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Haga patria: mate a un pobre

Antes de que enjambres enteros de progres comiencen a abatirse sobre mí, erizados por el título políticamente incorrecto de este post, que tanto indigna a sus morales superiores, ah, ellos, los inapelables santos rectores del siglo XXI, debo solicitarles que lleven a cabo una meticulosa relectura de ese mismo título pero teniendo presente la noción de que me apresto a realizar, por fin, inspirado por ciertos comentarios de la anterior entrada, un concienzudo y pormenorizado estudio de ese misterioso y sacralizado brebaje que recibe, de sus devotos acólitos, la ya mítica denominación de "mate".

Dando por superfluos todo tipo de divagues preliminares, me adentraré sin más en este furioso ensayo que se promete tan esclarecedor cuan provocador de conciencias adormecidas que no dudarán un instante en abandonar su eterna siesta y abulia matera para, poniéndose de pie, insultar y maldecir sin pausa mi desconocido nombre hasta el lejano fin de todas las centurias venideras.

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Hacia una genealogía del mate

Sacando fuerzas hasta de las últimas fibras de mi temple, me veo obligado, muy a mi pesar, a acometer el doloroso desafío de narrar, desde un comienzo, toda la negra tragedia de mi vida. Arrostremos, pues, la tarea de manera expeditiva. Fui concebido por accidente; desde mi confortable butaca en el útero materno, asistí, como mudo espectador, al apresurado casamiento de mis padres; finalmente, cumplí, siguiendo a pies juntillas el universal libreto de la vida, con todo el estúpido trámite y la burocracia del nacimiento, llenando de incomprensible gozo el pecho de mis familiares. Pero entonces comenzaron mis desventuras e infortunios. Se me confinó a un nombre que yo no había elegido; al poco tiempo, se me bautizó en una religión que no era la mía; y, por último, para coronar la espantosa comedia, se sacó provecho de la debilidad de mi aún incipiente intelecto infantil y, contrariando mi voluntad y vulnerando todos mis derechos a una elección madura al respecto, se me inoculó mate. Tras semejante infancia, como para que no terminase odiando a mi familia.

Pero demorémonos en las fatales circunstancias de ese último hecho. Cierto día pude observar, aunque sin comprender todavía las razones del fenómeno, que mis familiares se hallaban en una ronda de alegres y apacibles visos, entregados al diálogo y al consumo de churros y vigilantes; repentinamente, se me llamó por mi nombre y se me dijo: "Vení, nene, probá esto". Me acerqué en silencio y obedecí. Sí: era mate. Mi destino estaba sellado: con engaños, se me había hecho entrar al sistema.

Sin oponer mayores resistencias, trataba yo de adaptarme a lo que se me decía que era el mundo. Todos soñamos, alguna vez, con tener un nombre en la vida, con llegar lejos, y el único camino para tan portentosos logros es la sumisión. Pero mi entendimiento se afanaba, en vano, por comprender el misterio del mate. Se evidenciaba a mis ojos que la sagrada infusión proporcionaba cierto gozo y placer a mis congéneres, pero todas las auscultaciones personales a dicho respecto arrojaban la invariable conclusión de que era imposible verificar en mi organismo los mismos resultados. Se traducía así, el mate, en un símbolo más de las inagotables insatisfacciones personales que me ocasionaba la idiotez de transitar por los mismos senderos que el ser humano fatigaba en multitud.

Y entonces llegó mi pubertad, gloriosa y liberadora, con todo su inconcebible séquito de noes. Si aún no la de mi cuerpo, al menos la musculatura de mi maldad se había desarrollado lo suficiente como para patear, al fin, todos los tableros, incluso aquellos en los que no estaba jugando ni pensaba jugar. Y fue así que, en un histórico acto de sana y provechosa locura, elevé un día mis rencorosos ojos al cielo y, con un contenido grito de cólera, renuncié para siempre a Dios. Y con él, al mate.

Niños, antes de precipitarse a imitar mis épicas acciones tengan en cuenta que, desde entonces, mi vida no ha sido nada fácil. La libertad tiene su precio, tan alto como el del arte: no cualquiera puede estar dispuesto a pagar su cuota inapelablemente vitalicia. Es una renuncia que trae aparejadas otras mil renuncias, muchas de ellas indeseables. Como aquel que renuncia al celular y descubre que las dificultades del levante se multiplican por mil en estos tiempos hechos a imagen y semejanza del mercader y del cobarde, el que renuncia al mate descubre que, sin querer, ha renunciado a toda camaradería y complicidad con el género humano. Tanto mejor. No es algo que nos pese demasiado a los que nacimos con pasta de exiliados, mas la circunstancia es digna del reparo de los individuos triviales. Porque una cosa es renunciar al mate viviendo en Finlandia, pero otra cosa es hacerlo cuando se trabaja en fábricas, remiserías y todos los antros que me han visto pasar como a un oscuro peregrino invernal por siempre desterrado de las cálidas rondas humanas.

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Hacia una ética del mate

Vamos a decirlo sin palos en la lengua: el mate queda refutado por el simple hecho de que su consumo se basa en un principio de succión. Punto. Esto es razón suficiente para abolirlo. El mate cocido se entiende; el mate, no. Es como revivir la succión del pecho materno, y acaso de allí derive el nombre de esta infernal pócima telúrica.

Este inefable principio de succión determina que el mate se posicione cómodo en el top five de los alimentos que más hacen poner cara de boludos a sus eventuales consumidores. Hay que hacer piquito para tomarlo. Asumir cara de mosquito, de pájaro. Y si acontece el reconocido fenómeno de la bombilla tapada, las consecuencias pueden alcanzar cotas delirantes. El mateador succiona, desesperado, transido de una indecible avidez por exprimir unas gotas más de esa agua que se le niega como a un grotesco Tántalo, mientras su rostro adquiere tonalidades emparentadas ligeramente con el escarlata, pero en vano. La OMS ha advertido sobre las secuelas de esta temeraria práctica: ojos que se hunden dentro del cráneo, dentaduras postizas que se atraviesan en el esófago, bombillas que como proyectiles se alojan en la masa encefálica, mandíbulas que se dislocan, rostros cuya musculatura se petrifica en una mueca sardónica. Según recientes e irrefutables datos estadísticos, el 74% de las muertes producidas por el mate tiene su origen en una bombilla tapada.

Otro punto que refuta al mate, como bien señalé en el comentario que aquí amplío, es la absoluta inconsecuencia de su mezquina capacidad de porte. Estudios científicos demuestran que, en promedio, cada cebada de mate proporciona al consumidor, en total, unos 4 cc de agua. Así, se necesitan aproximadamente 312 mates para beber el equivalente a una taza de café. Lo cual nos lleva a la conclusión de que el mate es una bebida propia de países de gente muy ociosa, que dedica casi todo su tiempo existencial a esperar a que la pampa fértil dé sus frutos y cosechas. El mate, con la meticulosa observación de sus ritos eleusinos primero y con la larga concatenación de cebadas sin término necesarias para satisfacer al consumidor luego, se nos revela como impensable en pueblos emprendedores y vertiginosos que se afanan por alcanzar la cima del éxito. Para decirlo sin ambages: el misterio del fracaso argentino radica en el mate. Nunca una nación de pasivos y remolones cultores del mate podrá derrotar a una vigorosa y acelerada nación de adustos bebedores de feca.

Y ésa es la ética del mate: la ética del ocio, de la espera, de la sumisión, de lo inevitable. El mate nos dice: "¿Para qué levantarse y luchar, si la muerte nos llega lo mismo?". Expresa así el mate toda la convicción de un destino implacable, ante el cual nos sentimos indefensos, desarmados. ¿Suponen que estoy delirando? Deténganse un minuto a observar cualquier grupo de sanos mateadores: ya me dirán si estoy en lo cierto o no. Escuchen sus conversaciones, tan achatadas, pasivas, resignadas. Se dice que el mate les quita el hambre; lo que no se dice muy a menudo es que lo hace también en el sentido más lato de la palabra. Quien bebe mate no aspira a la gloria.

Pero hay algunos que son peores: los que acompañan el mate con bizcochos 9 de Oro. Que no se atreva jamás a solicitar mi amistad el infame que no opte por la desprejuiciada vitalidad nietzscheana de los Don Satur. La ética de los Don Satur es la ética de la vida, brutal y sincera: casi contrarresta, por un segundo, al mate; en cambio, en los 9 de Oro, de despreciable pulcritud y sequedad, se encierra una moral estancada y falaz, auto-negacionista, fétida, corrompida, la artificialidad de una imagen remilgada que insulta la esencia misma del bizcocho de grasa, la pedantería de encumbradas pretensiones de aparentar lo que no se es. Un bizcocho que no quiere reconocerse a sí mismo como bizcocho, con toda la humilde dignidad que ello comporta, y se traviste de galleta. Si el mate es a la acción lo que la religión a la vida, el 9 de Oro es al mate lo que Tartufo a la Iglesia cristiana.

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Jaque mate

Para no alargar este ensayo hasta instancias impredecibles, considero prudente concluir aquí con sus acendradas implicaciones, si bien es aún mucho lo que guardo para decir sobre el fascinante tema de este verdadero opio de los pueblos, que debería ser objeto de profundo análisis para todo historiador y sociólogo argentino que quisiera hallar las sólidas razones de un fracaso inexplicable. Bombilla mata libro y alpargata.

En fin, mientras el humano sigue sorbiendo con gusto su mate sempiterno, profundo, inagotable, yo seguiré forcejeando un rato más con la bombilla de la vida, que sin lugar a dudas se me ha tapado: por más que tiro y tiro, hace rato que no saco nada de ella. ¿Y? Acaso sea hora de, cambiando súbitamente la dirección del aire, soplar con furia y salpicar con alevosía a todos los que se hallen cerca de mis fatídicos pasos de exilio y de sombra.