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Impresiones matinales

Arrastro una vida sin sentido, a menudo caótica. El hecho de trabajar de manera independiente ha minado en mis hábitos todo atisbo de regularidad y disciplina, y, si bien hubo épocas en las que, conjugando obligaciones universitarias y laborales, supe levantarme todos los días religiosamente a las cinco de la mañana pese a acostarme pasada la medianoche, llevo ya un buen tiempo haciendo de mis noches un rosario de fatigas y rehuyendo luego, instintivamente, los trinos con los que las aves saludan a la aurora. Sin embargo, acontece de cuando en cuando que algún requerimiento laboral me obliga a obrar como el resto de los mortales y a, haciendo forzoso caso de las molestas reconvenciones de un ceñudo despertador que, cruzado de brazos, me insta a depedirme para siempre de cualquier horror o maravilla que mis sueños me estuviesen mostrando, abandonar, no sin renuente pesar, los envolventes señuelos de mi solitario lecho para abrir mi persiana a los salutíferos rayos del alba. Tal lo que, hace apenas unas horas, condujo a las potencias de mi mente a transitar, mientras se sacudían entre bostezos las pegajosas telarañas de la somnolencia, por derroteros que habré de exponer a continuación.


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La fragancia ignorada

Muchas han sido ya las ocasiones en las que he discutido, con mis conocidos y con cualquier individuo que a ello se prestara, sobre la existencia tangible de un fenómeno que sólo yo parezco percibir: me refiero al olor de la mañana. Las muchedumbres no dan muestras de ser capaces de advertirlo, pero la mañana tiene un aroma, un olor que le es particular y que a lo largo de toda mi vida he sido incapaz de adscribir a una procedencia determinada. No sé a qué obedece ni de dónde proviene, pero la madrugada tiene una fragancia que se hace patente en las calles, en los campos y en cualquier lugar por sobre el cual Helios conduzca su carro.

Quizás sea el olor de la vida que despierta; quizás sea el olor del sol sobre un suelo helado y entumecido por el frío de la noche; quizás sea el olor de los sueños que parten, monstruos, doncellas, príncipes azules, caídas, vuelos y números de quiniela que escapan como un vapor por las ventanas, mientras una a una se van abriendo, y que, una vez en la calle, se volatilizan como una niebla vagarosa hacia lo alto, disipándose con un grito desgarrado. O quizás sea el olor de las fábricas que comienzan a producir sus manufacturas y artículos pensados para el bienestar del hombre, pero esta hipótesis realista me entristece un poco.

Nadie sabe a ciencia cierta qué es ese olor, pero, peor aún que eso, nadie sabe ni siquiera que tal olor existe, y los más cínicos y aviesos semblantes me han asegurado una y otra vez que la fragancia matinal sobre la que a menudo diserto no es más que una quimera nacida del infatigable aleteo de mi siempre soñadora e inmadura imaginación. Y quizás tengan razón, quizás se trate de un olor subjetivo que proviene de mis legañas y de mi rostro mojado y de mi vigor menguado que va cobrando fuerzas de a poco, pero, dado que si me levanto al mediodía ni el más mínimo rastro de ese olor puede ser percibido por el intrincado método científico experimental de mis fosas nasales, siempre me será lícito preferir creer que en realidad se trata de un aroma que no cualquier olfato puede percibir, sino sólo aquellos dotados de cierta sensibilidad poética y de cierta delicadeza sensorial.

Vosotros, poetas nocturnos que os ahogáis en vuestra soledosa isla de incomprensión, vosotros que estáis tan solos en el mundo que antes de suicidaros tenéis la previsión de comprar flores para adornar vuestros propios sepulcros, decidme que esta fragancia que las brumas de la aurora derraman por las calles y los campos es real, decidme que existe, decidme que no estoy loco... o al menos, no tanto como se dice que estoy.


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Los colectivos, ataúdes de la solidaridad

El transporte público es, por antonomasia, el terreno ideal para el estudio de la condición moral del hombre. No me refiero a las peleas entre conductores apurados y pasajeros molestos, o a las ancianas, embarazadas y mujeres que en vano esperan una espectral aparición del repudiado fantasma de la caballerosidad, que no abandona mucho su sepulcro tras ser lapidado y asesinado con saña por el feminismo y la igualdad de géneros, sino al pasmoso hecho de los individuos que cambian precipitadamente de asiento (a menudo hasta dejando entrever, en sus conductas, consternantes señales de desesperado alivio) en cuanto se desocupa algún trono del egoísmo encarnado en las butacas individuales del lado izquierdo.

En aras de la brevedad, digámoslo con crudeza y sin más preámbulos: quien así obra, no está cambiando de asiento, sino manifestando rechazo hacia un alma. Muchas veces me ha tocado viajar al lado de sujetos poco afectos al aseo personal, o de niños inquietos que intentaban vanamente llamar la atención de madres ausentes y permisivas que iban enfrascadas en sus impostergables desarrollos existenciales a través del celular, o de fatigados obreros que, ocho segundos después de cada salto que los despertaba, dejaban caer nuevamente su cabeza hacia el compañero de viaje mientras el paulatino adormecimiento ganaba sus sentidos: nunca me permití cambiar de asiento y herir así, por medio del abandono físico, sus dignas almas.

Mas no es raro que hombres y mujeres de todo tipo, sobre todo si van sentados al lado mío, que no soy ni sucio, ni inquieto, ni de dormirme en medios de transporte, repentinamente se levanten de mi lado, como si yo llevara la peste, para correr presurosos hacia cualquier butaca aún caliente que se ofrezca de manera súbita ante sus ojos, dejándome lleno de dudas metafísicas sobre si será o no posible que exista una identidad espiritual entre los individuos que conforman como fenómenos espacio-temporales la representación de una misma vida que a todos nos unifica. Tras ver a alguna mujer que deja a un anciano para ir a sentarse sola en el cubículo de egoísmo aislacionista de un ascéptico asiento individual en el que, sin embargo, antes que ella estuvo sentado otro anciano, arduo me resulta concebir que aún haya hombres capaces de dar crédito a los devaneos de Rousseau sobre el buen salvaje, fabuloso ser de la mitología moderna, o de creer que los ideales comunistas son doctrinas factibles de ser aplicadas alguna vez con éxito y sin muerte y opresión en el mundo de los hombres.

Como sea, una sola cosa quiero agregar para terminar esta crónica de mediodía, tras una mañana en la que literalicé casi todo lo que vi para olvidarlo ahora que deseo escribirlo: almas urbanas que conocéis demasiado bien el acerbo sabor de las amargas raíces del rechazo, vosotras que habéis sido abandonadas más de una vez por vuestros circunstanciales compañeros de asiento, ya sea en la sección doble, en el cubículo de sendos pares de asientos bifrontes, o en la entre triple y quíntuple platea del fondo, desde la que amo observar el melancólico espectáculo de la indiferencia y el desamor humanos que en el resto del colectivo se ofrece a mi contristada visión: tened por seguro que jamáis seréis abandonadas por mí, que os dejaré descansar la fatiga de vuestras testas dobladas sobre mi hombro, que entretendré la soledad de vuestros hijos faltos de contención materna y de atención... y que ni la más tímida protesta dejaré escapar de mis apretados labios en cuanto, tras todos mis servicios, os levantéis con aire superado de mi lado para ir a sentaros solos, adelante de todo, con el burlón símbolo del rechazo grabado en caracteres ígneos sobre vuestras nucas silenciosas.

1 comentario:

  1. Olvidé hacer mención de una única excepción que justifica siempre, necesariamente, un cambio de asiento en el colectivo: cuando alguien está sentado en uno de esos ridículos asientos dados vuelta de las unidades modernas y desea ocupar un asiento que vaya de frente. Es que no hay nada más horrendo que hacer un trayecto con el porvenir pegándonos constantemente en la espalda...

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