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Los hijos del almanaque

Como diría Eli Wallach, en el mundo hay dos clases de hombres: los que aman el frío, y los que aman el calor. Los que prefieren el invierno, y los que prefieren el verano. Si nos paramos a pensarlo un minuto, los porcentajes son muy dispares: por cada individuo que decanta sus simpatías hacia los climas gélidos, hay cuatrocientos noventa humanos que optan sin hesitar por el calor, y otros nueve que dicen gustar del invierno pero porque adoran la campera, la bufanda, la cucharita en la cama, el guiso y la calefacción... o sea, porque aman el calor. No es esto último nada novedoso: así como el hombre vive escondiéndose del agua de la lluvia y, no obstante ello, su mayor felicidad es precipitarse en verano a la costa para zambullirse en la sucia agua del mar, también detesta los treinta grados de calor y, no obstante ello, se ha estudiado que durante el invierno soporta con alegría, debajo de su campera, cuarenta y cinco.

Pues bien, huelga predecir que, ante este panorama, mi presente entrada se perfila hacia la categórica e insípida declamación de que, a diferencia de las ingentes mayorías, yo sí gusto del invierno por el invierno en sí. Renegando de las estufas encendidas, llevando ya casi veinte años sin ponerme una campera (y esto porque hasta mi pubertad todavía tenían mis mayores algún tipo de poder fáctico como para imponerme obligatoriamente su uso), tiritando por placer bajo mi negra camisa arremangada en los más gélidos días de invierno, puede establecerse, sin mayores reparos, que soy un verdadero virtuoso en el abstruso arte de cagarse de frío.

Es sabido que mi comunicación con el género humano es prácticamente nula. Sin embargo, existen dos comentarios que constituyen la principal vía de abordaje que el mundo tiene hacia mi arisca persona: en primer lugar, las viejas que me señalan lo alto que soy; y, en segundo, los individuos pertenecientes a todas las clases sociales y estamentos etarios que me formulan la asombrada pregunta de si no tengo frío. La respuesta es sí, tengo frío, pero lo disfruto. En dos meses ya vuelve el insoportable calor, húmedo, pegajoso, animal, somnoliento, ojeroso, aniquilador de la razón y del pensamiento elevado, estupidizador y multiplicador de las masas, y sería trágico advertir que el invierno pasó de largo sin que uno sacase provecho de su mágica y fortificadora aunque fugaz presencia.

Vamos a decirlo sin pelos en el teclado: el estío es, al menos aquí, un claro sinónimo de carnaval, de Camboriú, de scola do samba, de festividades cristianas, de programas de chimentos que se mudan a Mar del Plata. Dos cosas, sólo dos, pueden aducirse a favor del verano. Primero, la gente se va a la costa y la ciudad queda semivacía... situación que a los noctámbulos como yo no les sirve de mucho porque, bien lo sabemos, la calle lo mismo está mucho más infestada de cucarachas humanas una tórrida noche de verano a las 4 de la madrugada que una helada noche de invierno a las 23. Y segundo, en aspectos un poco más nacionales y populares, las mujeres comienzan a salir a la yeca en bolainas... situación que tampoco sirve de mucho a los seres que encontramos más seductora una mina con botas y ropa sugerente que una que chancletea afanosamente hacia los chinos.

Pero todo esto es un vano preludio que viene a demorar el verdadero motivo de esta entrada: es mi deber denunciar ante todos, de una buena vez y para siempre, a los aborrecibles humanos que se rigen por el almanaque para abrigarse. Me refiero a esas personas que, porque el calendario los anoticia de que se hallan en pleno agosto, proceden a enfundarse en los más gruesos y vistosos camperones del mercado para de inmediato partir hacia sus tareas cotidianas sin reparar en que, en realidad, afuera está haciendo treinta grados (pues se ha producido ese fenómeno meteorológico que consiste en la intempestiva aparición de varios días de calor en pleno invierno).

No es excusa alegar que salieron muy temprano de sus hogares, pues es objeto de nota el que, durante todo el resto de la jornada, jamás se sacan sus camperas, sino que permanecen embutidos en ellas hasta el preciso instante en el que cruzan algún umbral de destino. Uno se sube al colectivo, reflexionando en sus imperiosos asuntos, y de golpe advierte que una extraña vaharada sale a recibirlo. Lo de siempre: una docena de pasajeros sobreabrigados, a baño maría, ocupan plácidamente el transporte. Cada tanto alguno de ellos, tras macerar bien, bajo su campera polar, un poderoso potaje de sudoraciones tóxicas y hedores penetrantes, se baja un poco el cierre de su abrigo a efectos de compartir, con encomiable generosidad, su guisado corporal con el resto de los circunstantes, que degustan sumisamente ese especioso plato de autor.

A pesar de que se transpira más, en verano este fenómeno no se verifica tan seguido dado que, gracias a la soltura de vestimenta, la mayor parte del sudor se volatiliza casi de inmediato; pero durante los sofocones invernales, el pernicioso uso de campera genera un efecto invernadero y propicia así que esas sudoraciones se condensen, compriman y estacionen entre la piel y el abrigo, todo lo cual, al llegar el fatídico momento de la apertura de cierre, se traduce en un resultado poco menos que homicida.

Vaya pues mi insalvable repudio a esta funesta clase de personas, a esta inefable casta de armas químicas ambulantes, a estos hijos del almanaque cuya antisocial conducta reduce a una magnitud casi inofensiva la mayoría de los aleves crímenes contra el género humano que, en mis violentos extravíos de locura, tuve el buen tino de cometer. A diferencia de aquellos otros insufribles que caminan con paraguas bajo la zona techada de la acera, no hay forma de guarecerse de estas alimañas, no hay manera de hacerles frente y vencerlas. Muchachos: estamos derrotados de antemano. Si un pendejo va en el colectivo escuchando cumbia a todo volumen, lo asustás un poco y fue, la apaga. Pero contra estos que destilan delirantes pócimas bajo sus innecesarios abrigos, contra estos que cocinan peligrosísimos barbitúricos olfativos bajo las siete capas de protección térmica con las que procuran calentarse en esos días de clima estival que se dan cada tanto en pleno invierno, nos hallamos completamente inermes, condenados a padecer, pasivamente y en silencio, un destino inexorable. Ya he comprobado que punzar con una aguja sus grotescos camperones aerostáticos, para ver si salen despedidos hacia la estratósfera como un globo pinchado, no sirve.

No hay nada que hacerle: la humanidad tiene olor a campera.