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Radiografía de un outsider III

Dejando ya de lado los inconvenientes sorpresivos y las urgentes novedades judiciales, es hora de volver a templar las cuerdas de nuestra lira en el viejo modo para retornar a la materia que nos venía ocupando, a saber, la confección de un decálogo que rinda testimonio siquiera de algunas entre las muchas cosas que me diferencian del hombre común o, si se prefiere, de la versión más difundida del electrodoméstico humano en su hartamente publicitado modelo masculino. Regresemos sin más, pues, a esos cenagosos terrenos de asombro que nunca debimos haber abandonado.

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7. Soy enemigo de casi todos los juegos

Debo de estar entre los únicos jóvenes del mundo que jamás instalaron un juego en sus pcs ni conocieron en persona consola de juegos alguna. Algo hay que me aparta de los señuelos lúdicos, como si existiera en mí cierto prejuicio desconocido, la vaga idea de que seguramente han de existir en alguna parte maneras más interesantes y productivas de perder el nunca renovable tiempo de nuestras vidas, tiempo que, mientras la arena siga siendo incapaz de vencer a la ley de la gravedad, pasa para siempre, para ya no regresar. Es mi deber, no obstante, admitir que de niño fui un habitué de las salas de video-juegos, pero con la particularidad de que nunca supe jugar a ninguno, salvo quizás al Street Fighter, en el que causaba murmullos de estupor entre todos los demás niños que con asombro veían que, sin saber hacer la bola ni nada, y empleando frenéticamente el botón de la patada como si no hubiese otros cinco botones más, alcanzaba yo la final, pese a mi total carencia de técnica, con insólita categoría y sencillez. A decir verdad, tampoco yo sabía, de manera positiva, cómo era que lo lograba.

Llegó luego la época en la que las rateadas del colegio se volvieron un tanto más sofisticadas, transformándose en fervorosas y dramáticas tardes consagradas a los más encarnizados duelos de pool o de ping-pong. Por supuesto que yo participaba de ambos juegos sin chistar, pero mi misión nunca era ganar, cosa imposible dada mi absoluta impericia en tan complejas materias de naturaleza práctica, sino más bien divertir un poco al resto con mis singulares payasadas de perdedor nato. Porque lo importante no es vencer, ni competir para dar lástima, sino perder haciendo reír para disimular. Memorable fue el día en el que estuve a punto de ganar una partida de pool: me faltaba embocar la bola negra en uno de los rincones, de modo que apunté serenamente con mi taco, embriagado por la ya palpable perspectiva de una consagración histórica, y, disparando, acerté a clavar la bola, con furia y sin atenuantes, en la buchaca correcta... sólo que de la siguiente mesa, en la que jugaban unos paisanos que no atinaban a dar crédito al cometa que acababa de surcar el espacio lleno de humo para desaparecer luego hundiéndose en la más distante de sus troneras. Mi adversario se negó a reconocer la validez reglamentaria de tan exitoso tiro volador.

Viajando un poco más lejos en el tiempo, hacia los mágicos e inocentes días de nuestra temprana infancia, en la que uno se desempeñaba con mayor o menor pericia en las más variadas disciplinas, como ser la mancha, la bolita o las escondidas, recuerdo que, si alguna vez existió un juego que odié con todas mis fuerzas, fue sin duda el veo-veo, horroroso invento que, exponiendo a ojos vista, ante todos los demás participantes, mi infranqueable cualidad de daltónico, daba lugar a las más enojosas confusiones cromáticas y a los más humillantes y escandalosos episodios, todos los cuales me tenían por ineludible protagonista. Me retiré del veo-veo a edad temprana, jurando que nunca más se me vería participando en las lides de tan infausto pasatiempo, y es el día de hoy, veinte años más tarde, que puedo afirmar, no sin orgullo, que he cumplido fielmente con aquel solemne juramento prestado en los bellos umbrales de mis años mozos.

Pero, como con todas las cosas, siempre hay una excepción. Si bien muy raramente la fortuna y la destreza, mancomunando sus solicitados dones, me han permitido alzarme con el laurel de la victoria ya en el ajedrez, el chin-chón, la escoba, la generala o el ludo, he mostrado una facilidad prematura, casi genial, mozartiana, para reunir en mi mente y pulimentar, con mano maestra, todas las más refinadas sutilezas y secretos del truco. Nunca fui bueno para mentir: soy de esas personas que cada vez que intentan decir una mentira inocente comienzan a reírse, dejando traslucir en sus semblantes todos los manifiestos estigmas de la más divertida falsedad, pero, a cambio, siempre tuve talento para ocultar mis pesares tras la fachada de la seguridad y la máscara del buen humor, facilidad que, traducida a un mazo de naipes, me servía para hacer creer a mis atemorizados rivales que mis cartas entrañaban todo tipo de serios riesgos para sus vidas, cuando en realidad mi puño sólo escondía un cuatro de copas, un cinco de espadas y un cuatro de bastos. Así, durante las épocas en las que concurría a diario al Palacio del Truco, es decir, al colegio secundario turno tarde, los electrizantes torneos que se desarrollaban en los fondos de las aulas, mientras en el frente ignoradas y espectrales profesoras se iban sucediendo una a otra para impartir lecciones que nadie escuchaba, solían tenerme a mí y a mi eventual compañero de fórmula como imbatibles triunfadores, coronados siempre por la gloria y para quienes las más exquisitas odas pindáricas habrían resultado insuficientes y pálidas. Mas aquellos tiempos de fuertes emociones y de néctares de victoria se han ido, y llevo ya incontables años recorriendo el mundo con mi mazo de naipes marcados sin poder encontrar, entre las masas de zombies encadenadas a sus monitores, un solo amante de la adrenalina dispuesto a convertirse por unas horas en mi desdichado adversario siquiera por una simple partida con opción a revancha.

Como sea, mi lema siempre fue y seguirá siendo: desafortunado en el juego, desafortunado en el amor, desafortunado en todo... pero entero.

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8. No sirvo para casi ninguna disciplina deportiva

Siguiendo un poco con la temática abordada en el anterior inciso, cabe señalarse que mi fortuna y mi destreza jamás fueron mejores en los terrenos del deporte que en los salones del vicio ludópata. Baste como ilustración acabada de ello un solo dato: yo he sido la prueba viviente del desacierto en que incurren todos aquellos que señalan que hay cosas que nunca se olvidan, y entre las cuales el ejemplo por antonomasia es el de andar en bicicleta. Yo (sí, yo) he olvidado cómo era que se andaba en bicicleta, perdiendo para siempre, en los clausurados recovecos de una memoria consternada, aquellos pedaleos de mi infancia que no fui capaz de reproducir en el plano físico cuando intenté revivirlos en mi edad provecta.

Por supuesto, el mundo está lleno de intelectuales, de artistas, de obesos vocacionales y de toda índole de sujetos que harán de este apartado sobre mi impericia para los deportes un dato intrascendente. Más aún, y recordando lo que opiné sobre el fútbol en una vieja entrada, sin duda habrá también hombres fanáticos de esa disciplina y que, sin embargo, se desempeñarán en ella peor que yo. Pero a lo que apunto más que nada acá es a señalar mi carencia total de ductilidad para el correcto desarrollo de todo tipo de actividad cinética: no sé jugar a ningún deporte, no sé andar en bicicleta, no sé manejar, no sé tocar bien ningún instrumento, no sé cocinarme más de cuatro o cinco invariables platos, no sé pintar, no sé cambiar el cuerito de una canilla que gotea... y apenas sé cómo puedo, en medio de tanta ignorancia, seguir vivo y obtener sustento. Digámoslo: el mundo es mucho más generoso conmigo de lo que yo jamás le voy a reconocer. O quizás sea que algunas cosas sé hacer, sólo que lo ignoro, pero, de cualquier manera, la finalidad de este blog es hacerme mala prensa, de modo que prefiero no adentrarme con paso resuelto y alma exploradora en los sórdidos laberintos de tan halagadora hipótesis.

Veamos... todas estas razones que acabo de redactar hace instantes fueron suscitadas en mi mente a raíz de que planeaba hablar sobre el deporte; volvamos, pues, al deporte, y dejemos las ramas a los pájaros. Pero ¿qué diré de mi relación con las pasiones y sudores del mundo deportivo? Salvo que esté en mis intenciones subestimar al lector, puedo concluir que ya se habrá éste formado una idea más que clara y precisa sobre lo que vendrá a continuación: ahorrémosle, entonces, la lectura, que también es tiempo, el cual a su vez es dinero, el cual no compra la felicidad pero puede alquilarla un rato... ¿y qué derecho tengo yo para privar al lector de una felicidad rentada? Demostremos, pues, nuestra buena voluntad para con los demás, y para con su felicidad y su tiempo, poniendo inmediato punto final a este innecesario inciso cuyas implicaciones ya todos habrán podido imaginar y reconstruir, sin mi ayuda, en sus propias cabezas: es éste el mayor elogio que un escritor de blogs haya tributado jamás a sus pacientes lectores.

De nada.

(Aunque cueste creerlo, estas denuncias radiográficas aún no han agotado todo su caudal de asombro y horror. Continuará...)

2 comentarios:

  1. 7. Me gustaban los juegos pero nunca tuve consolas de marca ni juegos conocidos. Apenas unos juegos que venían en un diskette de regalo con no sé qué revista. Alguna gente no me cree que nunca jugué al Mario Bros. No estoy en contra de los juegos pero hay una edad, los mayores de 16 años deberían dedicarse a otras actividades en vez de juntarse con sus amigotes a jugar con la Play.

    8. Debo ser la única persona que casi se lleva gimnasia a diciembre. Bueno, no la única, en primer año yo y un par de nerds más tuvimos que rendir un examen extra de voley para ver si llegábamos al promedio. Tiemblo cuando en la playa a alguien se le cae una pelota cerca mío porque al devolvérsela, ya sea que la patee o que la tire con las manos, indefectiblemente irá a parar a cualquier lado menos a su dueño.

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  2. Es un signo de la decadencia de los tiempos: en mis épocas, a los 16 años tenías que dejar sí o sí la Play y pasarte al poker, con todo su submundo de alcohol, dinero, cigarros, mujeres, redadas policiales, muerte, confusión... Yo no sé qué le ha pasado a esta sociedad que se ha vuelto tan sana.

    Ahora hablando en serio, nunca entendí el tema del voley. Es decir, que las mujeres tuviesen voley es lógico, pero ¿por qué a los varones algunos años también nos hacían experimentar las penurias de tan irrelevante deporte? Yo, dado que era muy delgado y no confiaba en mis indecisas fuerzas juveniles, había hecho un pacto con un asmático de mi equipo de que jamás sacaríamos; nuestros rivales, los cancheritos creídos que siempre nos ganaban, intentaban por todos los medios obligarnos a sacar, sabiendo que eran dos puntos fáciles para ellos. Hasta que un día, sucumbiendo a las presiones, el asmático me traicionó. Sumamente despechado por tan infame defección, fui a sacar... y lo hice de manera tan irracional, con un tiro tan ilógico e indescriptible, que debí seguir sacando todo el resto del partido hasta que yo solito lo di vuelta y lo gané con mi peregrino saque imposible de devolver. Desde entonces, no volví a sacar nunca más en mi vida, y mi leyenda se mantuvo intacta a lo largo de las centurias del deporte.

    Qué bella historia, y qué llena de sublimes e inmortales enseñanzas (me estoy cargando a mí mismo por haberla contado). Está bien, la moraleja es que muchas veces creemos que algo se encuentra muy por encima nuestro, vivimos camuflándonos en los fondos de los equipos, tratando de pasar desapercibidos, sin atrevernos a dar el paso para ser solistas, y nos perdemos de descubrir que valemos mucho más de lo que nadie, ni siquiera nosotros mismos, habría sospechado. Hay que jugarse por los imposibles, no hay que temer las instancias difíciles; y, si el intento nos sale mal, al menos nos queda el consuelo de haberlo intentado, de no haber querido conformarnos con una vida oscura, sencilla y cobarde entre millones más de vidas parecidas. Valen mucho más los fugaces segundos de un salto al vacío que diez años de tediosa y mansa rutina. Por eso, rebelémonos contra la estupidez de la vida, en vez de aceptar la insensata monotonía de lo que nos cae de arriba atrevámonos a crear y a ser nosotros... porque merecemos más.

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