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La vuelta a los chinos en 80 pesos I

Mucho se ha dicho y escrito ya sobre esa indiscutible institución barrial, que a menudo asume visos de verdadera plaga, conocida como "los chinos"; tanto, que todo lo que se agregue sobre ella estará irremisiblemente condenado a ocupar un apretado sitio, usualmente de pie, en el melancólico colectivo gris de los intrascendentes y olvidables lugares comunes. Tal es la sublime razón por la cual, preso de una vesánica furia contra las restricciones limitáneas de la mente humana, me apresto, con alma aventurera y, menester es decirlo, algo embriagada por la hybris, a abordar una vez más la trilladísima cuestión, sin desconocer que mis chances de fracaso en tan alocada empresa son muy superiores a las que un simple mortal puede arrostrar sin abismarse, al hacerlo, en la inevitable perdición de su alma. Nada que no haya perdido antes, vale aclararlo.

Pero adentrémonos en esta delirante aventura acompasando un poco nuestro vuelo, para lo cual será mejor novelar la expedición, digna de una galopante trilogía épica cinematográfica, en acotados y certeros capítulos cuyas divisiones puedan dar algo de respiro a nuestras trémulas alas de cera, que ya sucumben bajo los ardientes rayos de los tubos fluorescentes del techo del supermercado.


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Capítulo 1 - Del horario de los chinos

Vamos a decirlo de manera simple y contundente: los chinos se argentinizan. Ya está hecho. Ahora vamos a desarrollarlo. Si algo ha caracterizado mi vida en estos últimos años, consagrados a vivir del crimen desorganizado, es la caprichosa e inescrutable irregularidad horaria para, haciendo inhumano acopio de fuerzas, abandonar por fin el lecho y abrir mis ojos a los rayos oblicuos de la tarde. Despertando con harta frecuencia en esas horas que siguen al mediodía, mis primeras comprobaciones edilicias del organismo que sirve de base a mi cerebro solían anunciarme que un incipiente hambre, de variable voracidad, comenzaba a gestarse velozmente en mis entrañas. Pero, tras auscultar con detenimiento las impasibles agujas de algún reloj, mi entendimiento comprendía que esa repentina voracidad que me acababa de asaltar coincidía indefectiblemente con el preciso momento en el cual todos los negocios barriales se hallaban con las persianas hoscamente bajas. Naturalmente, mis pasos se dirigían hacia alacenas y heladera, en cuyos desiertos interiores de despojados rincones se evidenciaban las estridentes consecuencias de la consuetudinaria imprevisión de mi vida, de suerte que, hambriento y sin alimento alguno en el horizonte, indecibles penurias me atormentaban hasta las 17 de la tarde, glorioso instante en el que, coronando con éxito mi prolongada vigía callejera, los almacenes tanos y gallegos entrabrían lóbregas puertas a través de las cuales, famélico, me arrojaba de palomita. Al día siguiente, empero, lejos de satisfacer mi hambre mediante acertadas medidas tomadas de antemano por una previsión madura, hija de un avisado aprendizaje basado en la experiencia, la misma atolondrada falta de planificación alimentaria me sumía, al levantarme, en esos lacerantes pozos de desesperación que eran mi pasto diario.

Pero entonces tuvo lugar el extraño portento que lo cambiaría todo: llegaron, desde nadie sabe dónde, los chinos al barrio. Venían cargando, sobre sus entusiastas hombros, la incomprensible cultura del trabajo, tan ajena a nuestras pampas como sus ojos rasgados. Inconcebiblemente, estos chinos ponían supermercados cuyas puertas ostentábanse abiertas todo el día de corrido, sin cerrar a la hora de la siesta, o sea, durante los censurables horarios de mi cotidiano despertar. Tras vencer ciertas repugnancias inherentes a mi xenofobia militante, comprendí que el eje gravitacional de mi vida acababa de modificarse por completo: los mercaderes chinos habían llegado para salvarme de los tormentos y horrores del hambre. Desde desconocidas horas de la mañana, cuando abrían entre brumosas penumbras nunca vistas por el porteño nato, hasta las 22 de la noche, sin parar ni sábados, ni domingos, ni feriados (¡ah, cuántos feriados los nativos hemos podido comer únicamente gracias a los chinos y sus inestimables mercancías!), estas loables máquinas amarillas parecían constituidas y programadas al solo efecto de proveer de sustento a millones de argentinos, pero sobre todo a aquellos que, como yo, eran bastante improvisados y poco sistemáticos a la hora de efectuar sus compras.

Mas tal estado de dicha no iba a durar para siempre. Si bien en los elevados cenáculos del universo científico aún se discuten las causas, no fue difícil para mí notar que, al mes de vivir en Argentina, los chinos, empezando a contaminarse con el aire porteño, comenzaban a cerrar a las 21 de la noche; a los dos meses, se los veía abrir menos horas durante los fines de semana; y al semestre de recibir el influjo pampeano sobre sus sentidos, ya totalmente inficionados de nuestro talante nacional, daban en cerrar, ¡ay, horror de horrores!, durante las apacibles horas de la siesta. Acudía yo, como todos los días, a hacer acopio de dudosos sustentos en los cuales saciar las desordenadas apetencias de mi irregular conducta, y hete aquí que las persianas de ese verdadero paraíso de víveres salvadores se hallaban herméticamente cerradas. ¡Mi vida se desmoronaba en un infame instante de supremo espanto! En frenética locura, comenzaba a correr al azar y sin rumbo por las calles, ciego, delirante. Pero, alabado sea Mao, tres cuadras más allá mis ojos percibían, repentinamente, unas mágicas brumas religiosas de color celeste, que se resolvían no en una imagen de la Virgen sino en unas rejas que resultaban a mis sentidos tan inconfundibles cuan amadas: unos nuevos chinos, recién llegados de las tierras asiáticas, acababan de poner un nuevo supermercado, aún respetuoso de las maratónicas jornadas laborales propias de su país de origen.

De ese modo, estos chinos-chinos pasaban a ocupar en mi agenda barrial el lugar de los antiguos chinos-argentos, y todo seguía su curso natural. Hasta que, a los seis meses, el ciclo se repetía, ocasionando una nueva migración de mis compras en busca de chinos recién llegados que permaneciesen aún ignorantes de los grandes vicios que nos engrandecen a los argentinos como raza, mieles ante las cuales sus hermanos de vanguardia ya habían sucumbido inexorablemente, pues alcanzar los recónditos secretos y misterios de la argentinidad práctica es algo que no carece de tentaciones y encanto, incluso para chinos de pura cepa. Puede decirse que el ciclo de la metamorfosis argentinizante queda completo cuando acudimos a los chinos un feriado y hallamos, con pasmo y desazón, petrificados en una confusión paralizante, que sus persianas se encuentran inexplicablemente bajas. Tendría que ser política de Estado: cuando un chino cierra un feriado, merece que se le otorgue instantáneamente la ciudadanía argentina y que se le permita votar en nuestros comicios nacionales; antes no.

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Capítulo 2 - Del interior de los chinos

Habiendo comprendido a fondo el teorema del horario de los chinos, iniciemos pues nuestra aventura partiendo hacia nuestro supermercado de cabecera, pero tomando la previsora medida de hacerlo a la hora adecuada según el eventual grado de argentinización en el que se verifiquen las costumbres laborales de sus encargados. Nos acercamos por fin a los umbrales de lo desconocido, y encontramos entonces una larga enumeración, ya sí, de odiosos lugares comunes que, sin embargo, nunca estará de más epitomar ligeramente: el color de las rejas que nos anuncia si el súper obedece a la órbita del partido comunista chino o a la de la mafia china (si bien tengo para mí que la mafia y el partido dominante son, como en tantos países, una misma cosa); las heladeras que se apagan de noche; el chino de la incomprensible uña larga; la china que está comiendo una especie de árbol; el chino que justo deja de entender el castellano cuando le debe guita a algún proveedor; el bebito chino de dos años que siempre tienen (juro que nunca vi un chino de cinco o de diez); y un larguísimo etcétera con el que alcanzaría hasta para hacer dulce de chinos. Podría desgranar varios de estos consternantes asuntos, asomándome con alma resuelta y temeraria a recónditos misterios dignos de un abordaje científico y sistemático, pero, en aras de la brevedad, me limitaré a privilegiar aquellos fenómenos que lograron captar con más fuerza mi interés especulativo.

La conseja de las heladeras apagadas, transmitida de vieja en vieja con aterrorizados acentos y entrecortados susurros, es un fenomenal mito urbano que nunca ha dejado de sorprenderme. No tanto por el hecho de constituir un mito, pues la historia bien puede ser verídica y digna de crédito, sino, al contrario, por las abominables implicaciones cuya veracidad arrojaría, como una ominosa sombra de maldita duda, sobre las tambaleantes convicciones inculcadas en nuestros inocentes entendimientos por la hipócrita ciencia occidental. Y es que, en caso de ser cierto que los chinos, para ahorrar abusivos gastos en la tarifa eléctrica, apagan las heladeras durante las horas de la noche, la correcta lectura del eventual dolo no sería "los chinos son malvados", sino, antes bien, "todos los demás son boludos".

Comprendí esto cierto atardecer de diciembre en el que, mientras observaba al azar algunas góndolas promisorias, capté con el rabillo del ojo a una madre que, parada frente a la heladera, tomaba de ella un Danonino y un yogur Ser. En un primer y apresurado momento, el hecho me pareció indignante, como es lógico: las cosas que le venden a la gente; pero, tras cavilar sobre el asunto con mayor tranquilidad, midiendo el singular evento con el sereno compás de la filosofía, arribé a la conclusión de que, si una madre y un niño comían productos procedentes de las heladeras chinas y no enfermaban, esto significaba que el verdadero mito era el de la cadena de frío, patraña inventada por el maquiavélico bipolio Edesur/Edenor para enriquecerse a costa de los supermercadistas más ingenuos. Desde entonces, mi política es que, si los chinos apagan las heladeras de noche y nosotros no caemos enfermos al consumir alimentos cuyas propiedades fueron sometidas a las arbitrarias inclemencias de constantes cambios climáticos, hacen bien: que José Carrefour se joda por salame. Además, es un ahorro de energía: los talibanes ecologistas tendrían que agradecer por ello a la sórdida avidez pecuniaria del capitalismo chino.

El otro tema en el que es mi deseo echar las anclas de mis especulaciones es el del bebito chino de dos años que hace las delicias de las vecinas que, mediante la simpatía que les arranca ese niño, logran comunicarse con sus pares chinas en el universal lenguaje de la maternidad. Puede que una china y una argentina no tengan nada en común: ni lenguaje, ni costumbres, ni objetivos, ni intereses, nada de nada, dos mundos distintos, ajenos, incomprensibles, inabordables; pero he aquí el chinito de dos años que hace su aparición, dando unos toscos primeros pasos en dirección al sector de cajas: de inmediato las sonrisas afloran en los semblantes de argentinas y chinas por igual, ciertas inflexiones boludas de la voz con la que se habla a la criatura son prontamente reconocidas con gusto por las madres antípodas, y, de ese modo, todas las circunstantes quedan, a pesar de las infranqueables barreras idiomáticas, mágicamente mancomunadas en el eterno alfabeto del amor materno. Sin pretención alguna de emitir juicios éticos o estéticos sobre las conductas ajenas, no digo que esto esté bien ni que esté mal, sino que, cada vez que el portentoso episodio se produce, tan sólo me limito a observarlo en silencio desde algún ignorado rincón, entre perplejo y azorado, meditando para mis adentros sobre el singular hecho de que los humanos de todas las razas y naciones encuentren tanta facilidad para comunicarse y tenderse lazos entre sí mientras que yo, habiéndome gastado en aprender un par de idiomas, todavía no haya podido entenderme nunca con nadie... salvo quizás con artistas y pensadores que hace siglos están muertos y olvidados, y que acaso haya sido poco menos que muertos y olvidados como vivieron entre los demás humanos y semejantes de su tiempo.


(No teman, lectores, que esta electrizante novela de aventuras continuará. Próximamente, nuevos capítulos en los que nos sumergiremos en cuestiones tan pasmosas como los productos de los chinos y las odiseas de la cola...)