palabra "burgués" suelen ser párvulos mantenidos que no suman, entre dos docenas de ellos, ni la mitad de horas de fábrica, de imprenta, de desempleo o de días comiendo salteado que tengo yo, pero bueh...), por eso prefiero lecturas que, sin mediocres clasismos de por medio, no tiemblan a la hora de asumir posturas para nada correctas y populistas y hablan, sin careta alguna, contra el conjunto entero de la humanidad, como ser los sublimes Cantos de Maldoror. Pero, si me venden un libro como anti-burgués, lo mínimo que puedo reclamar es que no sea, a su vez, un libro seis mil leguas más burgués que yo. Y, encima, afeminado. Del estilo literario no puedo hablar dado que no lo he leído en su idioma original (y, si lo hubiese leído en ese idioma, ni siquiera sabría decir ahora de qué cuerno se trató), pero creo que es obvio para cualquiera que Hesse es un autor valorado entre el vulgo por lo que escribe, y no por cómo lo escribe, así que es lícito deducir que no debe de haber nada impresionante en su prosa.

La obra de marras trata la eterna temática de una feroz lucha interna desatada en los más sombríos rincones del corazón de un individuo. Si bien el tema es trillado, no es nada lógico, a esta altura de la cultura occidental, exigir originalidad a los autores: baste con que sepan adentrarse en el asunto con pericia y solvencia. Pero no es éste el caso de Hesse: él reduce el combate interno de su protagonista a una animadversión interna entre un hombre que acepta las normas sociales y un lobo que intenta desafiarlas y ser él mismo... el problema es que, si Byron y todos los grandes nos mostraron, en sus personajes, verdaderos lobos incapaces de adaptarse a la sociedad, Hesse se contenta con suministrarnos la idea de un corderito afable y social que experimenta algún que otro deseo lupino cuando se siente un tanto decepcionado con la realidad circundante. Y esto es lo que yo no acepto de esta obra: que nos la vendan con el título de "lobo estepario" y se trate de Hello Kitty sintiendo culpa por tener un resto de testosterona en algún lugar no identificable de su organismo angustiado.

En resumen: si eres mujer o izquierdista, estremécete hasta la médula con esta impactante lectura, feroz crítica social contra el decadente mundo burgués que nos oprime delimitando nuestro natural estado de conducta que etc. etc. etc.; si eres mínimamente hombre, arroja al fuego esta versión contestataria de Mujercitas, que no te dirá nada nuevo sobre tu mundo, y procura seguir aullando con gozo bajo la luna, con las fauces llenas de sangre ajena, como lo has hecho hasta el día de hoy.


Nota: para lecturas terribles, recurran mejor a Los cantos de Maldoror, del conde de Lautréamont, algunos de cuyos venenosos capítulos podrán hallar aquí (y sí, no se sorprendan si el traductor les resulta conocido de algún lado).

Apología del mal I - La Gorgona

Quien quiera que se atreva alguna vez a interrogar con férrea veracidad las diversas fases de su conciencia, quien quiera que no tema consultar con indagadores ojos científicos el caprichoso manojo de prejuicios que da forma a sus vacilantes y subjetivos atributos morales, deberá reconocer la enorme ductilidad con la que, tarde o temprano, se asomaría a las cataratas del mal si contase con la decisiva facultad de volver piedra a todos aquellos que posasen la mirada sobre su figura.

Robar un banco, entrar gratuitamente a un recital, llevarse sin pagar toda clase de suministros y víveres del supermercado, o sustraer costosísimas obras de arte de los más renombrados museos, serían meros trámites en la pasmosa biografía de aquel que pudiese petrificar a guardias, policías y cajeros con su sola presencia. Claro que uno también encontraría no pocas contrariedades a su paso, como reducir al colectivero a un estado pétreo que conspiraría contra la factibilidad del viaje por el cual se habría acabado de importar el boleto, pero esto podría solucionarse fácilmente transformando en estatua a cualquier automovilista al que se le desease usurpar el vehículo. Tal como este ejemplo sin duda clarifica a la mente del lector, todos los caminos de la vida de quien contase con dicha habilidad lo conducirían ineluctablemente al mal.

Ahora bien, cuando uno ausculta los diversos eventos de la biografía de Medusa que alcanzaron estado público, llama prontamente la atención la mansedumbre con la cual esta Gorgona se manejó pese a la posesión de tan notablemente diabólica capacidad. Si sumamos a esto la soledad, la tremenda soledad de una mujer condenada a no poder jamás gozar de amante ni pretendiente alguno sin petrificarlo de antemano, más aún, condenada a no poder siquiera mirarse a un espejo para practicar las eternas artes femeninas de embellecimiento y estuque (poco extraña que tuviese un nido de serpientes en la cabeza quien no podía acudir a peluquería alguna sin riesgo de petrificarse a sí misma al sentarse frente a su reflejo), el hecho de que la Gorgona no haya realizado tanto daño como habría podido y debido hacer bien puede frenarnos en seco frente a los eternos mares de la perplejidad. ¡Cuánto mal habría meditado yo en su lugar, y a cuántas crueldades me habría entregado con insólito arrojo!

¿Por qué los monopolios multimediáticos griegos reputaron como especialmente malvada a una criatura tan poco proclive a hacer manifiesto uso de su inigualable capacidad de daño en una proporción siquiera lejana a aquella en la que habría sido lógico para cualquier otra? Lo ignoro, pero no cabe duda de que es hora de encabezar un amplio movimiento revisionista que exonere de sus culpas a Medusa y que condene con suficiente firmeza a Perseo por su odioso crimen de lesa gorgonidad. La de viperinos cabellos merecía ser escuchada y comprendida antes que decapitada. Incluso, quizás podría haberse reinsertado en la sociedad mediante algún noble empleo como el de convertir en monumentos de verdad a los mamertos que hacen de estatuas vivientes en las plazas (¿por qué no cultivan algún talento más sorprendente que el de la abúlica inmovilidad?), o facilitándoles un novedoso método de protesta a los jóvenes descontentos con la polis, que en lugar de hacer un piquete en el camino a Corinto podrían haberse transformado en testimoniales piedras humanas gritando con sus muecas eternamente a los cielos para llenar de horror y vergüenza a las autoridades.

Es por eso, Gorgona, que aquí celebro la ignorada honra de tu mancillada memoria, yo, que he podido comprenderte, yo, que me abismo en el dolor y la locura de sólo intentar concebir tu soledad eterna allí donde, rodeada por las desmoronadas estatuas de aquellos a quienes habrías querido amar, encontraste la muerte, esa muerte que acaso secretamente anhelabas. Mucho escarnio e injusticia se te ha hecho ya padecer, oh incomprendida, mas eso ha acabado: simplemente hazte un rodete con tus serpientes para que, sin riesgo de ser picado, pueda yo, con los ojos convenientemente vendados, brindarte al fin el consuelo de un inmortal abrazo.

***


Introducción

Fiel a mi estilo, contrarío una vez más todas las convenciones y leyes admitidas como imprescindibles por el hombre y presento la introducción a esta nueva saga sólo después de divulgada la anticipada primer entrega, confiando en que los moralistas se mostrarán más preocupados por la peligrosa y disolvente labor de reivindicación de malhechores que me propongo llevar a cabo desde hoy que por el hecho de que haya transgredido las sabias normas que, prudentemente, aconsejan ubicar las introducciones no al final sino al comienzo de los escritos.

Desde épocas inmemoriales, desde años cuyos vestigios se tornaría casi imposible aun al más avezado arqueólogo rastrear, acostumbraron los malvados, tanto de dibujitos animados como de películas, cobrarse mi simpatía muy por encima de la casi nula atracción que lograban concitar en mi ánimo los insulsos protagonistas que nos eran presentados bajo la égida del bando supuestamente bueno. Siempre fui de tomar partido por aquellos personajes que los guionistas se esforzaban denodadamente en vendernos como malévolos, haciéndoles cometer todo tipo de fechorías y exponiendo a todas luces sus dudosas condiciones morales para justificar luego, ante un espectador mansamente agradecido, su ulterior caída y postrer castigo, los cuales eran con frecuencia tramposos y se revelaban más que reñidos con el resto de la trama (justo los criminales más brillantes decidían que, en vez de ponerle a Batman un tiro en la frente, era mejor meterlo en un industrioso cepo mecánico que le cercenaría las piernas al cabo de cinco minutos, suficientes para que el héroe escapase: sí, claro...).

Por mucho que el hecho de ser yo mismo odiado por todos me dote de cierta inevitable empatía con los avatares de estos estigmatizados personajes, arduo se me hace concebir que exista, no ya en Argentina, pero siquiera en alguna sociedad saludable del planeta, algún niño o persona capaz de no detestar a muerte a Tweety o al Palomo Mensajero, de no sentir simpatía por Pierre Nodoyuna, el Coyote o Gargamel, o de preferir al Dragón Volador antes que a Piernas Locas Crane, o a Goku y Krilin antes que a Cell y Vegeta. Sea así o no, cada vez que las inocentes potencias de mi infantil intelecto asistían a una nueva emisión televisiva de algún guión amañado y tramposo, aquel niño que yo era se levantaba de su butaca, se dirigía al patio en silencio, con el pecho transido por una inenarrable furia contenida, elevaba al cielo una mirada cargada de rencor y desasosiego, y se abocaba todo el resto de la tarde, ante la azorada mirada de su familia, a despedazar hormigas, moscas, bichos bolita y cualquier otro ser vivo que guardase siquiera alguna remota similitud con los espurios héroes de esos dibujitos animados tan moralmente edificantes cuan humanamente despreciables.

Y es para suplir aquellos devaneos destructivos de mi infancia, aquellas ansias de justicia que descargaban toda su inclemencia sobre las más enternecedoras formas de vida animal, que doy inicio a esta nueva saga, que viene a poner algo de orden en el mundo y a reivindicar el derecho a una justa defensa que tienen los malvados, tan maltratados por guionistas mojigatos y públicos sumisos. Es hora de hacer oír la otra campana, es hora de contar los verdaderos finales de las historias, es hora de dar a conocer los tremendos padecimientos que condujeron a los malhechores por los senderos del crimen... es hora de que se conozca nuestra cruda verdad.

Porque el mal no es sólo una forma de arte: es también, para las almas atormentadas, un derecho inalienable.

Orden de restricción No. 2: Chat

Qué placer pegarle al gordo mamerto este que gira, no sé cómo se llama, Raúl Msn. Señores, se ha hecho justicia. Una vez más, la honorable Jueza de la Nación, doctora Débora Dora de Valdez, ha hecho lugar a uno de mis inéditos si bien impostergables recursos de amparo y ha dictado un nuevo fallo que favorece mis insistentes reclamos judiciales, labrando en esta ocasión una orden de restricción circunscripta al variopinto mundo del chat, que encuentra en el msn el súmmum de sus despreciables bondades.

Por medio de la presente resolución, cuyo cuerpo normativo es menester que se haga aquí de público conocimiento, quedan, a partir del presente día del corriente mes, en interdicción de acercamiento a no menos de doce conversaciones de distancia de mi persona, so pena de ponerse a merced de mi derecho a una respuesta no exenta de elevadas cuotas de cinismo y violencia, los insufribles sujetos enumerados en el siguiente listado:

  • Los que usan emoticons, guiños o zumbidos. Esto es excluyente: todos ellos quedan condenados sin excepción ni contemplaciones a los caprichosos arbitrios de mi furia desatada.
  • Corre lo mismo para quienes ponen todo tipo de ridículos simbolitos teenager alrededor de sus nombres. Vampiritos, cervecitas, nubecitas... chicos, ¿qué tienen en la cabeza, los picó Bill Gates?
  • Los que se jactan de no usar emoticons (¿cómo es el plural, emoticons, emoticones, emoticii, emoticoens?), pero no se privan de hacer uso y abuso de las caras tipeadas. ¿Tanto cuesta verbalizar las cosas?
  • Los tipeadores compulsivos de caras que utilizan una equis mayúscula para simbolizar los ojos de un rostro transido por la risa. Gente, nadie se ríe cerrando los ojos, ¿qué son, ponjas? Get real...
  • Las mujeres que, al enviar esa equívoca cara confeccionada por medio de la conjugación de dos puntos con una pe, se ignora si se están burlando de nosotros o enviándonos un chupón.
  • Los hombres que nos envían la cara del chupón.
  • Los que, cuando uno al fin entendió las caras verticales, comienzan a tipear caras horizontales con dos letras y un punto en el medio. ¡Please, córtenla!, encima estas caras son como más tiernas, es peor...
  • Los que, para conferir mayores matices y dotar de más acabados y sutiles rasgos a sus caras tipeadas, recurren a caracteres de los alfabetos árabe, chino, cirílico, babilonio, etc. Bueno, en realidad esta categoría de sujetos creo que no existe, a éstos los dejaría pasar, siquiera por inconformistas y originales: por el momento no están vedados por el presente fallo. ("¡Oia! Conferiré mayores matices a mis caras utilizando la letra 深": no, el que elucubre algo así merecerá mi respeto... al menos, hasta que lo haga una segunda vez.)
  • los ke ezkriven qon inkomsevivle faltas hotrogarfica komo si serian, el ezlavon perdido entrel mono y el ombre CCD (Esto no se hace, pero... a veces mi humor es tan raro... Explicación del chiste: en lugar de con una equis, son capaces de armar la carita con una doble ce, que suena igual.) (Y nótese, sobre todo, el diestro manejo que hice de la coma.)
  • Los desconocidos que añaden nuestro contacto y, a la primera vez que nos ven conectados, se nos aparecen de la nada preguntándonos quiénes somos.
  • Los que, cuando les acontece el suceso descripto en el anterior inciso, responden la verdad en lugar de delirar con toda justicia al desgraciado que los aborda con semejante pregunta. ("¡Oia! Deliraré con toda justicia al nabo que me agregó sin saber quién soy": cuenta con mi incondicional empatía y con toda la fuerza de mi apoyo gremial quien así discurra.)
  • Los que, sin previo aviso, desaparecen en medio de la conversación, y te dejan colgado media hora esperando su respuesta en vano, porque, por ejemplo, fueron abducidos por una llamada telefónica de la madre. Ok, podés olvidarte de mí si querés, pero... ¡no podés hablar media hora por teléfono con tu mamá! Prefiero que me digan que les tocó el timbre Naomi Watts para pedirles una taza de azúcar.
  • Los que ante cualquier cosa peligrosa o políticamente incorrecta que decimos se escurren con el comodín respondelotodo "jajajaja".
  • Los que a cualquier chiste responden "jajajaja". No les pido que escriban "Disculpe, estimado, pero ocurre que en este momento mi organismo se encuentra, según puedo constatar de manera bastante fehaciente, desternillándose de risa", pero por favor, devuelvan un chiste, en vez de redactar la onomatopeya de una dudosa carcajada páguenla haciéndonos reír a nuestra vez, nos hacen sentir Piñón Fijo así.
  • Los que a absolutamente todo, pero todo, responden "jajajaja". A éstos no hay que parar hasta que del "jajajaja" pasen sin escalas a un "que te recontra" seguido de eliminación permanente, bloqueo e implosión.
  • Los que en lugar de responder "jajajaja" responden "lol". Dejá, flaco, dejá, es peor el remedio que la enfermedad. Al principio interpreté que lol sería una cara...
  • Las mujeres que, sin que medie solicitud alguna por nuestra parte, se ponen a narrarnos el diverso abanico de vejaciones a los que las sometió el chongo de turno. ¿No tienen amigas mujeres o un blog para hablar de esas cosas? En estos casos, si la mujer te interesa, ridiculizala, decile que el turro estuvo flojo, inventá y adjudicate hazañas y crímenes contra el sexo opuesto muy superiores a los del tipo así la mina se enamora, ineluctablemente, de vos; si la mujer no te interesa, ¡qué hacés ahí!, ¡eyectate cuanto antes de esa conversación! O ponete en piloto automático y contestale a todo "jajajaja", así la tediosa rutina de eliminación y bloqueo queda a cargo de ella.
  • Los que hablan con más de dos personas simultáneamente, lo cual equivale a no hablar en realidad con nadie. Bah, no hay que olvidar que mi concepto de "hablar" es muy distinto al que maneja la mayoría: si vas a responder a todo "jajajaja", obvio que podés tener más de treinta y dos ventanas abiertas al unísono.
  • Los que dejan al gato subirse a la mesa y permiten así que éste, apoyando sin querer sus patas sobre el teclado, envíe, desconociendo que lo hace (remarco esto: desconociendo que lo hace), toda suerte de extraños mensajes jeroglíficos que resultan indescifrables para el receptor. (Este episodio está basado en hechos reales, y lo peor de todo es que yo di respuesta al mensaje del felino, ignorando que era él quien intentaba comunicarse conmigo. A partir de entonces, ante cada frase medio improbable que mi interlocutora me enviaba tenía que preguntarle, por las dudas, si había sido redactada por ella o por el gato.)
  • Los que, ardiendo en deseos de averiguar quién los eliminó del msn, se dejan robar la cuenta por Bobby Phisher. Flaco, a mí me eliminó seguro hasta mi abuela, ¿qué necesidad hay de andar escarbando merda? El que no me eliminó a mí es porque nunca me habló, sencillo. O porque pusieron banda ancha en el Borda y el Moyano.
  • Los que, cuando los bloqueás, empiezan a abrigar sospechas y terminan agregándote con otra cuenta para constatar si es que, en efecto, los has bloqueado. Pero... ¿no van a escarmentar nunca?, ¿cuántas veces tengo que bloquear al mismo monigote? Para que esto no suceda, lo que hago siempre ahora es informar a la parte interesada en cuanto tomo la irrevocable determinación de bloquearla: "Mirá, 'No sé que sería de mi mundo sin ti', sos un tipo piola, tu conversación sobre fútbol y televisión es muy entretenida, pero tengo que bloquearte. No sos vos, soy yo: nací misántropo".
  • Además, siguiendo con el anterior inciso, ¿qué se supone que van a decirte si sus suspicacias se confirman y se descubren bloqueados? "Oíme, E. –leer con voz muy lúgubre y grave–, ¿de modo que así son las cosas? Sí, lo sé todo, lo sé todo... estoy al tanto de tus malas prácticas. No, no, no... no me expliques nada, bien sé que me tenías bloqueado. Te he despojado de tu aviesa máscara, y en vano es que intentes recurrir ahora, una vez más, a tus sofisticadas artes de disimulo y engaño. Me has traicionado; había depositado mi cuenta de msn en tus manos, y me has traicionado. Adiós, tú a quien en un tiempo remoto creí mi amigo, sólo eso quería decirte: me has traicionado." "Ok, Gervasio, se me pasó enviarte el telegrama de bloqueo; si querés, con esta otra cuenta bloqueame vos y quedamos a mano, ¡pero desaparecé de una buena vez!"
  • Los que cierran cada una de sus frases con un signo de interrogación entre paréntesis para garantizarse, de ese modo, un hábil subterfugio que los ponga en salvo por si no nos tomamos en serio sus tímidas palabras o les cortamos muy en seco sus medrosas intenciones. Chicos, basta de simular que lo que tienen miedo de decir es en joda, háganse cargo de sus ideas: nada más noble que asumir con gallardía, y sin titubeos, nuestros propios pensamientos, tanto los que denotan arrojo como los que suenan excesivamente disparatados.
  • (Este inciso corre sólo para cyber-locutorios, antros en los que tuve oportunidad de trabajar bastante tiempo.) Los que, para no gastar un buen dinero en una cabina telefónica, usan el msn para entablar maratónicas video-conferencias con sus lejanos parientes de Salta o Perú a los gritos, hinchando de ese modo las tarlipes de todos los azorados circunstantes, y las mías más que las de ningún otro.
  • (A fin de obtener algo de inspiración, acabo de readmitir en el msn a todos mis contactos bloqueados, de modo que preparaos, pues lo que siga a continuación habrá sido captado en tiempo real.) Ehhhm... (Pucha, era cierto que me bloquearon todos...)

Podría continuar la lista interminablemente, pero, si bien no los vengo contando, creo que ya debo de estar cerca de agotar los 140 caracteres que me permite blogger para mis descargos. De cualquier manera, se adivinará ya perfectamente cuáles habrán de ser los restantes sujetos pasibles de quedar encuadrados en los vastos alcances de mi presente demanda, individuos que deberán guardarse de esta inaudita orden judicial, ya rubricada por escribano público, que obra en mi poder y cuya letra no dudaré en hacer valer cada vez que la situación lo reclame.

En caso de que las restricciones establecidas por la norma sean dolosamente transgredidas por algún energúmeno, cuento con todas las garantías legales del fuero civil, del fuero penal y del fuero en lo contencioso-administrativo para proceder a, en legítima defensa, ejercer sobre dicho espécimen todo tipo de violencia verbal o física. Y cuando digo física digo física, no zumbidos molestos o guiños de agresivo tenor: física. Están advertidos.

Será justicia.

Radiografía de un outsider III

Dejando ya de lado los inconvenientes sorpresivos y las urgentes novedades judiciales, es hora de volver a templar las cuerdas de nuestra lira en el viejo modo para retornar a la materia que nos venía ocupando, a saber, la confección de un decálogo que rinda testimonio siquiera de algunas entre las muchas cosas que me diferencian del hombre común o, si se prefiere, de la versión más difundida del electrodoméstico humano en su hartamente publicitado modelo masculino. Regresemos sin más, pues, a esos cenagosos terrenos de asombro que nunca debimos haber abandonado.

***


7. Soy enemigo de casi todos los juegos

Debo de estar entre los únicos jóvenes del mundo que jamás instalaron un juego en sus pcs ni conocieron en persona consola de juegos alguna. Algo hay que me aparta de los señuelos lúdicos, como si existiera en mí cierto prejuicio desconocido, la vaga idea de que seguramente han de existir en alguna parte maneras más interesantes y productivas de perder el nunca renovable tiempo de nuestras vidas, tiempo que, mientras la arena siga siendo incapaz de vencer a la ley de la gravedad, pasa para siempre, para ya no regresar. Es mi deber, no obstante, admitir que de niño fui un habitué de las salas de video-juegos, pero con la particularidad de que nunca supe jugar a ninguno, salvo quizás al Street Fighter, en el que causaba murmullos de estupor entre todos los demás niños que con asombro veían que, sin saber hacer la bola ni nada, y empleando frenéticamente el botón de la patada como si no hubiese otros cinco botones más, alcanzaba yo la final, pese a mi total carencia de técnica, con insólita categoría y sencillez. A decir verdad, tampoco yo sabía, de manera positiva, cómo era que lo lograba.

Llegó luego la época en la que las rateadas del colegio se volvieron un tanto más sofisticadas, transformándose en fervorosas y dramáticas tardes consagradas a los más encarnizados duelos de pool o de ping-pong. Por supuesto que yo participaba de ambos juegos sin chistar, pero mi misión nunca era ganar, cosa imposible dada mi absoluta impericia en tan complejas materias de naturaleza práctica, sino más bien divertir un poco al resto con mis singulares payasadas de perdedor nato. Porque lo importante no es vencer, ni competir para dar lástima, sino perder haciendo reír para disimular. Memorable fue el día en el que estuve a punto de ganar una partida de pool: me faltaba embocar la bola negra en uno de los rincones, de modo que apunté serenamente con mi taco, embriagado por la ya palpable perspectiva de una consagración histórica, y, disparando, acerté a clavar la bola, con furia y sin atenuantes, en la buchaca correcta... sólo que de la siguiente mesa, en la que jugaban unos paisanos que no atinaban a dar crédito al cometa que acababa de surcar el espacio lleno de humo para desaparecer luego hundiéndose en la más distante de sus troneras. Mi adversario se negó a reconocer la validez reglamentaria de tan exitoso tiro volador.

Viajando un poco más lejos en el tiempo, hacia los mágicos e inocentes días de nuestra temprana infancia, en la que uno se desempeñaba con mayor o menor pericia en las más variadas disciplinas, como ser la mancha, la bolita o las escondidas, recuerdo que, si alguna vez existió un juego que odié con todas mis fuerzas, fue sin duda el veo-veo, horroroso invento que, exponiendo a ojos vista, ante todos los demás participantes, mi infranqueable cualidad de daltónico, daba lugar a las más enojosas confusiones cromáticas y a los más humillantes y escandalosos episodios, todos los cuales me tenían por ineludible protagonista. Me retiré del veo-veo a edad temprana, jurando que nunca más se me vería participando en las lides de tan infausto pasatiempo, y es el día de hoy, veinte años más tarde, que puedo afirmar, no sin orgullo, que he cumplido fielmente con aquel solemne juramento prestado en los bellos umbrales de mis años mozos.

Pero, como con todas las cosas, siempre hay una excepción. Si bien muy raramente la fortuna y la destreza, mancomunando sus solicitados dones, me han permitido alzarme con el laurel de la victoria ya en el ajedrez, el chin-chón, la escoba, la generala o el ludo, he mostrado una facilidad prematura, casi genial, mozartiana, para reunir en mi mente y pulimentar, con mano maestra, todas las más refinadas sutilezas y secretos del truco. Nunca fui bueno para mentir: soy de esas personas que cada vez que intentan decir una mentira inocente comienzan a reírse, dejando traslucir en sus semblantes todos los manifiestos estigmas de la más divertida falsedad, pero, a cambio, siempre tuve talento para ocultar mis pesares tras la fachada de la seguridad y la máscara del buen humor, facilidad que, traducida a un mazo de naipes, me servía para hacer creer a mis atemorizados rivales que mis cartas entrañaban todo tipo de serios riesgos para sus vidas, cuando en realidad mi puño sólo escondía un cuatro de copas, un cinco de espadas y un cuatro de bastos. Así, durante las épocas en las que concurría a diario al Palacio del Truco, es decir, al colegio secundario turno tarde, los electrizantes torneos que se desarrollaban en los fondos de las aulas, mientras en el frente ignoradas y espectrales profesoras se iban sucediendo una a otra para impartir lecciones que nadie escuchaba, solían tenerme a mí y a mi eventual compañero de fórmula como imbatibles triunfadores, coronados siempre por la gloria y para quienes las más exquisitas odas pindáricas habrían resultado insuficientes y pálidas. Mas aquellos tiempos de fuertes emociones y de néctares de victoria se han ido, y llevo ya incontables años recorriendo el mundo con mi mazo de naipes marcados sin poder encontrar, entre las masas de zombies encadenadas a sus monitores, un solo amante de la adrenalina dispuesto a convertirse por unas horas en mi desdichado adversario siquiera por una simple partida con opción a revancha.

Como sea, mi lema siempre fue y seguirá siendo: desafortunado en el juego, desafortunado en el amor, desafortunado en todo... pero entero.

***


8. No sirvo para casi ninguna disciplina deportiva

Siguiendo un poco con la temática abordada en el anterior inciso, cabe señalarse que mi fortuna y mi destreza jamás fueron mejores en los terrenos del deporte que en los salones del vicio ludópata. Baste como ilustración acabada de ello un solo dato: yo he sido la prueba viviente del desacierto en que incurren todos aquellos que señalan que hay cosas que nunca se olvidan, y entre las cuales el ejemplo por antonomasia es el de andar en bicicleta. Yo (sí, yo) he olvidado cómo era que se andaba en bicicleta, perdiendo para siempre, en los clausurados recovecos de una memoria consternada, aquellos pedaleos de mi infancia que no fui capaz de reproducir en el plano físico cuando intenté revivirlos en mi edad provecta.

Por supuesto, el mundo está lleno de intelectuales, de artistas, de obesos vocacionales y de toda índole de sujetos que harán de este apartado sobre mi impericia para los deportes un dato intrascendente. Más aún, y recordando lo que opiné sobre el fútbol en una vieja entrada, sin duda habrá también hombres fanáticos de esa disciplina y que, sin embargo, se desempeñarán en ella peor que yo. Pero a lo que apunto más que nada acá es a señalar mi carencia total de ductilidad para el correcto desarrollo de todo tipo de actividad cinética: no sé jugar a ningún deporte, no sé andar en bicicleta, no sé manejar, no sé tocar bien ningún instrumento, no sé cocinarme más de cuatro o cinco invariables platos, no sé pintar, no sé cambiar el cuerito de una canilla que gotea... y apenas sé cómo puedo, en medio de tanta ignorancia, seguir vivo y obtener sustento. Digámoslo: el mundo es mucho más generoso conmigo de lo que yo jamás le voy a reconocer. O quizás sea que algunas cosas sé hacer, sólo que lo ignoro, pero, de cualquier manera, la finalidad de este blog es hacerme mala prensa, de modo que prefiero no adentrarme con paso resuelto y alma exploradora en los sórdidos laberintos de tan halagadora hipótesis.

Veamos... todas estas razones que acabo de redactar hace instantes fueron suscitadas en mi mente a raíz de que planeaba hablar sobre el deporte; volvamos, pues, al deporte, y dejemos las ramas a los pájaros. Pero ¿qué diré de mi relación con las pasiones y sudores del mundo deportivo? Salvo que esté en mis intenciones subestimar al lector, puedo concluir que ya se habrá éste formado una idea más que clara y precisa sobre lo que vendrá a continuación: ahorrémosle, entonces, la lectura, que también es tiempo, el cual a su vez es dinero, el cual no compra la felicidad pero puede alquilarla un rato... ¿y qué derecho tengo yo para privar al lector de una felicidad rentada? Demostremos, pues, nuestra buena voluntad para con los demás, y para con su felicidad y su tiempo, poniendo inmediato punto final a este innecesario inciso cuyas implicaciones ya todos habrán podido imaginar y reconstruir, sin mi ayuda, en sus propias cabezas: es éste el mayor elogio que un escritor de blogs haya tributado jamás a sus pacientes lectores.

De nada.

(Aunque cueste creerlo, estas denuncias radiográficas aún no han agotado todo su caudal de asombro y horror. Continuará...)

Orden de restricción No. 1: Colectivos

Paren el mundo, que esto es muy importante. Cumplo en informarles que interrumpo momentáneamente la interrupción de este blog (lo cual vendría a ser como poner (lo grafico para que lo entiendan) un paréntesis dentro de un paréntesis) a fin de dar a conocer el inesperado éxito de mis inclaudicables gestiones judiciales en aras de obtener una orden de restricción que prohíba el acercamiento a mi persona de todos aquellos individuos que, por factores manifiestos en sus conductas molestas y desubicadas, me resultan insoportables y altamente lesivos para el normal desarrollo y discurso de mis solitarias aunque trascendentes meditaciones en el monacal ámbito del transporte público.

Anoticio, pues, a todos mis conciudadanos de que, tras este irrevocable fallo dictado por la jueza en lo contencioso administrativo Débora Dora de Valdez (fallo que, aunque discutido y polémico en los cenáculos tribunalicios, sienta jurisprudencia en lo sucesivo para mis ulteriores demandas y para aquellas que siguen en curso), quedan, a partir del presente día del corriente mes, en interdicción de acercamiento a no menos de tres colectivos de distancia de mi persona los sujetos detallados en la siguiente lista:

  • Los que, con un descaro digno de mejores y más lucrativas empresas, vienen a situarse adelante de uno en la parada en la que llevamos ya quince minutos esperando solos.
  • Las manadas que suben en la parada anterior a la nuestra y sacan decenas de boletos con monedas de cinco y diez centavos, obligándonos de ese modo a viajar de pie casi todo el trayecto, pero siempre logrando la hazaña a tiempo a fin de que no nos sea posible arribar a nuestro destino y bajarnos del colectivo sin haber llegado a abonar el importe del pasaje nuestro.
  • Los aviesos sujetos que, cuando uno viaja parado, se filtran no se sabe cómo, sin mediar palabra, entre nuestras existencias y el asiento cuya pronta desocupación aguardábamos (y al que íbamos esperanzadamente maridados), usurpando de ese modo nuestros legítimos derechos a tan codiciado bien ganancial.
  • Los que confunden el colectivo con un locutorio y van haciéndonos partícipes de sus tan significativas cuan edificantes charlas por celular, charlas cuyos temas preponderantes hacen siempre ostentosa gala del más cotidiano y anodino tenor.
  • Los que cada vez que suena algún celular con un ringtone de Bandana consultan el suyo, aun cuando saben que tienen un ringtone de Mozart.
  • Los pasajeros que, bajo el influjo de se ignora qué tipo de veleidades megalomaníacas, cambian de asiento a toda prisa en cuanto se desocupa alguno de la ascéptica y aislacionista fila individual (sujetos a los que ya dediqué la segunda parte de una entrada).
  • Los púberes de apariencia engañosamente marginal que portan cierto artefacto que emite las cadencias de algún incomprensible tipo de cumbia y musicalizan así, del más indeseable modo, nuestro ya de por sí penoso viaje con un cursi y pegajoso ritmo que se mantiene inalterable con el paso de los temas, los discos y aun los distintos conjuntos (chu ku chú, chu ku chú, chu ku chú...).
  • El fatigado trabajador que se adormece en su asiento y deja reposar su cabeza sobre nuestros hombros compasivos aunque algo avergonzados por el embarazoso cuadro.
  • El intolerante que, cuando el trabajador fatigado inclina la cabeza hacia su lado, le da un empujón a fin de que esa exánime e inerte testa caiga para el lado nuestro (este episodio digno de cancha de voley sólo se verifica en los asientos del fondo).
  • La misteriosa mujer que, en pos de nadie sabe con certeza qué oscuros fines, viaja parada al lado del colectivero y lo acompaña hasta más allá del fin del recorrido (¿será su novia; será una pasajera garronera; será la muerte, que se lo lleva?).
  • Los pesados que ponen nervioso al chofer discutiéndole la emisión o no de un boleto. Flaco, si la DGI te hace una auditoría no vas a ir preso por la inexplicable falta de tan trascendente documento de pago.
  • Los sujetos masculinos que se sientan al lado de uno con las piernas inmaduramente abiertas cual si llevaran un oso panda en la entrepierna y roban o acotan, de ese modo, parte sustancial de nuestro espacio vital de asiento.
  • Los que, cuando los viajeros experimentados intentamos ganar los decisivos espacios vacíos del fondo de las unidades que van llenas, obstruyen con sus voluminosos vientres y bolsos el pasillo en ejercicio de un insólito piquete que va coronado por una adusta cara de noli me tangere.
  • Los que se apostan con talante seguro ante la puerta dos paradas antes de aquella en la que deben bajarse y engañan de ese modo nuestra ingenua confianza, que observa consternada cómo nuestra parada queda irremediablemente atrás sin que el colectivo se detenga.
  • Los que, avisados por experiencia propia de la alta tasa de popularidad de la incomprensible conducta antes descripta, nos preguntan fastidiosa e innecesariamente si habremos de bajarnos en la siguiente parada cada vez que tocamos ostensiblemente el timbre para hacerlo.
  • Los que, a los segundos de que tocamos timbre para bajar, lo vuelven a presionar atrás nuestro, haciéndonos quedar ante el chofer, que nos dirige una veloz y resentida mirada a través de su inagotable abanico de espejos retrovisores, como viajeros novatos e inexpertos.
  • Los que, en los asientos dobles, permanecen sentados junto al pasillo en vez de pasarse al lado de la ventana cuando dicho sitio se desocupa y dificultan así, fingiendo inverosímiles síntomas claustrofóbicos, el acceso al codiciado asiento libre.
  • Los choferes que con cada frenada, las cuales se suceden con una frecuencia no menos que sospechosa, nos obligan a saludar a no se sabe qué olvidados emperadores orientales.

La lista se engrosaría mucho más allá de los límites permisibles si contase yo con la paciencia suficiente como para incluir, de manera prolija y concluyente, a todos y cada uno de los sujetos pasibles de quedar encuadrados en los vastos alcances de mi presente demanda, por lo cual me contentaré con sugerir a todos mis conciudadanos por igual que se guarden de esta inaudita pero imperiosa orden judicial, ya sellada por escribano público, con la que me pasearé a partir del día de la fecha en mis líneas favoritas, a saber, el 107, el 25, el 84, el 85, el 108, el 124, el 146 y el 135; en caso de que las restricciones establecidas por la norma sean dolosamente transgredidas, cuento con todas las garantías legales del fuero civil y del fuero penal para proceder a, en legítima defensa, ejercer sobre los individuos arriba mentados todo tipo de violencia verbal o física. Están advertidos.

Será justicia.

Radiografía de un outsider II

Continuando con la exitosísima (no será taquillera, pero sí de culto) saga de mi propia radiografía, me dispongo a seguir abrumando al eventual lector con la multiplicidad de razones por las cuales debe rever su insólita postura de considerarme un ser de su misma especie. Pero que quede claro: mis peculiaridades no deben ser tomadas como irrefutables pruebas de que soy un marginal afectivo, un inadaptado social o algo por el estilo, sino que es necesario sumar a esa válida hipótesis la posibilidad de que, así como me hacen sentir a mí en esta sociedad hecha a imagen y semejanza del mercader, el hombre promedio se sentiría tal vez en la Ciudad de los Monos del Libro de la selva de Rudyard Kipling. Sí, soy consciente de que, si la sociedad estuviese conformada exclusivamente por individuos como yo, hace rato que el hombre se habría extinguido, pero, tras tantos años sin que mi conducta encontrase en lado alguno el beneplácito de la comprensión, creo que me es más que lícita, cuanto menos, una inofensiva venganza retórica. Después de todo, ¿qué son la mayoría de nuestros blogs, y de nuestra literatura, sino una válvula de escape para resarcirnos de tantas heridas y decepciones?

***


4. No miro (y ni siquiera tengo) televisión

No es esto nada del otro mundo, pero no deja de ser particular y de traslucir cierta vocación no ya de indiferencia hacia los candentes temas que ocuparán las conversaciones humanas durante todo el día, sino incluso de apego al camino propio que no hace otra cosa que aislarme más del mundo. Sin embargo, está probado que, si en vez de malgastar mi tiempo leyendo autores decimonónicos o componiendo extravagantes obras de piano, me abocase a mirar la audición de Beto Casella, mi capacidad para integrarme con facilidad a la vida social no se incrementaría un ápice.

Sí, comprendo la importancia que tiene para el normal desarrollo de la vida humana mirar el programa de Tinelli, al día siguiente mirar todos los programas que hablan sobre el programa de Tinelli, y el fin de semana mirar todos los programas que hablan sobre los programas que hablaron sobre el programa de Tinelli, pero tengo que admitir que no está en mis atributos lograr que mi vida gire en torno al conocimiento de qué figura célebre se acostó con cuál o qué famoso le entabló juicio a qué otro famoso.

No negaré que de niño y adolescente fui un gran televidente, pero en aquellos entonces la televisión versaba sobre los más dispares tópicos; hoy, en cambio, la televisión sólo se trata sobre la televisión: ha dejado de sentirse un medio para verse erróneamente como un fin en sí mismo, y eso no concita mi interés. Por supuesto que arrastro un gran bagaje cultural televisivo: todos mis actuales conocimientos espirituales y silogismos mundanos provienen en cierto modo de la pléyade de filósofos que va de Benny Hill, Aníbal el Number One y Sledge Hammer a Pipo Cipolatti, Aníbal Hugo y Seinfeld, pero el oscurantismo de una nueva Edad Media patrística ha borroneado aquellos saberes helenísticos y renacentistas de las pantallas hasta el punto de que, como un Giordano Bruno moderno, no queda ya para mí sino la herejía y el oprobio de la hoguera de aquel que ignora las creativas publicidades que están en boca de todos, y que queda en falsa escuadra si menciona como contrapunto los olvidados éxitos del pasado.

Como sea, mis únicos contactos actuales con el mundo del espectáculo se limitan a las películas y óperas que me bajo de internet, nothing else. Y en cuanto al lector, que en vez de estar mirando Rial o el discurso de Cristina se encuentra ahora meditando estas inconducentes palabras que manan de mi insana pluma: ¿qué hace?... que por favor procure no terminar como yo.

***


5. Hace quince años que no salgo de vacaciones

Un eufemismo para decir que pasé toda mi vida adulta sin salir de la tenebrosa ciudad de Buenos Aires para nada. Las excepciones fueron un viaje de un día a La Plata, un viaje de una tarde a Escobar, y hace unos pocos meses sí, al fin, mi salida triunfal: dos días a la ciudad de Neuquén para finiquitar unos turbios negocios. Pero fuera de esas tres ocasiones, jamás, en quince años enteros o más, traspuse los acotados límites del conurbano bonaerense.

Por supuesto que existen razones para ello. Desde que alcancé la edad en la que, por incompatibilidad de intereses, uno deja de salir de vacaciones con su familia, jamás se me ocurrió irme solo. Cabe añadir, además, que, en vistas de que ya desde el colegio secundario era un outsider entre mis compañeros, desdeñé olímpicamente la posibilidad del viaje de egresados. Los subsiguientes avatares de mis complejas situaciones laborales, forzoso es decirlo, tampoco ayudaron mucho, y a esto hay que sumar que ciertos lugares de veraneo, como ser la costa, me están irrevocablemente vedados por la interdicción dermatológica que, bajo pena de muerte, me prohíbe de manera terminante exponer mi piel, heredera directa de los lunares que se llevaron a mi madre al otro mundo, al nocivo contacto de los rayos salores. Esto último genera en mí el raro efecto de que, dado que amo el frío, suele vérseme en los más gélidos días de invierno paseando despreocupado con una camisa arremangada, mientras que en las más abrasivas jornadas estivales se me avista enfundado en inconcebibles remeras de manga larga, lo cual ya sería tema para elaborar un nuevo punto de este decálogo radiográfico pero no será el caso.

De cualquiera manera, puedo afirmar que la costa ya me desagrada por una mera cuestión genética: ¿quién puede llamar "vacaciones" a trasladar la población completa de Buenos Aires, con todo su equipaje de envoltorios, botellas, bolsas, ruido, groserías y basura, a otro punto del país? Tal cuadro concita en mí ideas más próximas a éxodos masivos impuestos por algún Stalin entronizado en el inconsciente colectivo que a una búsqueda de descanso y sosiego vacacional. ¡Si hasta los insufribles programas televisivos se trasladan al gulag atlántico para transmitirse desde allí! Por eso, cuando en enero y febrero advierto que soy el único que se quedó acá y que tengo, como el personaje de La nube púrpura de Shiel, toda la ciudad para mí solo, comprendo que no necesito viajar para tener vacaciones, sino que me basta con esperar a que se vayan todos los demás.

***


6. ¿Lo diré?... me atraen las mujeres con anteojos

Sí, así de estrambótico como suena. Algunos de mis conocidos ya están al tanto de esta asombrosa preferencia mía, y no pueden encontrarle razón alguna. A decir verdad, yo tampoco: simplemente sucede. No significa esto que me desvelen todas las mujeres que usan lentes, ni que desdeñe a todas las que no, pero digamos que las gafas suelen ayudar y volverse un punto a favor. Soy consciente de que los anteojos no son sinónimo de cultura e inteligencia, sino únicamente de miopía, pero no puedo evitar, cada tanto, sentirme extrañamente atraído visualmente por una mujer sin lograr elucidar con claridad en qué factor o cualidad de su persona reside su capacidad de seducción sobre mis sentidos... hasta que reparo en que luce anteojos: ahí está el secreto. Claro que jamás me acerco a hablarle, no sea que resulte idéntica a las mujeres que cuentan con buena visión y quede menoscabada de ese modo la magia de mis irracionales fantasías.

En mi adolescencia, estando con mis condiscípulos del secundario, a menudo acontecía que la manada comenzaba a elogiar efusivamente a alguna muchacha de prominentes curvas. Tarde como siempre, buscaba con mi vista cuál era el objeto de deseo que producía tal evacuación salival en mis algo básicos cofrades, y, tras una veloz mirada, mi comentario resultaba siempre el mismo: "No, tiene cara de mogólica". A esta cruda pero realista observación, mis compañeros me amonestaban con el consabido: "A vos no te gusta ninguna, debés ser (sic) medio rarito". Tras esto, algún osado juntaba valor y, en un acto de arrojo, partía a la conquista de la plaza fuerte; unos minutos más tarde retornaba, con el sangrante estigma del rechazo sobre su frente, y me decía: "Tenías razón: era una mogólica". Nada le contestaba, mientras mis embobados ojos permanecían clavados en alguna portadora de gafas que no era mirada por nadie en el mundo más que yo.

Nunca tuve mucha suerte con las damas de anteojos. Mi ex-novia, en rigor única novia que tuve, usaba anteojos sólo para leer, y para colmo solía inclinarse más por los lentes de contacto, tercer invento que más detesto después del teléfono y el celular. Mi teoría sobre esta cuestión es la siguiente: dado que me atraen más las mujeres inteligentes que las simpáticas o bellas, adjudico inconscientemente a las gafas unas propiedades que no garantizan intelecto, pero sí al menos la posibilidad de él, existiendo acaso la chance de que las anteojudas, poco demandadas en el universal mercado del amor, se hayan volcado en su soledad a la lectura y al acabado aceitamiento de sus aptitudes racionales e intelectivas, en paciente espera del valeroso explorador capaz de hallar algún día tales tesoros ocultos y de valorar su intrínseca belleza. Sea así o no, que las jaurías se devoren entre sí luchando por afamadas modelos y vedettes mientras yo sigo soñando, en secreto, con alguna ignota cuatrochi de aspecto inocente pero de cerebro potencialmente poderoso.

Y, valga la aclaración, no: por más que paso horas y horas frente a la pc o fatigando mi vista en viejos códices de amarillentas y carcomidas páginas, los linces siguen acudiendo a mí cada vez que extravían algún objeto de reducidas dimensiones.


(Como se podrá advertir, esto va in crescendo... y aún falta lo peor. No creo que un decálogo resulte suficiente, pero por lo pronto sigamos avanzando en mis denuncias y testimonios contra mí mismo. Continuará...)