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De pulpos y cornetas

Gracias a Diego, acaba de finalizar para el humano una nueva edición del siempre fatigoso mundial de fútbol, dejando esta vez, como anécdota ineludible, la no tan impredecible coronación de España. Fácilmente se desprenderá en la mente del lector, a partir de la línea precedente, mi escaso interés en las lides deportivas, particularmente en lo tocante a esa pasión de multitudes, multitudes que podrían consagrar sus pasiones a mejores empresas, conocida como balompié. No siempre fue así: de niño, yo también vibraba de emoción ante cada encuentro mundialístico o frente a cada difícil parada que el caprichoso fixture deparase a los heroicos planteles de Independiente y Deportivo Riestra (me hice de Riestra durante cierta tarde de otoño en la que descubrí que se trataba del último equipo de la D, lo cual viene a probar que yo ya era un romántico desde muy pequeño, siempre pronto a simpatizar con los más débiles y con los caídos, así como con los más odiados y despreciados por la moral dominante). Pero tal cuadro de situación no iba a durar para siempre: llega un momento, tras diez años de seguir con atención las apasionantes vicisitudes de los sucesivos campeonatos, en el que uno comienza a advertir, con un asombro que no tarda demasiado en devenir preocupación, que, por más que los resultados de los partidos cambien, por más que los campeones sean distintos, por más que los jugadores muten de camiseta y las camisetas muten de jugadores, los comentarios de los partidos, las declaraciones de los protagonistas, las cargadas de los hinchas y los titulares de los diarios son siempre los mismos, año tras año, interminablemente, por los siglos de los siglos, ad maiorem Diegum gloriam.

¿Qué pasión puede sobrevivir a semejante monotonía? No la mía, al menos. De modo que, durante mi adolescencia, a la enésima vez en la que un jugador manifestó que los clásicos son un partido aparte, a la enésima vez en la que un equipo que perdió contra Platense "se atragantó con calamares", a la enésima vez en la que las monocromáticas ilusiones de los hinchas de diecinueve equipos se renovaron para sucumbir a los pocos meses ante la crudeza de los hechos consumados, comprendí que el fútbol ya no tenía mucho más para ofrecerme, y, perdidos ya todo el encanto y la magia de lesiones y córners, me aboqué por completo al arte, donde todo creador es distinto a los demás, donde a veces vale más un fracaso que un éxito, donde muchos grandes son galardonados sólo con la pobreza para morir sin conocer el triunfo, y donde, por lo general, se ven convocadas individualidades bastante más interesantes y complejas que aquellas que asumen como profesión la del periodismo deportivo.

Habiendo, pues, aclarado que los mundiales pasan ante mí como sucesos peregrinos y ajenos antes que como instancias movilizadoras, quiero dejar establecido una vez más, por si aún hiciera falta, que esta edición sudafricana de la copa del mundo ha dejado, como únicos hechos destacados y memorables ante los ojos del universo, por un lado, la definitiva consagración oracular del pulpo dotado del don de la profecía, y, por el otro, el encumbramiento final de ese sonoro instrumento de melancólico aliento al que una nueva moda periodística, estúpida como todas las anteriores, ha dado en inmortalizar con el ya imprescindible nombre de "vuvuzela". A estos dos sensacionales sucesos, dignos de la atención del artista, dedico a continuación sendos ensayos, más insidiosos que positivamente edificantes.

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El pulpo a quien Aschira y Horangel envidiaron

Mucho se ha hablado y poco se ha dicho sobre este infalible Anfiarao de los mares. Molusco cefalópodo provisto de un envidiable palacio de ventosas, este hijo de las profundidades oceánicas saltó a la fama mundial tras dar acabadas muestras de su asombrosa capacidad para vaticinar, con suficientemente documentada precisión, los resultados de todos los encuentros sometidos a su laudo, generando de ese modo el estupor en una azorada humanidad que, abrumada por el peso de la evidencia, aún tiembla ante la certeza de que en esta criatura invertebrada, que no necesita consultar los astros para hacer sus predicciones, opera una inteligencia divina. Tal vez el pulpo, como yo, vio fútbol por diez años y adquirió de ese modo el desinterés propio de quien ya conoce de antemano los desteñidos eventos que no dejarán de sorprender, pese a su predecible opacidad, hasta a los más aventurados cálculos de la poco avispada comunidad futbolera, pero prefiero inclinarme, y ruego que el lector lo haga conmigo, ante la suposición de que Apolo concedió las virtudes adivinatorias al monstruo marino como pago por algún servicio prestado en un obliterado pasado que ya nadie recuerda, si bien tampoco me parece inverosímil la idea de que se trate del mismo Proteo, que, acaso como consecuencia indeseada de algún funesto suceso, quedó atrapado en la forma de un pulpo habiendo perdido para siempre la capacidad de metamorfosearse a voluntad.

Sea como fuere, la premisa de la existencia de tan notable animal, nuevo santo patrono y musa inspiradora de los jugadores compulsivos de prode, conduce a una conclusión insoslayable: este pulpo está matando al fútbol. ¿Qué equipo puede ahora salir al campo de juego con mentalidad ganadora si el pulpo le vaticina en contra? Es posible que a Holanda y Uruguay, las naciones que perdieron los partidos decisivos, les hayan pesado más los pronósticos del primo de los calamares que el dramatismo de las difíciles instancias que los tuvieron como protagonistas. De ese modo, asumiendo el carácter de profecías auto-cumplidas, los vaticinios de este Tiresias con tentáculos obran como condicionantes en las mentes y el estado anímico de los planteles, que no pueden ya revertir, como tampoco lo pudieron los padres de Edipo, los irrevocables decretos del destino, de quien el pulpo es meramente, al parecer, un involuntario heraldo.

Quizás ahorraríamos tiempo e innecesarias emociones si el próximo mundial se disputase, en el transcurso de un sólo día, dentro de los confines de un acuario, pues ¿qué sentido tiene sacar a los equipos a la cancha una vez que el pulpo determinó quién resultará vencedor? Mas, en vistas de este futuro huero de pasiones y nervios, donde todo quedará librado a la pensativa mirada de una misteriosa figura octópoda que jugará a ser Dios en su pecera de vanidades, puede decirse que la muerte del fútbol se avecina, a no ser que medie antes la muerte o lapidación de esta temible Casandra oceánica. Poco me importa a mí este deporte, pero no puedo evitar adelantar una idea para salvar de su ocaso final a tan popular disciplina. Debe convencerse a las autoridades del acuario de que se desea conocer el futuro de la Argentina; de ese modo, se dispondrá ante el pulpo un vasto abanico de fotos de cada actor del arco político nacional: tras meditarlo unos instantes, el pulpo procederá a estrangularse a sí mismo con uno de sus tentáculos.

Sin querer extenderme en mayores apreciaciones sobre el futuro del fútbol profesional, parto hacia el oráculo del protegido de Poseidón a fin de consultarle por unos ominosos sueños que he tenido y que intuyo que sólo él, provisto de sus facultades clarividentes, podrá descifrar con acierto.

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El vuvuzelista de Hamelin

Hasta donde mi memoria es capaz de llegar, siempre manifestó la intrínseca sensibilidad de mi espíritu, mientras padecía en mi hogar los mundiales y otros eventos afines, una particular fobia hacia esas sonoras cornetas que, de tanto en tanto, se dejaban oír en la distancia elevando hacia un cielo indiferente, solitarias, todo su melancólico fervor. Jamás pude comprender qué podía llevar a alguien a adquirir ese extraño megáfono de equívocos alientos (por quién hinchan las cornetas fue, durante años, la pregunta del millón, digna de una novela de Hemingway), así como tampoco me fue dado concebir jamás cuál podía ser el estado mental o pensamiento concreto que precedía, de manera inmediata, a la aplicación del resoplido sobre la boquilla a fin de producir ese taciturno sonido aparentemente capaz de devolver el ánimo y los deseos de gloria a planteles que jugaban en la otra parte del mundo y de modificar así, con un sostenido soplido, resultados adversos.

Esquivo como siempre, el destino no me daba respuestas, y mi vida parecía ya condenada a la más estéril ignorancia sobre tan determinante asunto cuando llegaron en mi auxilio, enviados sin duda por algún dios bienhechor, enjambres enteros de periodistas deportivos que, habiendo descubierto el nombre de la corneta en su lugar de origen, temían se les quitasen sus licencias y renombres periodísticos si no incluían unas quince o veinte veces por crónica el vocablo "vuvuzela". De esta suerte, mientras me retorcía de envidia ante aquellos individuos dotados de la pasmosa capacidad de alcanzar la felicidad soplando una simple corneta, un nuevo horizonte se abría ante mí, ahora, ahora que sabía.

Intoxicado por negros textos y ocultos grimorios del más rancio capitalismo, me apresté, aprovechando la fiebre mundialista de las provincias, a desbaratar las peligrosas políticas humanitarias de los buenos gobiernos para, cambiando las necesarias alpargatas del pueblo por vuvuzelas celestes y blancas perniciosamente chauvinistas (aunque manufacturadas en China), seducir como el flautista de Hamelin a las enceguecidas masas y así conducirlas, a prístinos toques de corneta, hacia los perversos abismos de los tartáreos inframundos neoliberales. ¿Qué niño que contase con su rutilante cornetón mundialista podría jamás advertir que se encontraba descalzo o que su humilde plato carecía de pan, para algarabía de buitres capitalistas y de otras alimañas semejantes? Al poner el deporte y el negocio del fútbol al servicio de los más oscuros e inconfesables intereses, estaría haciendo algo nuevo que las naciones, azotadas por el flagelo de mi malicia, ya nunca podrían olvidar: un pueblo distraído por los sonajeros mundialistas y seducido por el canto de sirena de mi cautivante vuvuzela sería fácilmente despojado de sus bienes y derechos. El mundo conocería, de ese modo, el ejemplo de mi ira, y nadie podría jamás atinar a destruir el poderoso hechizo de los engañosos e infernales sones de mi caramillo albiceleste, despertando a las mareas humanas a tiempo mientras marchaban hacia su inminente colapso, o interrumpiendo el letal sonido de mi satánica corneta, ya que no el del agonizante clarín de Magnetto. El plan estaba listo para ser puesto en arrolladora marcha, y ya las primeras víctimas empezaban a danzar al compás de mi espantosa vuvuzela confeccionada con un siniestro hueso agujereado, cuando de pronto, abruptamente, la Argentina quedó eliminada del mundial. Archivadas las patrióticas cornetas nuevamente en sus fríos armarios, toda mi macabra estrategia de dominio y de conquista se vio barrida para siempre como por un viento de vuvuzela polar, de modo que mi vida debió volver, una vez más, a sus monótonos cauces habituales, a su viejo rosario de amarguras, a su cotidiano derrotero de derrotas sin orden y sin cuento, mientras mi caramillo entonaba un postrero y desgarrado canto de cisne bajo encapotados cielos de burla y de infinito desprecio.

Aunque el mundo lo ignore, la desconocida historia de este majestuoso instrumento de viento presenta un sinnúmero de modificaciones que condujeron, paulatinamente, a su actual y esplendoroso perfeccionamiento. Al advertirse que, como dije antes, la vuvuzela era un artefacto excesivamente aséptico, de aliento más bien imparcial, que no podía saberse nunca por cuál de los dos conjuntos hacía fuerza, confundiendo así al jugador que no atinaba a descifrar si esos inexpresivos clamores sonoros que bajaban desde las plateas se proponían arengarlo en su juego o favorecer al rival, se convocó a los más reconocidos luthieres de Sajonia para que desarrollasen dos tipos de vuvuzela, una afinada en re y otra afinada en la, estableciendo de antemano que la primera serviría a los fines de alentar al local mientras que la segunda haría lo propio con los cuadros visitantes. De ese modo, además, los mercaderes verían duplicadas sus ganancias, pues cada hincha necesitaría dos vuvuzelas a efectos de utilizar una u otra según la ocasión lo demandase. Hubo incluso quienes sugirieron la creación de una tercera vuvuzela, en fa sostenido, para que la tradicional fiesta del fútbol fuese saludada en los estadios por la alegre armonía de un acorde mayor. Pero ninguna de estas iniciativas prosperó, y los conjuntos antagónicos que miden sus fuerzas en el campo de juego siguen, por ahora, tan desorientados como siempre.

Séame lícito recordar, para poner fin a este misterio filosófico, que hace años causé un enorme revuelo y encendidas polémicas y disputas en el seno de los más renombrados conservatorios con mi célebre Concierto en si menor para vuvuzela, orquesta de cuerdas y bajo continuo, obra de carácter barroco, bastante influenciada por Tomaso Albinoni y Alessandro Scarlatti, que, pese a su poca ortodoxia y su nulo academicismo formal, más la cerrada defensa de los más aclamados y eximios vuvuzelistas del orbe, se ganó un nutrido grupo de detractores en virtud de las indisimulables limitaciones que, confiriendo a la obra una exasperante monotonía, presentaba la asaz pobre tesitura del instrumento concertista, por lo general restringida a un solo semitono.

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