El leer este blog es perjudicial para la salud. Ley No. 43.744.

Los hijos del almanaque

Como diría Eli Wallach, en el mundo hay dos clases de hombres: los que aman el frío, y los que aman el calor. Los que prefieren el invierno, y los que prefieren el verano. Si nos paramos a pensarlo un minuto, los porcentajes son muy dispares: por cada individuo que decanta sus simpatías hacia los climas gélidos, hay cuatrocientos noventa humanos que optan sin hesitar por el calor, y otros nueve que dicen gustar del invierno pero porque adoran la campera, la bufanda, la cucharita en la cama, el guiso y la calefacción... o sea, porque aman el calor. No es esto último nada novedoso: así como el hombre vive escondiéndose del agua de la lluvia y, no obstante ello, su mayor felicidad es precipitarse en verano a la costa para zambullirse en la sucia agua del mar, también detesta los treinta grados de calor y, no obstante ello, se ha estudiado que durante el invierno soporta con alegría, debajo de su campera, cuarenta y cinco.

Pues bien, huelga predecir que, ante este panorama, mi presente entrada se perfila hacia la categórica e insípida declamación de que, a diferencia de las ingentes mayorías, yo sí gusto del invierno por el invierno en sí. Renegando de las estufas encendidas, llevando ya casi veinte años sin ponerme una campera (y esto porque hasta mi pubertad todavía tenían mis mayores algún tipo de poder fáctico como para imponerme obligatoriamente su uso), tiritando por placer bajo mi negra camisa arremangada en los más gélidos días de invierno, puede establecerse, sin mayores reparos, que soy un verdadero virtuoso en el abstruso arte de cagarse de frío.

Es sabido que mi comunicación con el género humano es prácticamente nula. Sin embargo, existen dos comentarios que constituyen la principal vía de abordaje que el mundo tiene hacia mi arisca persona: en primer lugar, las viejas que me señalan lo alto que soy; y, en segundo, los individuos pertenecientes a todas las clases sociales y estamentos etarios que me formulan la asombrada pregunta de si no tengo frío. La respuesta es sí, tengo frío, pero lo disfruto. En dos meses ya vuelve el insoportable calor, húmedo, pegajoso, animal, somnoliento, ojeroso, aniquilador de la razón y del pensamiento elevado, estupidizador y multiplicador de las masas, y sería trágico advertir que el invierno pasó de largo sin que uno sacase provecho de su mágica y fortificadora aunque fugaz presencia.

Vamos a decirlo sin pelos en el teclado: el estío es, al menos aquí, un claro sinónimo de carnaval, de Camboriú, de scola do samba, de festividades cristianas, de programas de chimentos que se mudan a Mar del Plata. Dos cosas, sólo dos, pueden aducirse a favor del verano. Primero, la gente se va a la costa y la ciudad queda semivacía... situación que a los noctámbulos como yo no les sirve de mucho porque, bien lo sabemos, la calle lo mismo está mucho más infestada de cucarachas humanas una tórrida noche de verano a las 4 de la madrugada que una helada noche de invierno a las 23. Y segundo, en aspectos un poco más nacionales y populares, las mujeres comienzan a salir a la yeca en bolainas... situación que tampoco sirve de mucho a los seres que encontramos más seductora una mina con botas y ropa sugerente que una que chancletea afanosamente hacia los chinos.

Pero todo esto es un vano preludio que viene a demorar el verdadero motivo de esta entrada: es mi deber denunciar ante todos, de una buena vez y para siempre, a los aborrecibles humanos que se rigen por el almanaque para abrigarse. Me refiero a esas personas que, porque el calendario los anoticia de que se hallan en pleno agosto, proceden a enfundarse en los más gruesos y vistosos camperones del mercado para de inmediato partir hacia sus tareas cotidianas sin reparar en que, en realidad, afuera está haciendo treinta grados (pues se ha producido ese fenómeno meteorológico que consiste en la intempestiva aparición de varios días de calor en pleno invierno).

No es excusa alegar que salieron muy temprano de sus hogares, pues es objeto de nota el que, durante todo el resto de la jornada, jamás se sacan sus camperas, sino que permanecen embutidos en ellas hasta el preciso instante en el que cruzan algún umbral de destino. Uno se sube al colectivo, reflexionando en sus imperiosos asuntos, y de golpe advierte que una extraña vaharada sale a recibirlo. Lo de siempre: una docena de pasajeros sobreabrigados, a baño maría, ocupan plácidamente el transporte. Cada tanto alguno de ellos, tras macerar bien, bajo su campera polar, un poderoso potaje de sudoraciones tóxicas y hedores penetrantes, se baja un poco el cierre de su abrigo a efectos de compartir, con encomiable generosidad, su guisado corporal con el resto de los circunstantes, que degustan sumisamente ese especioso plato de autor.

A pesar de que se transpira más, en verano este fenómeno no se verifica tan seguido dado que, gracias a la soltura de vestimenta, la mayor parte del sudor se volatiliza casi de inmediato; pero durante los sofocones invernales, el pernicioso uso de campera genera un efecto invernadero y propicia así que esas sudoraciones se condensen, compriman y estacionen entre la piel y el abrigo, todo lo cual, al llegar el fatídico momento de la apertura de cierre, se traduce en un resultado poco menos que homicida.

Vaya pues mi insalvable repudio a esta funesta clase de personas, a esta inefable casta de armas químicas ambulantes, a estos hijos del almanaque cuya antisocial conducta reduce a una magnitud casi inofensiva la mayoría de los aleves crímenes contra el género humano que, en mis violentos extravíos de locura, tuve el buen tino de cometer. A diferencia de aquellos otros insufribles que caminan con paraguas bajo la zona techada de la acera, no hay forma de guarecerse de estas alimañas, no hay manera de hacerles frente y vencerlas. Muchachos: estamos derrotados de antemano. Si un pendejo va en el colectivo escuchando cumbia a todo volumen, lo asustás un poco y fue, la apaga. Pero contra estos que destilan delirantes pócimas bajo sus innecesarios abrigos, contra estos que cocinan peligrosísimos barbitúricos olfativos bajo las siete capas de protección térmica con las que procuran calentarse en esos días de clima estival que se dan cada tanto en pleno invierno, nos hallamos completamente inermes, condenados a padecer, pasivamente y en silencio, un destino inexorable. Ya he comprobado que punzar con una aguja sus grotescos camperones aerostáticos, para ver si salen despedidos hacia la estratósfera como un globo pinchado, no sirve.

No hay nada que hacerle: la humanidad tiene olor a campera.

Radiografía de un outsider IV

Contra todos los pronósticos, ha llegado por fin el extraño día, profetizado por inverosímiles ancianos druidas que conversan con cuervos y lobos, en el que los astros en lo alto, alineados tras el paso de milenios, reproducen finalmente las coordenadas de la misteriosa llave espiritual que abre los plúmbeos portales de mi memoria a efectos de dejar salir, de las fúnebres sombras de un pasado olvidado, el final de mi antiguo e inconcluso decálogo de datos radiográficos que aspiraban a crear un intervalo entre mi persona y la conciencia de cercanía que podía llegar a elucubrar, erróneamente, el desprevenido lector de estos pergaminos de hostilidad y locura. Así pues, habiendo dado a conocer, en aquellas crónicas desperdigadas a través de las anchurosas planicies de la indiferencia humana, que no uso celular, que no tengo ni miro televisión, que hace más de quince años que no me voy de vacaciones ni a la esquina, y otras significativas irrelevancias de parecida índole, es hora de retomar mi tarea y, embebiendo mi pluma en las tintas de la introspección, culminar con los dos puntos restantes de esta enérgica y ejemplar denuncia contra mí mismo, que se circunscribe, no obstante, a los límites de lo políticamente correcto (tampoco necesito que se libren órdenes de captura en mi contra).

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9. Entre las redes sociales y yo hay algo personal

Sí: admitamos que es un lugar común mostrar manifiesta animadversión hacia facebook, twitter y lo que venga después. Admitamos, también, que blogger no deja de ser algo parecido y que sin embargo lo uso. Hasta acá, lo mío no escapa de lo aceptado, intrascendente y esperable. Pero la cosa cambia cuando examinamos mis razones. No tengo ni facebook ni twitter, no sólo por las poderosas diatribas que podría tranquilamente esgrimir contra su habitual caudal de usuarios, sino sobre todo porque son dos medios cuyas prestaciones se caracterizan por una cualidad de inmediatez que va a contrapelo de la universalidad de mis ideas. Para decirlo con claridad: el filósofo callejero o pensador de las sombras tiene como misión hablar de lo inmutable, mientras que twitter y facebook son espacios para volcar lo inmediato y, por ende, perecedero.

Que alguien con ideas valiosas dé cauce a sus refinados pensamientos a través de twitter en lugar de acudir a un blog equivaldría a que Schopenhauer, en vez de libros, hubiese escrito columnas en un diario. Todo lo escrito en twitter tiene fecha de vencimiento: una semana, en el mejor de los casos. Acaso se trate de un espacio idóneo para aquellos individuos que gustan articular veloces y superficiales palabras respecto de lo cotidiano, de lo particular, de lo momentáneo, de lo candente aunque olvidable, mas no para aquellos que sólo extraen de los hechos y de los fenómenos sus aspectos universales y elaboran ideas profundas a partir de las conclusiones permanentes que el mundo temporal y fluctuante les provee. En twitter uno redacta torpemente su momentánea alegría porque un equipo grande descendió de categoría; en un blog uno inmortaliza, para los lectores del porvenir, su análisis de cómo algo tan intrascendente como un resultado deportivo puede influir en el estado anímico y emocional de rebaños enteros de sujetos que, en su infancia, cometieron la insensatez de, guiados por el azar, delegar a un club y a sus eventuales representantes la potestad sobre sus futuras desazones y alegrías personales.

El caso de facebook es mucho más monstruoso, ya que a todo esto añade un gravitante ingrediente de amistad y de intimidad que seres ariscos y antisociales como yo no pueden siquiera concebir. ¡Ay, mis concepciones estéticas sufren de sólo pensarlo! Todo mi universo se conmueve de horror desde la aparición de esa orgía de rostros y conductas gregarias llamada facebook. Es una especie de ronda de mate virtual que abarca y mancomuna a la humanidad toda. Encima hay tanta gente en el mundo. O sea, lo peor de todo es eso: uno se da cuenta de que hay mucha gente. Más y más y más y más humanos, todos con un nombre y con un apellido y con una cohorte de amigos y con un rostro; más y más y más y más, hasta que parece que nunca se van a acabar. Y pensar que ya con los pocos que había antes de facebook me alcanzaba para querer matarme...

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10. Me es taxativamente imposible usar tela de jean

Y ha sido así desde mis quince años, edad en la que arrojé sin mayores miramientos a la basura mi última prenda confeccionada con esa tela nefasta. Tal rasgo de mi personalidad no encuentra su origen en alguna irracional clase de fobia o en una inusual alergia orgánica, sino que se funda en tres variables perfectamente meditadas que pasaré a detallar de inmediato, razones de peso que me movieron a modificar mis hábitos.

En primer lugar, la variable térmica. Afecto como soy a los climas invernales, comprendí tempranamente que no podíamos coexistir un solo año más, conjugados, el verano, el pantalón de jean y yo: uno de los tres tenía que desaparecer para que mi zona sur pudiese respirar con desahogo. Estando, al menos de momento, fuera de mis facultades la capacidad de ahuyentar el estío, o de correr a piedrazos a Febo y ponerlo en fuga con dirección al hemisferio norte, mis metódicos cálculos arrojaron el inflexible resultado de que, así las cosas, quien debía partir al destierro era el insufrible pantalón vaquero. De modo que, remplazando su pesada y asfixiante tela por la más amigable ligereza de los lompas militares, pude saborear desde entonces el impagable bienestar de no volver a sentir mi región locomotriz comprimida dentro de esa extraña máquina de sudoración infernal que parece haber sido concebida en alguna mazmorra inquisitorial de la Edad Media.

En segundo lugar, encontramos la variable higiénica. Solicito al lector que, deslizando una adusta mano sobre el jean que, con escaso margen de error, adivino que tiene puesto, haga experiencia táctil de la cualidad de su tela. Así es: el jean, por más recién lavado que esté, parece sucio, como si estuviese mágicamente recubierto por una fina pero indeleble capa de perenne polvo. La tela de jean declama mugre: es parte de sus inextricables propiedades. Mi teoría es que el hilo con el cual se confecciona la tela de jean está hecho, él mismo, a partir de la pelusa que forma el polvo en nuestros hogares. Esa pelusa de polvo, cosechada de todos los pisos y rincones del orbe por escobillones industriales, y almacenada luego en depósitos gigantescos, es la materia prima con la que se hacen los jeans que enfundan a diez novenas partes de la humanidad. ¡Efímeros mortales, soy yo el que se los está diciendo! ¿Por qué nunca nadie quiere creerme? Como sea, está probado que cuatro de cada cuatro mujeres con las que salgo usan jeans, así que acaso no sea improbable que hasta yo me haya acostumbrado, a la larga, a imponer mis manos sobre esa roñosa porquería.

Y llegamos finalmente a la tercer variable, la filosófica. Se podrá aducir que la popularización del jean nació como un símbolo de rebeldía: concedido. Pero la rebeldía termina de serlo cuando se universaliza por completo. Estadísticamente, por cada persona que usa traje y corbata, hay, al día de hoy, 264 que usan jean. Puede así decirse que, a esta altura, el jean se ha consagrado indiscutiblemente como el uniforme mismo de la humanidad, detentando casi un abierto monopolio sobre el mercado de las gambas. Cuando los extraterrestres filman películas de ciencia-ficción en las que su planeta se ve invadido por belicosos y voraces terrícolas, tienen por convención cinematográfica ataviar a nuestros ejércitos hostiles no con trajes de astronauta, sino con jeans. Como contrapartida, todas las películas humanas que pintan distópicos mundos futuristas en los que una sociedad alienada y monocroma vive un ocaso de opresión, de vicio o de estupidez, coinciden en excluir por completo, de sus estrambóticas vestimentas, la tela de jean, dando a entender de ese modo, para inmenso regocijo de mi desbordante corazón, que al hombre le aguarda un espantoso y aterrador mañana en el que, al menos, no quedará vestigio alguno del antiguo reinado de esta asquerosa prenda de vestir. Así pues, te lo digo en tu propio rostro, maldito e insaciable jean, tú cuyos botones se asemejan, por su brillo, a los ojos de los tiranos, tú cuya cremallera se asemeja, por sus afilados dientes, a la diabólica sonrisa de los opresores: algún día el hombre, siguiendo mi glorioso ejemplo, se librará de ti. Así está escrito... al menos desde hoy.

La felicidad llama a mi casa

Sí: el mundo moderno, hecho a imagen y semejanza del mercader (aunque el dominio de la cultura se halle en manos del esclavo), nos ofrece a diario estas gratas sorpresas, como ser la de la felicidad llamando empeñosa e insistentemente a nuestros propios hogares. Lejos han quedado aquellos aciagos tiempos en los que uno tenía que luchar denodada e infatigablemente durante años en pos de la piedra filosofal de la dicha para, tras ingentes esfuerzos y desengaños, alcanzar finalmente un efímero y nada gratuito sucedáneo de esa miseria que se parece un poco, aunque no tanto, al fugaz vislumbre del reflejo de la sombra de la borrosa silueta de algo vagamente semejante a una dudosa felicidad. Ahora no: los avances de la humanidad en materia de tolerancia y derechos humanos han querido que se conformara lenta pero indefectiblemente, a lo largo y ancho del globo, una extensa red de solícitos y obsequiosos call-centers prontos a ofertarnos, directamente a nuestros hogares, las mieles y bienaventuranzas que siempre habíamos soñado, como ser, tarifa plana o ahorros varios en nuestra cuenta telefónica.

Pero momento: ¿quién les dijo, a estos que me llaman a cada rato, que yo quería ser tan feliz? El artista aborrece la felicidad como el león la ensalada de lechuga y tomate: no nos llena. Además, ya nos acostumbramos a respirar en otro medio, en el conflicto y en la desesperación alucinada, de modo que nuestras branquias sombrías se ahogan al ser sacadas de su hábitat natural. ¡Ay, esa luz nos enceguece demasiado pronto! Nuestra mente aprendió, de algún modo, a relacionar la felicidad con la estupidez, a elucidar que para ser feliz hace falta ser idiota, de modo que la felicidad nos humilla y degrada de manera inadmisible. ¡Lejos de mí semejantes goces de rebaño!

Pero basta ya de preámbulos, y pasemos de una buena vez a los bifes: inspirado una vez más en un comentario que hice en un blog ajeno, me dispongo a narrar las vicisitudes de aquel memorable día en el que le puse a la estupefacta felicidad un tremendo portazo en la jeta, mientras la pobre solicitaba amablemente entrada a mi morada. Por ello, canta, oh musa, la cólera del noctámbulo E., cólera funesta que causó infinitos males a los operadores de call-center y que precipitó al Hades a muchos telemarketers de Telefónica a quienes hizo presa de perros y pasto de aves.

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De los telemarketers, o modernos apóstoles de la Buena Nueva

Todo comenzó cierto atardecer lluvioso de junio en el que... bah, qué sé yo cuándo carajo fue, pasó hace años, cuando mi hermana se tomó sus primeras largas vacaciones en un neuropsiquiátrico. Noté que, a pesar de su ausencia, mi cuenta telefónica seguía viniendo abultadísima, lo cual era incomprensible toda vez que yo, sujeto solitario y en guerra con el mundo, no llamo jamás a nadie ni por error. Y fue de esta suerte, tras examinar con detenimiento la boleta, que vine a dar con el hallazgo de que tan inexcusable estado de situación encontraba su fuente en un supuesto "Plan Hogar de Familia bla bla bla" que me facturaban quién sabe por qué inhóspita razón desde la noche de los tiempos. ¿Hogar de Familia? Era un insulto inadmisible a mi cubil y a la proverbial disfuncionalidad de mi estirpe lupina, de modo que me comuniqué de inmediato con la empresa, Telefónica, a efectos de exigirles imperiosamente la remoción de semejante despropósito. Mis perentorios reclamos fueron prontamente oídos y encontraron inmediata satisfacción. Al mes siguiente, se verificó en mi factura un ahorro demencial, fenómeno que, si bien por un lado evidenciaba que me habían estado choreando durante meses, por el otro me confería la paz de saber que me había liberado a tiempo de la aviesa trampa. Lejos estaba yo de imaginar que, con ese triunfo, había labrado la total ruina de mi paz para los años venideros.

Porque, claro estará ya para el lector, no bien me hube zafado de la trampa la computadora alertó a los altos directivos de la empresa sobre la existencia de un oscuro sujeto, en Capital, que estaba pagando muy poco por el servicio. Tal transgresión no podía en modo alguno ser consentida, de modo que verdaderos enjambres de telemarketers fueron contratados para un solo fin: el de encajarme algún nuevo plan que, bajo la consigna del ahorro, me hiciese pagar más. Así, los apóstoles de la dicha comenzaron, uno tras otro, a abalanzarse telefónicamente sobre mí, ofreciéndome a toda hora felicidades desconocidas y definitivas. Evidentemente, no sabían con quién se estaban metiendo.

Se trataba, en su mayoría, de combatientes de poca monta, vendedores amateurs cuyo desmañado speech nada podía contra mi afinada dialéctica del mal, tímidos rookies de los que me deshacía, de manera elegante pero contundente, con apenas un par de frases matemáticamente pergeñadas para dejarlos anonadados. Y es que mis razones eran bastante irrefutables: ¿bajo qué nuevo principio de las leyes de mercado una empresa comienza a llamarnos, insistentemente y sin descanso, a las ocho de la mañana, a las cinco de la tarde, a las once de la noche, para rogarnos una y otra vez de rodillas que le paguemos menos? Perplejos, los espíritus de Adam Smith y Milton Friedman lloraban ante el demoledor golpe que Telefónica le propinaba a toda la lógica capitalista. Pero, como podrá suponerse, si bien quizás el fantasma de David Ricardo logró resolver el problema, habría sido asaz aventurado esperar lo mismo de los rústicos e improvisados operadores a los que ordenaban llamarme. Ninguno logró jamás responderme cómo conservaría su puesto o cobraría su sueldo a fin de mes si lograba encajarme un plan que minimizara las ganancias de la empresa que lo había empleado. Revelarme que la tarifa plana era una mentira les estaba vedado, de modo que debían reconocer su derrota y decir adiós.

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El empleado del mes, o la hábil táctica de ser muy pelotudo

Al ver que esta perezosa táctica, sólo exitosa con viejas y analfabetos, no les estaba dando buenos resultados, los directivos de la empresa decidieron pasar conmigo a una agresiva Fase B. La nueva estrategia era hábil: un operador me llamó y me informó abruptamente que mi sistema de facturación cambiaría a partir del mes siguiente. Hecho consumado. Mi respuesta fue casi tan inmediata como mi ira: si me llegaban a tocar la facturación se pudría todo. Pasé a explicarle que durante siglos me habían cobrado una locura y que recién hacía unos meses me estaban viniendo por fin precios razonables. Nada podría haberme preparado para las céleres palabras con las que me sorprendió mi interlocutor: «Nosotros siempre cobramos precios razonables». No, pará un poco, ¿con quién estaba hablando, con el nieto de José Telefónica? Pero ¿las abuelas y los familiares de estos infelices no tienen teléfono? Debo admitir que su respuesta me hizo, por primera vez en el prolongado intercambio de hostilidades con la empresa, titubear unos instantes. Pero no por su brillantez, sino porque no daba crédito a que la pelotudez humana pudiese alcanzar, en mi propio país, cotas tan delirantes. Tras tomarme unos instantes para reponerme, mi cólera para con este imbécil fue tan titánica que, sin apelar a un solo insulto, sin recurrir a una sola elevación del tono de voz, lo fui acorralando con un copioso torbellino de argumentos y razones sin cuartel hasta que... ¡me cortó!

La proeza había sido consumada. Los directivos de Telefónica, que iban siguiendo la conversación paso a paso a través de sus auriculares (claro, por eso el pibe dijo lo de los precios razonables), intercambiaron entre sí sombrías y silenciosas miradas cargadas de duda y desazón. El golpe había sido demasiado duro. Era hora de pasar a la Fase C. Entretanto, enviarían a sus rebaños de telemarketers a seguir bombardeándome a toda hora, acaso en la errónea creencia de que así lograrían desmoralizarme un poco antes de la batalla final, que estaba cada vez más cerca.


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El ocaso de los operadores


En el último piso de uno de los más elevados y lujosos edificios de Buenos Aires, la junta de directivos la recibió. Se trataba de la mejor vendedora histórica de la empresa, si bien ascendida ya a un cargo ejecutivo, una verdadera felina de las ventas cuyas increíbles hazañas y legendarios triunfos recorrían desde hacía años los pasillos de Telefónica en la modalidad de encendidas odas pindáricas que llenaban de asombro a los vendedores más jóvenes e inexpertos, de boquiabiertos semblantes. Acababa de ser sometida a un duro y extenuante entrenamiento especial, que incluía dos meses enteros en el Himalaya, al solo efecto de derrotarme. Tomó asiento delante de la junta de notables, encendió su notebook, se calzó los auriculares, y, para ir entrando en calor, vendió tres planes al hilo en sólo tres llamados efectuados al azar, con la distendida soltura de quien realiza un mero trámite. Solemnes aplausos celebraron cada una de sus concatenadas victorias, que inspiraron el intercambio de elogiosos comentarios entre todos los presentes. Entonces, marcó mi número.

Debo decirlo: era muy buena en lo suyo. Dio comienzo a la partida por medio de la célebre Apertura Lohengrin, esto es, iniciar un extenso diálogo omitiendo revelar desde dónde y con qué fin me está llamando. Alertado por la renuencia de mi interlocutora a poner sus cartas sobre la mesa, supe de inmediato que se trataba, una vez más, de Telefónica. Y supe que me habían enviado a una buena rival. Pasé, pues, al ataque, cortando en seco la amenidad del diálogo y exigiendo las razones de su llamado. Comprendiendo que su apertura quedaba desbaratada, blanqueó el motivo: tarifa plana para ahorrar en mis llamadas locales. Desdeñando inquirir por el recargo de las llamadas no locales o a celulares, que transforman cualquier tarifa plana en una cordillera, pasé sin más a mi viejo recurso: preguntarle cuál era la lógica de que una empresa me llamase para perder dinero.

Éste era el punto en el que todos los cachivaches anteriores habían caído irremisiblemente; pero esta mina sabía lo que hacía: no era una improvisada, no. Su respuesta fue tajante: el objetivo de Telefónica era conservar a sus clientes y que no se pasaran a otra empresa, como ser Telecentro. Tal era la razón de la munífica bondad que había llevado a esta pobre compañía a tocar una y otra y otra y otra vez mi puerta a fin de depositar a mis pies la cornucopia de la felicidad suprema. Lo único que tenía que hacer yo era dejar de temerle al éxito, dejar de mostrarme arisco ante el afecto del mundo, abrir por fin mi puerta al par que mi corazón, y recibir en mis trémulos brazos los inestimables dones y goces que la benevolencia sin igual de los empresarios telefónicos me hacía llegar de manera obsequiosa a través de esta magnífica emisaria.

Sí, reconozco su destreza... pero conmigo no te podés descuidar así. Su argumento era glorioso, pero mi contraataque fue tan inmediato cuan certero: «No, está bien, quedate tranquila, quedate tranquila que no me voy a pasar a otra empresa, no hace falta que me ofrezcan más nada». Una experimentada guerrera de su talla no tardó en reconocer que había sido derrotada, de modo que saludó, con un tono de dignidad herida, y cortó. Esto fue hace unos dos o tres meses, quizás más: juro que no me han vuelto a llamar desde entonces.


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El drama de la espera


Y continuando con mi modalidad de entradas largas pero pletóricas de riquezas, no me despediré sin hacer mención de los call-centers de atención al cliente. En este caso, más allá del millar de cosas que se pueden decir contra los ineptos trogloditas que te atienden, por ejemplo, en Speedy, convengamos que el rasgo más saliente pasa por la espera. La larga espera para que te atiendan mientras escuchás una musiquita enervante; luego, la larga espera mientras verifican tu problema; finalmente, la larga espera para que lo solucionen o para que lleguen, varios días después del indicado, los técnicos a domicilio. Lejos de ver en ello un sesgo negativo, creo que esas esperas son saludables para la psiquis social, ya que, si algo ha olvidado el ser humano a partir de la revolución tecnológica, es el terrible hecho de esperar. La inmediatez se ha vuelto un cáncer peligroso, que quita valor a todo cuanto consumimos y que nos revela, así, que la espera, después de todo, no carece de encanto. Los pibes de hoy, nativos 2.0, desconocen lo que es la espera, a la que sólo descubrirán de púberes en una parada del 107, o, ya de adolescentes, cuando, al advertir los defectos del Sistema, y al comprender lo desastrosas que son todas las alternativas al Sistema, exclamen por fin el consabido: «¡Y estos extraterrestres que no vienen!».

Con esto en mente, y tras una llamada que realicé a Telecentro, concebí de inmediato, en súbita y venturosa inspiración, una moderna obra teatral de vastas proporciones y polémicas consecuencias, tragedia dramática que sin duda ganará prontamente todas las librerías del país. Así pues, como regalo a los lectores de este blog maldito que, pacientes y acostumbrados a la espera, hayan llegado hasta el final de esta extensa entrada, he aquí, en exclusiva para ellos y a fuer de adelanto, el primer acto completo de mi obra.

ACTO I
Escena I
(Lugar: teléfono de casa.)
(Tiempo: hace 720 segundos.)

OPERADOR.- Aguarde un segundo en línea, por favor.
CLIENTE.- Güeno... (Espera 12 minutos en silencio.)

Fin del Acto I.

Haga patria: mate a un pobre

Antes de que enjambres enteros de progres comiencen a abatirse sobre mí, erizados por el título políticamente incorrecto de este post, que tanto indigna a sus morales superiores, ah, ellos, los inapelables santos rectores del siglo XXI, debo solicitarles que lleven a cabo una meticulosa relectura de ese mismo título pero teniendo presente la noción de que me apresto a realizar, por fin, inspirado por ciertos comentarios de la anterior entrada, un concienzudo y pormenorizado estudio de ese misterioso y sacralizado brebaje que recibe, de sus devotos acólitos, la ya mítica denominación de "mate".

Dando por superfluos todo tipo de divagues preliminares, me adentraré sin más en este furioso ensayo que se promete tan esclarecedor cuan provocador de conciencias adormecidas que no dudarán un instante en abandonar su eterna siesta y abulia matera para, poniéndose de pie, insultar y maldecir sin pausa mi desconocido nombre hasta el lejano fin de todas las centurias venideras.

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Hacia una genealogía del mate

Sacando fuerzas hasta de las últimas fibras de mi temple, me veo obligado, muy a mi pesar, a acometer el doloroso desafío de narrar, desde un comienzo, toda la negra tragedia de mi vida. Arrostremos, pues, la tarea de manera expeditiva. Fui concebido por accidente; desde mi confortable butaca en el útero materno, asistí, como mudo espectador, al apresurado casamiento de mis padres; finalmente, cumplí, siguiendo a pies juntillas el universal libreto de la vida, con todo el estúpido trámite y la burocracia del nacimiento, llenando de incomprensible gozo el pecho de mis familiares. Pero entonces comenzaron mis desventuras e infortunios. Se me confinó a un nombre que yo no había elegido; al poco tiempo, se me bautizó en una religión que no era la mía; y, por último, para coronar la espantosa comedia, se sacó provecho de la debilidad de mi aún incipiente intelecto infantil y, contrariando mi voluntad y vulnerando todos mis derechos a una elección madura al respecto, se me inoculó mate. Tras semejante infancia, como para que no terminase odiando a mi familia.

Pero demorémonos en las fatales circunstancias de ese último hecho. Cierto día pude observar, aunque sin comprender todavía las razones del fenómeno, que mis familiares se hallaban en una ronda de alegres y apacibles visos, entregados al diálogo y al consumo de churros y vigilantes; repentinamente, se me llamó por mi nombre y se me dijo: "Vení, nene, probá esto". Me acerqué en silencio y obedecí. Sí: era mate. Mi destino estaba sellado: con engaños, se me había hecho entrar al sistema.

Sin oponer mayores resistencias, trataba yo de adaptarme a lo que se me decía que era el mundo. Todos soñamos, alguna vez, con tener un nombre en la vida, con llegar lejos, y el único camino para tan portentosos logros es la sumisión. Pero mi entendimiento se afanaba, en vano, por comprender el misterio del mate. Se evidenciaba a mis ojos que la sagrada infusión proporcionaba cierto gozo y placer a mis congéneres, pero todas las auscultaciones personales a dicho respecto arrojaban la invariable conclusión de que era imposible verificar en mi organismo los mismos resultados. Se traducía así, el mate, en un símbolo más de las inagotables insatisfacciones personales que me ocasionaba la idiotez de transitar por los mismos senderos que el ser humano fatigaba en multitud.

Y entonces llegó mi pubertad, gloriosa y liberadora, con todo su inconcebible séquito de noes. Si aún no la de mi cuerpo, al menos la musculatura de mi maldad se había desarrollado lo suficiente como para patear, al fin, todos los tableros, incluso aquellos en los que no estaba jugando ni pensaba jugar. Y fue así que, en un histórico acto de sana y provechosa locura, elevé un día mis rencorosos ojos al cielo y, con un contenido grito de cólera, renuncié para siempre a Dios. Y con él, al mate.

Niños, antes de precipitarse a imitar mis épicas acciones tengan en cuenta que, desde entonces, mi vida no ha sido nada fácil. La libertad tiene su precio, tan alto como el del arte: no cualquiera puede estar dispuesto a pagar su cuota inapelablemente vitalicia. Es una renuncia que trae aparejadas otras mil renuncias, muchas de ellas indeseables. Como aquel que renuncia al celular y descubre que las dificultades del levante se multiplican por mil en estos tiempos hechos a imagen y semejanza del mercader y del cobarde, el que renuncia al mate descubre que, sin querer, ha renunciado a toda camaradería y complicidad con el género humano. Tanto mejor. No es algo que nos pese demasiado a los que nacimos con pasta de exiliados, mas la circunstancia es digna del reparo de los individuos triviales. Porque una cosa es renunciar al mate viviendo en Finlandia, pero otra cosa es hacerlo cuando se trabaja en fábricas, remiserías y todos los antros que me han visto pasar como a un oscuro peregrino invernal por siempre desterrado de las cálidas rondas humanas.

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Hacia una ética del mate

Vamos a decirlo sin palos en la lengua: el mate queda refutado por el simple hecho de que su consumo se basa en un principio de succión. Punto. Esto es razón suficiente para abolirlo. El mate cocido se entiende; el mate, no. Es como revivir la succión del pecho materno, y acaso de allí derive el nombre de esta infernal pócima telúrica.

Este inefable principio de succión determina que el mate se posicione cómodo en el top five de los alimentos que más hacen poner cara de boludos a sus eventuales consumidores. Hay que hacer piquito para tomarlo. Asumir cara de mosquito, de pájaro. Y si acontece el reconocido fenómeno de la bombilla tapada, las consecuencias pueden alcanzar cotas delirantes. El mateador succiona, desesperado, transido de una indecible avidez por exprimir unas gotas más de esa agua que se le niega como a un grotesco Tántalo, mientras su rostro adquiere tonalidades emparentadas ligeramente con el escarlata, pero en vano. La OMS ha advertido sobre las secuelas de esta temeraria práctica: ojos que se hunden dentro del cráneo, dentaduras postizas que se atraviesan en el esófago, bombillas que como proyectiles se alojan en la masa encefálica, mandíbulas que se dislocan, rostros cuya musculatura se petrifica en una mueca sardónica. Según recientes e irrefutables datos estadísticos, el 74% de las muertes producidas por el mate tiene su origen en una bombilla tapada.

Otro punto que refuta al mate, como bien señalé en el comentario que aquí amplío, es la absoluta inconsecuencia de su mezquina capacidad de porte. Estudios científicos demuestran que, en promedio, cada cebada de mate proporciona al consumidor, en total, unos 4 cc de agua. Así, se necesitan aproximadamente 312 mates para beber el equivalente a una taza de café. Lo cual nos lleva a la conclusión de que el mate es una bebida propia de países de gente muy ociosa, que dedica casi todo su tiempo existencial a esperar a que la pampa fértil dé sus frutos y cosechas. El mate, con la meticulosa observación de sus ritos eleusinos primero y con la larga concatenación de cebadas sin término necesarias para satisfacer al consumidor luego, se nos revela como impensable en pueblos emprendedores y vertiginosos que se afanan por alcanzar la cima del éxito. Para decirlo sin ambages: el misterio del fracaso argentino radica en el mate. Nunca una nación de pasivos y remolones cultores del mate podrá derrotar a una vigorosa y acelerada nación de adustos bebedores de feca.

Y ésa es la ética del mate: la ética del ocio, de la espera, de la sumisión, de lo inevitable. El mate nos dice: "¿Para qué levantarse y luchar, si la muerte nos llega lo mismo?". Expresa así el mate toda la convicción de un destino implacable, ante el cual nos sentimos indefensos, desarmados. ¿Suponen que estoy delirando? Deténganse un minuto a observar cualquier grupo de sanos mateadores: ya me dirán si estoy en lo cierto o no. Escuchen sus conversaciones, tan achatadas, pasivas, resignadas. Se dice que el mate les quita el hambre; lo que no se dice muy a menudo es que lo hace también en el sentido más lato de la palabra. Quien bebe mate no aspira a la gloria.

Pero hay algunos que son peores: los que acompañan el mate con bizcochos 9 de Oro. Que no se atreva jamás a solicitar mi amistad el infame que no opte por la desprejuiciada vitalidad nietzscheana de los Don Satur. La ética de los Don Satur es la ética de la vida, brutal y sincera: casi contrarresta, por un segundo, al mate; en cambio, en los 9 de Oro, de despreciable pulcritud y sequedad, se encierra una moral estancada y falaz, auto-negacionista, fétida, corrompida, la artificialidad de una imagen remilgada que insulta la esencia misma del bizcocho de grasa, la pedantería de encumbradas pretensiones de aparentar lo que no se es. Un bizcocho que no quiere reconocerse a sí mismo como bizcocho, con toda la humilde dignidad que ello comporta, y se traviste de galleta. Si el mate es a la acción lo que la religión a la vida, el 9 de Oro es al mate lo que Tartufo a la Iglesia cristiana.

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Jaque mate

Para no alargar este ensayo hasta instancias impredecibles, considero prudente concluir aquí con sus acendradas implicaciones, si bien es aún mucho lo que guardo para decir sobre el fascinante tema de este verdadero opio de los pueblos, que debería ser objeto de profundo análisis para todo historiador y sociólogo argentino que quisiera hallar las sólidas razones de un fracaso inexplicable. Bombilla mata libro y alpargata.

En fin, mientras el humano sigue sorbiendo con gusto su mate sempiterno, profundo, inagotable, yo seguiré forcejeando un rato más con la bombilla de la vida, que sin lugar a dudas se me ha tapado: por más que tiro y tiro, hace rato que no saco nada de ella. ¿Y? Acaso sea hora de, cambiando súbitamente la dirección del aire, soplar con furia y salpicar con alevosía a todos los que se hallen cerca de mis fatídicos pasos de exilio y de sombra.

La vuelta a los chinos en 80 pesos I

Mucho se ha dicho y escrito ya sobre esa indiscutible institución barrial, que a menudo asume visos de verdadera plaga, conocida como "los chinos"; tanto, que todo lo que se agregue sobre ella estará irremisiblemente condenado a ocupar un apretado sitio, usualmente de pie, en el melancólico colectivo gris de los intrascendentes y olvidables lugares comunes. Tal es la sublime razón por la cual, preso de una vesánica furia contra las restricciones limitáneas de la mente humana, me apresto, con alma aventurera y, menester es decirlo, algo embriagada por la hybris, a abordar una vez más la trilladísima cuestión, sin desconocer que mis chances de fracaso en tan alocada empresa son muy superiores a las que un simple mortal puede arrostrar sin abismarse, al hacerlo, en la inevitable perdición de su alma. Nada que no haya perdido antes, vale aclararlo.

Pero adentrémonos en esta delirante aventura acompasando un poco nuestro vuelo, para lo cual será mejor novelar la expedición, digna de una galopante trilogía épica cinematográfica, en acotados y certeros capítulos cuyas divisiones puedan dar algo de respiro a nuestras trémulas alas de cera, que ya sucumben bajo los ardientes rayos de los tubos fluorescentes del techo del supermercado.


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Capítulo 1 - Del horario de los chinos

Vamos a decirlo de manera simple y contundente: los chinos se argentinizan. Ya está hecho. Ahora vamos a desarrollarlo. Si algo ha caracterizado mi vida en estos últimos años, consagrados a vivir del crimen desorganizado, es la caprichosa e inescrutable irregularidad horaria para, haciendo inhumano acopio de fuerzas, abandonar por fin el lecho y abrir mis ojos a los rayos oblicuos de la tarde. Despertando con harta frecuencia en esas horas que siguen al mediodía, mis primeras comprobaciones edilicias del organismo que sirve de base a mi cerebro solían anunciarme que un incipiente hambre, de variable voracidad, comenzaba a gestarse velozmente en mis entrañas. Pero, tras auscultar con detenimiento las impasibles agujas de algún reloj, mi entendimiento comprendía que esa repentina voracidad que me acababa de asaltar coincidía indefectiblemente con el preciso momento en el cual todos los negocios barriales se hallaban con las persianas hoscamente bajas. Naturalmente, mis pasos se dirigían hacia alacenas y heladera, en cuyos desiertos interiores de despojados rincones se evidenciaban las estridentes consecuencias de la consuetudinaria imprevisión de mi vida, de suerte que, hambriento y sin alimento alguno en el horizonte, indecibles penurias me atormentaban hasta las 17 de la tarde, glorioso instante en el que, coronando con éxito mi prolongada vigía callejera, los almacenes tanos y gallegos entrabrían lóbregas puertas a través de las cuales, famélico, me arrojaba de palomita. Al día siguiente, empero, lejos de satisfacer mi hambre mediante acertadas medidas tomadas de antemano por una previsión madura, hija de un avisado aprendizaje basado en la experiencia, la misma atolondrada falta de planificación alimentaria me sumía, al levantarme, en esos lacerantes pozos de desesperación que eran mi pasto diario.

Pero entonces tuvo lugar el extraño portento que lo cambiaría todo: llegaron, desde nadie sabe dónde, los chinos al barrio. Venían cargando, sobre sus entusiastas hombros, la incomprensible cultura del trabajo, tan ajena a nuestras pampas como sus ojos rasgados. Inconcebiblemente, estos chinos ponían supermercados cuyas puertas ostentábanse abiertas todo el día de corrido, sin cerrar a la hora de la siesta, o sea, durante los censurables horarios de mi cotidiano despertar. Tras vencer ciertas repugnancias inherentes a mi xenofobia militante, comprendí que el eje gravitacional de mi vida acababa de modificarse por completo: los mercaderes chinos habían llegado para salvarme de los tormentos y horrores del hambre. Desde desconocidas horas de la mañana, cuando abrían entre brumosas penumbras nunca vistas por el porteño nato, hasta las 22 de la noche, sin parar ni sábados, ni domingos, ni feriados (¡ah, cuántos feriados los nativos hemos podido comer únicamente gracias a los chinos y sus inestimables mercancías!), estas loables máquinas amarillas parecían constituidas y programadas al solo efecto de proveer de sustento a millones de argentinos, pero sobre todo a aquellos que, como yo, eran bastante improvisados y poco sistemáticos a la hora de efectuar sus compras.

Mas tal estado de dicha no iba a durar para siempre. Si bien en los elevados cenáculos del universo científico aún se discuten las causas, no fue difícil para mí notar que, al mes de vivir en Argentina, los chinos, empezando a contaminarse con el aire porteño, comenzaban a cerrar a las 21 de la noche; a los dos meses, se los veía abrir menos horas durante los fines de semana; y al semestre de recibir el influjo pampeano sobre sus sentidos, ya totalmente inficionados de nuestro talante nacional, daban en cerrar, ¡ay, horror de horrores!, durante las apacibles horas de la siesta. Acudía yo, como todos los días, a hacer acopio de dudosos sustentos en los cuales saciar las desordenadas apetencias de mi irregular conducta, y hete aquí que las persianas de ese verdadero paraíso de víveres salvadores se hallaban herméticamente cerradas. ¡Mi vida se desmoronaba en un infame instante de supremo espanto! En frenética locura, comenzaba a correr al azar y sin rumbo por las calles, ciego, delirante. Pero, alabado sea Mao, tres cuadras más allá mis ojos percibían, repentinamente, unas mágicas brumas religiosas de color celeste, que se resolvían no en una imagen de la Virgen sino en unas rejas que resultaban a mis sentidos tan inconfundibles cuan amadas: unos nuevos chinos, recién llegados de las tierras asiáticas, acababan de poner un nuevo supermercado, aún respetuoso de las maratónicas jornadas laborales propias de su país de origen.

De ese modo, estos chinos-chinos pasaban a ocupar en mi agenda barrial el lugar de los antiguos chinos-argentos, y todo seguía su curso natural. Hasta que, a los seis meses, el ciclo se repetía, ocasionando una nueva migración de mis compras en busca de chinos recién llegados que permaneciesen aún ignorantes de los grandes vicios que nos engrandecen a los argentinos como raza, mieles ante las cuales sus hermanos de vanguardia ya habían sucumbido inexorablemente, pues alcanzar los recónditos secretos y misterios de la argentinidad práctica es algo que no carece de tentaciones y encanto, incluso para chinos de pura cepa. Puede decirse que el ciclo de la metamorfosis argentinizante queda completo cuando acudimos a los chinos un feriado y hallamos, con pasmo y desazón, petrificados en una confusión paralizante, que sus persianas se encuentran inexplicablemente bajas. Tendría que ser política de Estado: cuando un chino cierra un feriado, merece que se le otorgue instantáneamente la ciudadanía argentina y que se le permita votar en nuestros comicios nacionales; antes no.

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Capítulo 2 - Del interior de los chinos

Habiendo comprendido a fondo el teorema del horario de los chinos, iniciemos pues nuestra aventura partiendo hacia nuestro supermercado de cabecera, pero tomando la previsora medida de hacerlo a la hora adecuada según el eventual grado de argentinización en el que se verifiquen las costumbres laborales de sus encargados. Nos acercamos por fin a los umbrales de lo desconocido, y encontramos entonces una larga enumeración, ya sí, de odiosos lugares comunes que, sin embargo, nunca estará de más epitomar ligeramente: el color de las rejas que nos anuncia si el súper obedece a la órbita del partido comunista chino o a la de la mafia china (si bien tengo para mí que la mafia y el partido dominante son, como en tantos países, una misma cosa); las heladeras que se apagan de noche; el chino de la incomprensible uña larga; la china que está comiendo una especie de árbol; el chino que justo deja de entender el castellano cuando le debe guita a algún proveedor; el bebito chino de dos años que siempre tienen (juro que nunca vi un chino de cinco o de diez); y un larguísimo etcétera con el que alcanzaría hasta para hacer dulce de chinos. Podría desgranar varios de estos consternantes asuntos, asomándome con alma resuelta y temeraria a recónditos misterios dignos de un abordaje científico y sistemático, pero, en aras de la brevedad, me limitaré a privilegiar aquellos fenómenos que lograron captar con más fuerza mi interés especulativo.

La conseja de las heladeras apagadas, transmitida de vieja en vieja con aterrorizados acentos y entrecortados susurros, es un fenomenal mito urbano que nunca ha dejado de sorprenderme. No tanto por el hecho de constituir un mito, pues la historia bien puede ser verídica y digna de crédito, sino, al contrario, por las abominables implicaciones cuya veracidad arrojaría, como una ominosa sombra de maldita duda, sobre las tambaleantes convicciones inculcadas en nuestros inocentes entendimientos por la hipócrita ciencia occidental. Y es que, en caso de ser cierto que los chinos, para ahorrar abusivos gastos en la tarifa eléctrica, apagan las heladeras durante las horas de la noche, la correcta lectura del eventual dolo no sería "los chinos son malvados", sino, antes bien, "todos los demás son boludos".

Comprendí esto cierto atardecer de diciembre en el que, mientras observaba al azar algunas góndolas promisorias, capté con el rabillo del ojo a una madre que, parada frente a la heladera, tomaba de ella un Danonino y un yogur Ser. En un primer y apresurado momento, el hecho me pareció indignante, como es lógico: las cosas que le venden a la gente; pero, tras cavilar sobre el asunto con mayor tranquilidad, midiendo el singular evento con el sereno compás de la filosofía, arribé a la conclusión de que, si una madre y un niño comían productos procedentes de las heladeras chinas y no enfermaban, esto significaba que el verdadero mito era el de la cadena de frío, patraña inventada por el maquiavélico bipolio Edesur/Edenor para enriquecerse a costa de los supermercadistas más ingenuos. Desde entonces, mi política es que, si los chinos apagan las heladeras de noche y nosotros no caemos enfermos al consumir alimentos cuyas propiedades fueron sometidas a las arbitrarias inclemencias de constantes cambios climáticos, hacen bien: que José Carrefour se joda por salame. Además, es un ahorro de energía: los talibanes ecologistas tendrían que agradecer por ello a la sórdida avidez pecuniaria del capitalismo chino.

El otro tema en el que es mi deseo echar las anclas de mis especulaciones es el del bebito chino de dos años que hace las delicias de las vecinas que, mediante la simpatía que les arranca ese niño, logran comunicarse con sus pares chinas en el universal lenguaje de la maternidad. Puede que una china y una argentina no tengan nada en común: ni lenguaje, ni costumbres, ni objetivos, ni intereses, nada de nada, dos mundos distintos, ajenos, incomprensibles, inabordables; pero he aquí el chinito de dos años que hace su aparición, dando unos toscos primeros pasos en dirección al sector de cajas: de inmediato las sonrisas afloran en los semblantes de argentinas y chinas por igual, ciertas inflexiones boludas de la voz con la que se habla a la criatura son prontamente reconocidas con gusto por las madres antípodas, y, de ese modo, todas las circunstantes quedan, a pesar de las infranqueables barreras idiomáticas, mágicamente mancomunadas en el eterno alfabeto del amor materno. Sin pretención alguna de emitir juicios éticos o estéticos sobre las conductas ajenas, no digo que esto esté bien ni que esté mal, sino que, cada vez que el portentoso episodio se produce, tan sólo me limito a observarlo en silencio desde algún ignorado rincón, entre perplejo y azorado, meditando para mis adentros sobre el singular hecho de que los humanos de todas las razas y naciones encuentren tanta facilidad para comunicarse y tenderse lazos entre sí mientras que yo, habiéndome gastado en aprender un par de idiomas, todavía no haya podido entenderme nunca con nadie... salvo quizás con artistas y pensadores que hace siglos están muertos y olvidados, y que acaso haya sido poco menos que muertos y olvidados como vivieron entre los demás humanos y semejantes de su tiempo.


(No teman, lectores, que esta electrizante novela de aventuras continuará. Próximamente, nuevos capítulos en los que nos sumergiremos en cuestiones tan pasmosas como los productos de los chinos y las odiseas de la cola...)