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Apología del mal I - La Gorgona

Quien quiera que se atreva alguna vez a interrogar con férrea veracidad las diversas fases de su conciencia, quien quiera que no tema consultar con indagadores ojos científicos el caprichoso manojo de prejuicios que da forma a sus vacilantes y subjetivos atributos morales, deberá reconocer la enorme ductilidad con la que, tarde o temprano, se asomaría a las cataratas del mal si contase con la decisiva facultad de volver piedra a todos aquellos que posasen la mirada sobre su figura.

Robar un banco, entrar gratuitamente a un recital, llevarse sin pagar toda clase de suministros y víveres del supermercado, o sustraer costosísimas obras de arte de los más renombrados museos, serían meros trámites en la pasmosa biografía de aquel que pudiese petrificar a guardias, policías y cajeros con su sola presencia. Claro que uno también encontraría no pocas contrariedades a su paso, como reducir al colectivero a un estado pétreo que conspiraría contra la factibilidad del viaje por el cual se habría acabado de importar el boleto, pero esto podría solucionarse fácilmente transformando en estatua a cualquier automovilista al que se le desease usurpar el vehículo. Tal como este ejemplo sin duda clarifica a la mente del lector, todos los caminos de la vida de quien contase con dicha habilidad lo conducirían ineluctablemente al mal.

Ahora bien, cuando uno ausculta los diversos eventos de la biografía de Medusa que alcanzaron estado público, llama prontamente la atención la mansedumbre con la cual esta Gorgona se manejó pese a la posesión de tan notablemente diabólica capacidad. Si sumamos a esto la soledad, la tremenda soledad de una mujer condenada a no poder jamás gozar de amante ni pretendiente alguno sin petrificarlo de antemano, más aún, condenada a no poder siquiera mirarse a un espejo para practicar las eternas artes femeninas de embellecimiento y estuque (poco extraña que tuviese un nido de serpientes en la cabeza quien no podía acudir a peluquería alguna sin riesgo de petrificarse a sí misma al sentarse frente a su reflejo), el hecho de que la Gorgona no haya realizado tanto daño como habría podido y debido hacer bien puede frenarnos en seco frente a los eternos mares de la perplejidad. ¡Cuánto mal habría meditado yo en su lugar, y a cuántas crueldades me habría entregado con insólito arrojo!

¿Por qué los monopolios multimediáticos griegos reputaron como especialmente malvada a una criatura tan poco proclive a hacer manifiesto uso de su inigualable capacidad de daño en una proporción siquiera lejana a aquella en la que habría sido lógico para cualquier otra? Lo ignoro, pero no cabe duda de que es hora de encabezar un amplio movimiento revisionista que exonere de sus culpas a Medusa y que condene con suficiente firmeza a Perseo por su odioso crimen de lesa gorgonidad. La de viperinos cabellos merecía ser escuchada y comprendida antes que decapitada. Incluso, quizás podría haberse reinsertado en la sociedad mediante algún noble empleo como el de convertir en monumentos de verdad a los mamertos que hacen de estatuas vivientes en las plazas (¿por qué no cultivan algún talento más sorprendente que el de la abúlica inmovilidad?), o facilitándoles un novedoso método de protesta a los jóvenes descontentos con la polis, que en lugar de hacer un piquete en el camino a Corinto podrían haberse transformado en testimoniales piedras humanas gritando con sus muecas eternamente a los cielos para llenar de horror y vergüenza a las autoridades.

Es por eso, Gorgona, que aquí celebro la ignorada honra de tu mancillada memoria, yo, que he podido comprenderte, yo, que me abismo en el dolor y la locura de sólo intentar concebir tu soledad eterna allí donde, rodeada por las desmoronadas estatuas de aquellos a quienes habrías querido amar, encontraste la muerte, esa muerte que acaso secretamente anhelabas. Mucho escarnio e injusticia se te ha hecho ya padecer, oh incomprendida, mas eso ha acabado: simplemente hazte un rodete con tus serpientes para que, sin riesgo de ser picado, pueda yo, con los ojos convenientemente vendados, brindarte al fin el consuelo de un inmortal abrazo.

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Introducción

Fiel a mi estilo, contrarío una vez más todas las convenciones y leyes admitidas como imprescindibles por el hombre y presento la introducción a esta nueva saga sólo después de divulgada la anticipada primer entrega, confiando en que los moralistas se mostrarán más preocupados por la peligrosa y disolvente labor de reivindicación de malhechores que me propongo llevar a cabo desde hoy que por el hecho de que haya transgredido las sabias normas que, prudentemente, aconsejan ubicar las introducciones no al final sino al comienzo de los escritos.

Desde épocas inmemoriales, desde años cuyos vestigios se tornaría casi imposible aun al más avezado arqueólogo rastrear, acostumbraron los malvados, tanto de dibujitos animados como de películas, cobrarse mi simpatía muy por encima de la casi nula atracción que lograban concitar en mi ánimo los insulsos protagonistas que nos eran presentados bajo la égida del bando supuestamente bueno. Siempre fui de tomar partido por aquellos personajes que los guionistas se esforzaban denodadamente en vendernos como malévolos, haciéndoles cometer todo tipo de fechorías y exponiendo a todas luces sus dudosas condiciones morales para justificar luego, ante un espectador mansamente agradecido, su ulterior caída y postrer castigo, los cuales eran con frecuencia tramposos y se revelaban más que reñidos con el resto de la trama (justo los criminales más brillantes decidían que, en vez de ponerle a Batman un tiro en la frente, era mejor meterlo en un industrioso cepo mecánico que le cercenaría las piernas al cabo de cinco minutos, suficientes para que el héroe escapase: sí, claro...).

Por mucho que el hecho de ser yo mismo odiado por todos me dote de cierta inevitable empatía con los avatares de estos estigmatizados personajes, arduo se me hace concebir que exista, no ya en Argentina, pero siquiera en alguna sociedad saludable del planeta, algún niño o persona capaz de no detestar a muerte a Tweety o al Palomo Mensajero, de no sentir simpatía por Pierre Nodoyuna, el Coyote o Gargamel, o de preferir al Dragón Volador antes que a Piernas Locas Crane, o a Goku y Krilin antes que a Cell y Vegeta. Sea así o no, cada vez que las inocentes potencias de mi infantil intelecto asistían a una nueva emisión televisiva de algún guión amañado y tramposo, aquel niño que yo era se levantaba de su butaca, se dirigía al patio en silencio, con el pecho transido por una inenarrable furia contenida, elevaba al cielo una mirada cargada de rencor y desasosiego, y se abocaba todo el resto de la tarde, ante la azorada mirada de su familia, a despedazar hormigas, moscas, bichos bolita y cualquier otro ser vivo que guardase siquiera alguna remota similitud con los espurios héroes de esos dibujitos animados tan moralmente edificantes cuan humanamente despreciables.

Y es para suplir aquellos devaneos destructivos de mi infancia, aquellas ansias de justicia que descargaban toda su inclemencia sobre las más enternecedoras formas de vida animal, que doy inicio a esta nueva saga, que viene a poner algo de orden en el mundo y a reivindicar el derecho a una justa defensa que tienen los malvados, tan maltratados por guionistas mojigatos y públicos sumisos. Es hora de hacer oír la otra campana, es hora de contar los verdaderos finales de las historias, es hora de dar a conocer los tremendos padecimientos que condujeron a los malhechores por los senderos del crimen... es hora de que se conozca nuestra cruda verdad.

Porque el mal no es sólo una forma de arte: es también, para las almas atormentadas, un derecho inalienable.

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