El leer este blog es perjudicial para la salud. Ley No. 43.744.

Radiografía de un outsider II

Continuando con la exitosísima (no será taquillera, pero sí de culto) saga de mi propia radiografía, me dispongo a seguir abrumando al eventual lector con la multiplicidad de razones por las cuales debe rever su insólita postura de considerarme un ser de su misma especie. Pero que quede claro: mis peculiaridades no deben ser tomadas como irrefutables pruebas de que soy un marginal afectivo, un inadaptado social o algo por el estilo, sino que es necesario sumar a esa válida hipótesis la posibilidad de que, así como me hacen sentir a mí en esta sociedad hecha a imagen y semejanza del mercader, el hombre promedio se sentiría tal vez en la Ciudad de los Monos del Libro de la selva de Rudyard Kipling. Sí, soy consciente de que, si la sociedad estuviese conformada exclusivamente por individuos como yo, hace rato que el hombre se habría extinguido, pero, tras tantos años sin que mi conducta encontrase en lado alguno el beneplácito de la comprensión, creo que me es más que lícita, cuanto menos, una inofensiva venganza retórica. Después de todo, ¿qué son la mayoría de nuestros blogs, y de nuestra literatura, sino una válvula de escape para resarcirnos de tantas heridas y decepciones?

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4. No miro (y ni siquiera tengo) televisión

No es esto nada del otro mundo, pero no deja de ser particular y de traslucir cierta vocación no ya de indiferencia hacia los candentes temas que ocuparán las conversaciones humanas durante todo el día, sino incluso de apego al camino propio que no hace otra cosa que aislarme más del mundo. Sin embargo, está probado que, si en vez de malgastar mi tiempo leyendo autores decimonónicos o componiendo extravagantes obras de piano, me abocase a mirar la audición de Beto Casella, mi capacidad para integrarme con facilidad a la vida social no se incrementaría un ápice.

Sí, comprendo la importancia que tiene para el normal desarrollo de la vida humana mirar el programa de Tinelli, al día siguiente mirar todos los programas que hablan sobre el programa de Tinelli, y el fin de semana mirar todos los programas que hablan sobre los programas que hablaron sobre el programa de Tinelli, pero tengo que admitir que no está en mis atributos lograr que mi vida gire en torno al conocimiento de qué figura célebre se acostó con cuál o qué famoso le entabló juicio a qué otro famoso.

No negaré que de niño y adolescente fui un gran televidente, pero en aquellos entonces la televisión versaba sobre los más dispares tópicos; hoy, en cambio, la televisión sólo se trata sobre la televisión: ha dejado de sentirse un medio para verse erróneamente como un fin en sí mismo, y eso no concita mi interés. Por supuesto que arrastro un gran bagaje cultural televisivo: todos mis actuales conocimientos espirituales y silogismos mundanos provienen en cierto modo de la pléyade de filósofos que va de Benny Hill, Aníbal el Number One y Sledge Hammer a Pipo Cipolatti, Aníbal Hugo y Seinfeld, pero el oscurantismo de una nueva Edad Media patrística ha borroneado aquellos saberes helenísticos y renacentistas de las pantallas hasta el punto de que, como un Giordano Bruno moderno, no queda ya para mí sino la herejía y el oprobio de la hoguera de aquel que ignora las creativas publicidades que están en boca de todos, y que queda en falsa escuadra si menciona como contrapunto los olvidados éxitos del pasado.

Como sea, mis únicos contactos actuales con el mundo del espectáculo se limitan a las películas y óperas que me bajo de internet, nothing else. Y en cuanto al lector, que en vez de estar mirando Rial o el discurso de Cristina se encuentra ahora meditando estas inconducentes palabras que manan de mi insana pluma: ¿qué hace?... que por favor procure no terminar como yo.

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5. Hace quince años que no salgo de vacaciones

Un eufemismo para decir que pasé toda mi vida adulta sin salir de la tenebrosa ciudad de Buenos Aires para nada. Las excepciones fueron un viaje de un día a La Plata, un viaje de una tarde a Escobar, y hace unos pocos meses sí, al fin, mi salida triunfal: dos días a la ciudad de Neuquén para finiquitar unos turbios negocios. Pero fuera de esas tres ocasiones, jamás, en quince años enteros o más, traspuse los acotados límites del conurbano bonaerense.

Por supuesto que existen razones para ello. Desde que alcancé la edad en la que, por incompatibilidad de intereses, uno deja de salir de vacaciones con su familia, jamás se me ocurrió irme solo. Cabe añadir, además, que, en vistas de que ya desde el colegio secundario era un outsider entre mis compañeros, desdeñé olímpicamente la posibilidad del viaje de egresados. Los subsiguientes avatares de mis complejas situaciones laborales, forzoso es decirlo, tampoco ayudaron mucho, y a esto hay que sumar que ciertos lugares de veraneo, como ser la costa, me están irrevocablemente vedados por la interdicción dermatológica que, bajo pena de muerte, me prohíbe de manera terminante exponer mi piel, heredera directa de los lunares que se llevaron a mi madre al otro mundo, al nocivo contacto de los rayos salores. Esto último genera en mí el raro efecto de que, dado que amo el frío, suele vérseme en los más gélidos días de invierno paseando despreocupado con una camisa arremangada, mientras que en las más abrasivas jornadas estivales se me avista enfundado en inconcebibles remeras de manga larga, lo cual ya sería tema para elaborar un nuevo punto de este decálogo radiográfico pero no será el caso.

De cualquiera manera, puedo afirmar que la costa ya me desagrada por una mera cuestión genética: ¿quién puede llamar "vacaciones" a trasladar la población completa de Buenos Aires, con todo su equipaje de envoltorios, botellas, bolsas, ruido, groserías y basura, a otro punto del país? Tal cuadro concita en mí ideas más próximas a éxodos masivos impuestos por algún Stalin entronizado en el inconsciente colectivo que a una búsqueda de descanso y sosiego vacacional. ¡Si hasta los insufribles programas televisivos se trasladan al gulag atlántico para transmitirse desde allí! Por eso, cuando en enero y febrero advierto que soy el único que se quedó acá y que tengo, como el personaje de La nube púrpura de Shiel, toda la ciudad para mí solo, comprendo que no necesito viajar para tener vacaciones, sino que me basta con esperar a que se vayan todos los demás.

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6. ¿Lo diré?... me atraen las mujeres con anteojos

Sí, así de estrambótico como suena. Algunos de mis conocidos ya están al tanto de esta asombrosa preferencia mía, y no pueden encontrarle razón alguna. A decir verdad, yo tampoco: simplemente sucede. No significa esto que me desvelen todas las mujeres que usan lentes, ni que desdeñe a todas las que no, pero digamos que las gafas suelen ayudar y volverse un punto a favor. Soy consciente de que los anteojos no son sinónimo de cultura e inteligencia, sino únicamente de miopía, pero no puedo evitar, cada tanto, sentirme extrañamente atraído visualmente por una mujer sin lograr elucidar con claridad en qué factor o cualidad de su persona reside su capacidad de seducción sobre mis sentidos... hasta que reparo en que luce anteojos: ahí está el secreto. Claro que jamás me acerco a hablarle, no sea que resulte idéntica a las mujeres que cuentan con buena visión y quede menoscabada de ese modo la magia de mis irracionales fantasías.

En mi adolescencia, estando con mis condiscípulos del secundario, a menudo acontecía que la manada comenzaba a elogiar efusivamente a alguna muchacha de prominentes curvas. Tarde como siempre, buscaba con mi vista cuál era el objeto de deseo que producía tal evacuación salival en mis algo básicos cofrades, y, tras una veloz mirada, mi comentario resultaba siempre el mismo: "No, tiene cara de mogólica". A esta cruda pero realista observación, mis compañeros me amonestaban con el consabido: "A vos no te gusta ninguna, debés ser (sic) medio rarito". Tras esto, algún osado juntaba valor y, en un acto de arrojo, partía a la conquista de la plaza fuerte; unos minutos más tarde retornaba, con el sangrante estigma del rechazo sobre su frente, y me decía: "Tenías razón: era una mogólica". Nada le contestaba, mientras mis embobados ojos permanecían clavados en alguna portadora de gafas que no era mirada por nadie en el mundo más que yo.

Nunca tuve mucha suerte con las damas de anteojos. Mi ex-novia, en rigor única novia que tuve, usaba anteojos sólo para leer, y para colmo solía inclinarse más por los lentes de contacto, tercer invento que más detesto después del teléfono y el celular. Mi teoría sobre esta cuestión es la siguiente: dado que me atraen más las mujeres inteligentes que las simpáticas o bellas, adjudico inconscientemente a las gafas unas propiedades que no garantizan intelecto, pero sí al menos la posibilidad de él, existiendo acaso la chance de que las anteojudas, poco demandadas en el universal mercado del amor, se hayan volcado en su soledad a la lectura y al acabado aceitamiento de sus aptitudes racionales e intelectivas, en paciente espera del valeroso explorador capaz de hallar algún día tales tesoros ocultos y de valorar su intrínseca belleza. Sea así o no, que las jaurías se devoren entre sí luchando por afamadas modelos y vedettes mientras yo sigo soñando, en secreto, con alguna ignota cuatrochi de aspecto inocente pero de cerebro potencialmente poderoso.

Y, valga la aclaración, no: por más que paso horas y horas frente a la pc o fatigando mi vista en viejos códices de amarillentas y carcomidas páginas, los linces siguen acudiendo a mí cada vez que extravían algún objeto de reducidas dimensiones.


(Como se podrá advertir, esto va in crescendo... y aún falta lo peor. No creo que un decálogo resulte suficiente, pero por lo pronto sigamos avanzando en mis denuncias y testimonios contra mí mismo. Continuará...)

2 comentarios:

  1. 4. No podría no tener televisión. Confieso, no sin vergüenza, que desde hace un tiempo paso más tiempo viendo televisión que leyendo. Me gusta ver un poco de todo, sobre todos películas clase C y series que, como me da fiaca bajarlas por internet, las veo en TV aunque sean repeticiones de 4 temporadas atrás. Amo a Monk, y las óperas me gustan pero para escuchar o para ver en vivo, por televisión se me hacen aburridísimas. Y te recomiendo "The Big Bang Theory", creo que el personaje de Sheldon puede llegar a gustarte.

    5. Trato de irme de vacaciones todos los años, pero no quise ir de viaje de egresados y suelo ir a la playa aunque pase la mayor parte del tiempo bajo techo porque - malditos lunares - el sol me hace mal.

    6. Me gustan los hombres con anteojos, creo que por una cuestión de empatía más que por otra cosa; cuando era chica sufría por tener que usar anteojos y que el otro también los usara me hacía sentir menos sola. Ahora uso lentes de contacto pero más por comodidad que por "belleza": veo mejor para manejar, no se me mojan cuando llueve, no se me salen cuando bailo y puedo usar anteojos de sol. Si fuera por "belleza", usaría anteojos siempre. Me encantan.

    Espero la continuación. Todavía no has dicho nada que me haya asustado.

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  2. Es cierto lo de las óperas, no entusiasman tanto por televisión como por audio o en vivo; la excepción es la versión cinematográfica de "Cavalleria Rusticana" filmada por Zeffirelli.

    La idea de ir a la playa para estar bajo techo me resulta ocurrente y atractiva, exhibe incluso ciertos visos de locura... es como ir a la montaña y permanecer siempre al nivel del mar. Es válido.

    El tema de los lunares es tremendo. Yo suelo ir una vez cada tanto al dermatólogo, pero siempre alternando los especialistas, a fin de que me los revisen; todos coinciden en que algunos lunares me los tienen que extirpar... pero jamás hubo dos que coincidieran siquiera una vez con un mismo lunar. De modo que, ante tan evidentes divergencias entre los dictámenes de los sucesivos especialistas, opto por no sacarme nada y dejo que mis lunares prosperen en un marco de igualdad y tolerancia. Y si en el futuro alguno se me desata, bueno, lo enfrentaré cara a cara con valentía, qué es eso de andar previniendo con tanta antelación un incierto delito epitelial.

    Yo también creí rastrear mi gusto por los anteojos en traumas de la infancia, pero porque la que debió usarlos unos pocos años fue mi hermana: en cuanto advertí que los anteojos la hacían sufrir, no tardaron éstos en convertirse en los tempranos cómplices de mi natural malicia fraterna. Desde entonces, cada vez que veo unos anteojos posados sobre la nariz de alguien, mi corazón no puede evitar saludarlos con desbordante simpatía. Pero esto es una hipótesis y, a decir verdad, no creo que tenga nada que ver con mi extraña atracción.

    Desde ya, no apruebo su traición a las gafas. Y los anteojos de sol son una suerte de impostores, no cuentan.

    Para cerrar, por supuesto que nada en este decálogo asusta, los puntos más controversiales se reservan para mi Decálogo Prohibido, el cual queda restringido a un ámbito estrictamente privado dado que muchos de sus incisos podrían fungir como instancias probatorias en varios juicios que se entablarían de inmediato en mi contra. Éste es el decálogo bajas calorías, único pasible de ser publicado.

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