El leer este blog es perjudicial para la salud. Ley No. 43.744.

Preñado de indescriptible horror

(Advertencia: esta entrada es de lo más espeluznante que jamás se ha publicado en este blog. Se desaconseja su lectura a naturalezas sensibles y al ser humano en general.)


Quien combate a un vampiro, recurre a un crucifijo; quien persigue a un hombre lobo, echa mano de una bala de plata; quien enfrenta a un progre, saca a relucir una pala; quien quiera luchar contra mí y derrotarme sin atenuantes, ponga ante mis espantados ojos la prominente panza de una humana embarazada. Pocas cosas en el mundo me generan tanto pánico, desagrado, impotencia y horror como esos abultados vientres, de marcadas venas y de piel estirada más allá de sus posibilidades racionales, tocados en su centro por un desorbitado ombligo que amenaza con salpicar de un momento a otro, cual volcán en funesta actividad, nuestros rostros con un viscoso y mortal chorro de pibe.

Sí, soy fóbico a todas las formas y avatares de la hembra humana en sus diversos estadios de preñez. Cierto día, en plan de psicoanalizarme a mí mismo con más certeza y profundidad que la que jamás podría alcanzar un estúpido lector de Freud y otras fábulas por el estilo, creí descubrir, en un descomunal ejercicio de memoria, el origen mismo y la raíz última de mi singular patología. Porque un psicólogo de manual me habría intentado tranquilizar asegurándome que mi fobia dimana de los recuerdos inconscientes de la panza de la difunta portando el feto de mi hermana, temprana enemiga de los privilegios de mi infantil monarquía, encontrando también allí la explicación para mi xenofobia militante: estos inmigrantes vienen a quedarse con todos mis juguetes y a poder agredirme impunemente dado que la madre estatal siempre defenderá al más débil, poniéndome en penitencia cuando quiera que mi sagrado derecho a la violencia intente hacer algo de justicia frente a las desenvueltas provocaciones de esos advenedizos rostros que, no se sabe cómo, entraron en mi hogar. Pero no, mi fobia al embarazo no se originó allí, ni tampoco es producto de mi horror a la madurez y a las responsabilidades de la vida adulta, sino que proviene de una lejana historia que amerita ser narrada.

Viajaba cierta vez, con toda mi virginal inocencia a cuestas, durante los cándidos días de una sencilla y despreocupada infancia, en un colectivo de no sé qué fatídica línea. Iba sentado en la última fila de los asientos dobles, del lado del pasillo, junto a otro niño que se había quedado dormido contra la ventana. Entonces, ascendió a la unidad un monstruo extraño y desconocido, portento nunca antes visto por mis ojos, asquerosa quimera mitad pendejo mitad mujer. Como era de esperarse (yo habría hecho lo mismo), nadie tuvo la cortesía de ofrecerle asiento alguno. Tal como sucede en esas pesadillas en las que, parados en medio de una copiosa multitud, las calamidades de turno comienzan a perseguirnos sólo a nosotros dejando en paz a todo el resto, la embarazada llegó hasta mi asiento y, viendo en él a dos diminutos niños, me preguntó si podía correrme hacia el centro a fin de hacerle un lugar a mi lado. Con la plena y vigente conciencia de todos mis inalienables derechos, le respondí que no. Pero entonces apareció el superhéroe de turno y, advirtiendo ya en mí las aún indecisas pero indiscutibles trazas de un futuro talento para las acciones villanescas y el dolo, me dijo con recia e imperiosa voz, detrás de unos bigotes llenos de autoridad  y poder: "¿POR QUÉ no le hacés un lugarcito a la señora, que está embarazada?". Conociendo que mi edad (tendría siete años) era un severo impedimento para entablar disputa con un fornido personaje de serie televisiva (el tipo era idéntico al protagonista de la ochentosa "Magnum"), me vi forzado a obedecer, pero no sin retener en mi mente esa última palabra de su pregunta. Desde ese inolvidable día, no pude volver a contemplar una mujer transitando un avanzado mes de embarazo sin experimentar urentes sensaciones de miedo, rencor, odio y deseos de venganza.

Como sea, las embarazadas lo mismo me dan asco porque, como si fuera poco el desagrado que me generan los humanos por sí solos, lo único que falta es que se presenten a mi vista, en inconcebible combinación, dos de ellos en uno, espantable oferta que no deseo aprovechar. A veces las veo lucir con ostensible orgullo esos vientres ensanchados por infernal levadura, a punto de reventar, y me pregunto qué clase de mérito puede haber en la preñez, nada sorprendente efecto de una desafortunada polinización accidental. Que alguien sienta orgullo por un título universitario, lo entiendo; que alguien sienta orgullo por un éxito profesional, deportivo o lo que fuere, lo entiendo también; pero que alguien sienta orgullo por haberse apareado, no. Cualquier mamífero, reptil o insecto lo hace. Quizás sientan orgullo por engendrar una vida, no comprendiendo que engendrar una vida es, en definitiva, engendrar una futura muerte. Todo padre es un asesino; los genocidas o los chorros son, meramente, aceleradores de un proceso inevitable, del cual sólo los padres son culpables verdaderos.

Además, ¿nadie va a atreverse nunca a decirles a los humanos que ya son demasiados? ¿Qué es esta locura de seguir teniendo hijos, de seguir cambiando pañales, de seguir musicalizando los pisos de abajo de mi edificio con incesantes llantos que no me dejan pensar ni un segundo en paz? Cualquier persona que se tome el sencillo trabajo de consultar un nombre al azar en google, digamos Edgardo Loyola, descubrirá, lleno de asombro, no sólo que esa persona inventada existe, sino que además existen varias del mismo nombre y que, por añadidura, todas tienen perfil de Facebook. Cada uno de esos perfiles cuenta con entre cien y quinientos amigos, distintos entre sí, los cuales a su vez se ramifican en otros tantos tentáculos que, de ese modo, se van expandiendo por el universo entero, colonizándolo todo como un virus imparable. Calculadora en mano, uno puede arribar, en cuestión de instantes, a la inamovible conclusión de que en el mundo hay mucha gente, incluso demasiada, más de la que hace falta. Pero los humanos se obstinan en seguir replicándose, ciegamente, como células cancerígenas. Y entonces la Naturaleza, provista de sabios anticuerpos para combatir el pernicioso avance de la enfermedad, envía un tsunami, un cismo, un virus mutado, un fin de semana largo con "buen tiempo" para que se maten todos en la ruta; pero nadie parece querer escucharla, nadie entiende.

Sin embargo, la cantidad de los humanos que siguen naciendo es lo de menos si traemos aquí a colación la calidad de los hijos del nuevo milenio. Cualquier ser pensante que haya leído "La rebelión de las masas" y que se haya atrevido a multiplicarla por diez en su imaginación tendrá un panorama bastante fidedigno y acabado del mundo actual. No hay que ser tampoco un genio en matemáticas y estadísticas para comprender que, cuanto más crece la tasa demográfica del universo, más imbécil se torna la humanidad. Baste con observar el tipo de música que escuchan las nuevas generaciones: no creo que nadie en su sano juicio esté en condiciones de discutirme con sustento, por más de doce segundos, que la música insufrible de hace veinte años era unas cuarenta veces superior a la música insufrible actual. O por lo menos más digna, dado que la hacían hombres como Alcides en vez de extrañas cruzas entre un villero y un tamagotchi.

Y este fenómeno se verifica asimismo en todos los demás ámbitos del arte y de la vida: por ejemplo, desafío al mundo entero a elegir la peor película de horror de los 80 y a compararla casi con cualquiera de los últimos cinco años. Así es, la diferencia salta a los ojos de inmediato: en los 80, y antes, se hacían películas malas, pero ahora no sólo se siguen haciendo películas igual de malas, sino que además esas películas te quieren tomar por pelotudo. Y allí reside, precisamente, la clave de su éxito comercial. Esto es lo que el kirchnerismo logró entender al notar que, cuanto más tomaba por pelotudo, desmemoriado, manipulable e ignorante al pueblo, más veía crecer sus índices de popularidad y adhesión. ¿Y quién soy yo para reprocharles que hayan descubierto la fórmula del éxito? Así pues, por si todo lo anterior fuera poco, el simple hecho de ver una mujer embarazada conlleva para mí la absoluta convicción de que en su vientre porta, ineluctablemente, una criatura que, aunque maneje más información, tendrá muchas menos neuronas que el humano promedio de la actualidad. Y eso solo ya es motivo suficiente para aborrecer esa panza nociva, portadora de un embrión más que garantice el inexorable proceso involutivo del hombre.

Cuando, hace no muchos años, dediqué algunas horas de mi ocio a entablar una luctuosa guerra de repúblicas contra Platón, pensando inocentemente que la humanidad era modificable y que la política podía servir de algo, había decretado, como una de las leyes pilares de mi invencible super-Estado, la prohibición absoluta de las embarazadas, con la pena de muerte como castigo más contemplativo y benévolo. Naturalmente, el destino quiso que viviese lo suficiente como para ver a mi propia nación convertirse en un horroroso Estado de Jauja capaz de incentivar los embarazos con estipendios dinerarios.

He aquí un hombre que concibió, tras años de estudio, una brillante idea que podría cambiar el curso de la Historia: que se arregle solo; he aquí otro hombre que presta innumerables servicios a sus sufridos conciudadanos: bárbaro, que pase a cobrar por ventanilla en su vida tras la muerte, si es que la hay, y que pregunte por Dios; he aquí una mujer que, con cuatro tequilas encima, se abrió de gambas imprudentemente un sábado a la noche: corran cuanto antes los Reyes Magos estatales a depositar oro y el eterno agradecimiento del Mundo a sus pies.

Soy muy facho, sí, y gorila y peronista y destituyente y todas las demás cosas que me quieran endilgar los buenos, los solidarios y los justos, pero quiero aclarar, por esta única vez, que el embarazo no tiene ni raza ni clase: me produce náuseas en todos los estamentos sociales por igual. Está bien, que la hembra humana se fecunde si quiere: ya ha dado a luz a muchos grandes genios, del pasado y del presente, cuyas obras disfruto; pero que al menos se esconda, que acuda a un leprosario para embarazadas, no sé, que haya un horario de restricción, algo, pero no quiero que el intimidatorio espectáculo de su panza descomunal se presente impunemente ante mis estupefactos y ateridos ojos. Me da tanto asco como el que a ella, amante de la vida, le produce la visión de mi pálido y funesto semblante de muerte. Dicen que si por delante de una embarazada se cruza un gato negro, nada sucede; pero, si me le cruzo yo con mis negros atavíos, ese niño que porta en su festejado vientre materno queda maldito para siempre: su vida ya no será sino un calvario de concatenadas agonías. Que alguien popularice ya esa improvisada leyenda, a ver si de ese modo logro que esas ambulantes fábricas de engendros me eviten por amor a sus retoños.