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Radiografía de un outsider IV

Contra todos los pronósticos, ha llegado por fin el extraño día, profetizado por inverosímiles ancianos druidas que conversan con cuervos y lobos, en el que los astros en lo alto, alineados tras el paso de milenios, reproducen finalmente las coordenadas de la misteriosa llave espiritual que abre los plúmbeos portales de mi memoria a efectos de dejar salir, de las fúnebres sombras de un pasado olvidado, el final de mi antiguo e inconcluso decálogo de datos radiográficos que aspiraban a crear un intervalo entre mi persona y la conciencia de cercanía que podía llegar a elucubrar, erróneamente, el desprevenido lector de estos pergaminos de hostilidad y locura. Así pues, habiendo dado a conocer, en aquellas crónicas desperdigadas a través de las anchurosas planicies de la indiferencia humana, que no uso celular, que no tengo ni miro televisión, que hace más de quince años que no me voy de vacaciones ni a la esquina, y otras significativas irrelevancias de parecida índole, es hora de retomar mi tarea y, embebiendo mi pluma en las tintas de la introspección, culminar con los dos puntos restantes de esta enérgica y ejemplar denuncia contra mí mismo, que se circunscribe, no obstante, a los límites de lo políticamente correcto (tampoco necesito que se libren órdenes de captura en mi contra).

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9. Entre las redes sociales y yo hay algo personal

Sí: admitamos que es un lugar común mostrar manifiesta animadversión hacia facebook, twitter y lo que venga después. Admitamos, también, que blogger no deja de ser algo parecido y que sin embargo lo uso. Hasta acá, lo mío no escapa de lo aceptado, intrascendente y esperable. Pero la cosa cambia cuando examinamos mis razones. No tengo ni facebook ni twitter, no sólo por las poderosas diatribas que podría tranquilamente esgrimir contra su habitual caudal de usuarios, sino sobre todo porque son dos medios cuyas prestaciones se caracterizan por una cualidad de inmediatez que va a contrapelo de la universalidad de mis ideas. Para decirlo con claridad: el filósofo callejero o pensador de las sombras tiene como misión hablar de lo inmutable, mientras que twitter y facebook son espacios para volcar lo inmediato y, por ende, perecedero.

Que alguien con ideas valiosas dé cauce a sus refinados pensamientos a través de twitter en lugar de acudir a un blog equivaldría a que Schopenhauer, en vez de libros, hubiese escrito columnas en un diario. Todo lo escrito en twitter tiene fecha de vencimiento: una semana, en el mejor de los casos. Acaso se trate de un espacio idóneo para aquellos individuos que gustan articular veloces y superficiales palabras respecto de lo cotidiano, de lo particular, de lo momentáneo, de lo candente aunque olvidable, mas no para aquellos que sólo extraen de los hechos y de los fenómenos sus aspectos universales y elaboran ideas profundas a partir de las conclusiones permanentes que el mundo temporal y fluctuante les provee. En twitter uno redacta torpemente su momentánea alegría porque un equipo grande descendió de categoría; en un blog uno inmortaliza, para los lectores del porvenir, su análisis de cómo algo tan intrascendente como un resultado deportivo puede influir en el estado anímico y emocional de rebaños enteros de sujetos que, en su infancia, cometieron la insensatez de, guiados por el azar, delegar a un club y a sus eventuales representantes la potestad sobre sus futuras desazones y alegrías personales.

El caso de facebook es mucho más monstruoso, ya que a todo esto añade un gravitante ingrediente de amistad y de intimidad que seres ariscos y antisociales como yo no pueden siquiera concebir. ¡Ay, mis concepciones estéticas sufren de sólo pensarlo! Todo mi universo se conmueve de horror desde la aparición de esa orgía de rostros y conductas gregarias llamada facebook. Es una especie de ronda de mate virtual que abarca y mancomuna a la humanidad toda. Encima hay tanta gente en el mundo. O sea, lo peor de todo es eso: uno se da cuenta de que hay mucha gente. Más y más y más y más humanos, todos con un nombre y con un apellido y con una cohorte de amigos y con un rostro; más y más y más y más, hasta que parece que nunca se van a acabar. Y pensar que ya con los pocos que había antes de facebook me alcanzaba para querer matarme...

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10. Me es taxativamente imposible usar tela de jean

Y ha sido así desde mis quince años, edad en la que arrojé sin mayores miramientos a la basura mi última prenda confeccionada con esa tela nefasta. Tal rasgo de mi personalidad no encuentra su origen en alguna irracional clase de fobia o en una inusual alergia orgánica, sino que se funda en tres variables perfectamente meditadas que pasaré a detallar de inmediato, razones de peso que me movieron a modificar mis hábitos.

En primer lugar, la variable térmica. Afecto como soy a los climas invernales, comprendí tempranamente que no podíamos coexistir un solo año más, conjugados, el verano, el pantalón de jean y yo: uno de los tres tenía que desaparecer para que mi zona sur pudiese respirar con desahogo. Estando, al menos de momento, fuera de mis facultades la capacidad de ahuyentar el estío, o de correr a piedrazos a Febo y ponerlo en fuga con dirección al hemisferio norte, mis metódicos cálculos arrojaron el inflexible resultado de que, así las cosas, quien debía partir al destierro era el insufrible pantalón vaquero. De modo que, remplazando su pesada y asfixiante tela por la más amigable ligereza de los lompas militares, pude saborear desde entonces el impagable bienestar de no volver a sentir mi región locomotriz comprimida dentro de esa extraña máquina de sudoración infernal que parece haber sido concebida en alguna mazmorra inquisitorial de la Edad Media.

En segundo lugar, encontramos la variable higiénica. Solicito al lector que, deslizando una adusta mano sobre el jean que, con escaso margen de error, adivino que tiene puesto, haga experiencia táctil de la cualidad de su tela. Así es: el jean, por más recién lavado que esté, parece sucio, como si estuviese mágicamente recubierto por una fina pero indeleble capa de perenne polvo. La tela de jean declama mugre: es parte de sus inextricables propiedades. Mi teoría es que el hilo con el cual se confecciona la tela de jean está hecho, él mismo, a partir de la pelusa que forma el polvo en nuestros hogares. Esa pelusa de polvo, cosechada de todos los pisos y rincones del orbe por escobillones industriales, y almacenada luego en depósitos gigantescos, es la materia prima con la que se hacen los jeans que enfundan a diez novenas partes de la humanidad. ¡Efímeros mortales, soy yo el que se los está diciendo! ¿Por qué nunca nadie quiere creerme? Como sea, está probado que cuatro de cada cuatro mujeres con las que salgo usan jeans, así que acaso no sea improbable que hasta yo me haya acostumbrado, a la larga, a imponer mis manos sobre esa roñosa porquería.

Y llegamos finalmente a la tercer variable, la filosófica. Se podrá aducir que la popularización del jean nació como un símbolo de rebeldía: concedido. Pero la rebeldía termina de serlo cuando se universaliza por completo. Estadísticamente, por cada persona que usa traje y corbata, hay, al día de hoy, 264 que usan jean. Puede así decirse que, a esta altura, el jean se ha consagrado indiscutiblemente como el uniforme mismo de la humanidad, detentando casi un abierto monopolio sobre el mercado de las gambas. Cuando los extraterrestres filman películas de ciencia-ficción en las que su planeta se ve invadido por belicosos y voraces terrícolas, tienen por convención cinematográfica ataviar a nuestros ejércitos hostiles no con trajes de astronauta, sino con jeans. Como contrapartida, todas las películas humanas que pintan distópicos mundos futuristas en los que una sociedad alienada y monocroma vive un ocaso de opresión, de vicio o de estupidez, coinciden en excluir por completo, de sus estrambóticas vestimentas, la tela de jean, dando a entender de ese modo, para inmenso regocijo de mi desbordante corazón, que al hombre le aguarda un espantoso y aterrador mañana en el que, al menos, no quedará vestigio alguno del antiguo reinado de esta asquerosa prenda de vestir. Así pues, te lo digo en tu propio rostro, maldito e insaciable jean, tú cuyos botones se asemejan, por su brillo, a los ojos de los tiranos, tú cuya cremallera se asemeja, por sus afilados dientes, a la diabólica sonrisa de los opresores: algún día el hombre, siguiendo mi glorioso ejemplo, se librará de ti. Así está escrito... al menos desde hoy.