El leer este blog es perjudicial para la salud. Ley No. 43.744.

La rebelión de los mamíferos

Mi sorprendente regreso a las páginas de este blog, y a mis exhaustivos estudios sociológicos, obedece al simple hecho de que me veo en el deber de poner nuevamente en guardia a la humanidad (aunque la considere mi más mortal enemiga) y de alertarla ante los terribles peligros a los que se ve expuesta en la supina ignorancia que la caracteriza. Ha llegado para mí la hora, en efecto, de desenmascarar para siempre a otro más entre los oscuros factores de poder que se mueven impunemente en las sombras, acechando al hombre, y que sólo los potentes reflectores de mis ideas libres de ataduras pueden sacar a la luz y denunciar. Sentaos pues, incautos hijos de la mujer, a leer con atención y prudencia este ensayo, que no habrá menos de dejaros atónitos, y preparaos para la acción si es que queréis que el mamífero rompa, de una vez por todas, las tiránicas cadenas que forjan su eterna tragedia de vida.

***


Sobre el principio de amamantamiento

Como todos sabemos, la mujer vino al mundo con dos microchips que, incorporados en sus senos, la programaron de fábrica para consagrar su vida entera a la alimentación. Podemos pasar días perorando incansablemente sobre la emancipación femenina, sobre el avance de la mujer en la sociedad, sobre la teoría y la praxis del feminismo militante, sobre anteponer la vida laboral a tener hijos, y sobre un montón de huevadas similares dignas de llenar con lugares comunes y pensamientos trillados alguna página vacía del diario del domingo, pero todo ese palabrerío se derrite como la cera ante la verdad unívoca e irresistible que propone el simple principio de amamantamiento: la mujer, por mucho que se rebele contra sí misma, nació para dar de comer; sus glándulas mamarias así se lo ordenan.

Cuando es niña, toma entre sus brazos un muñeco bebé y le lleva, impulsada por resortes instintivos antes que por educación o imposición de paradigmas sociales, una mamadera de juguete a la boca; luego, solicita insistentemente a sus padres que le procuren una mascota, de cuya posterior alimentación se ocupa con celo, al menos hasta que alcanza su adolescencia; entonces comienza a salir en busca de pareja para así, una vez que la consigue, dedicar su vida a dos impostergables misiones: amamantar a sus hijos y engordar a su esposo; una vez que estas misiones son llevadas a cabo con éxito, su vejez se convierte en una eterna tortura hacia sus nietos, que deben soportar estoicamente a una abuela infatigable que no deja pasar un solo instante sin volverles a ofrecer, por enésima vez, alguna cosa para comer que le rechazaron hace no más de cuatro segundos; por último, cuando sus nietos se alejan, cuando su marido muere, cuando la soledad hace presa en ella, sale de su casa, temblorosa, resignada, y comienza a alimentar a todos los gatos callejeros del barrio. Podría agregar que, al morir, sirve su propio cuerpo a los gusanos para que se deleiten en opípara cena fúnebre, pero eso lo hacemos también los hombres.

Tal como podrá suponerse, toda esa irrefutable historia de vida que he pintado en una sola parrafada se origina en el simple hecho de que la mujer posee mamas. Cuando un hombre tiene un perro, es porque quiere compañía y fidelidad; cuando una mujer tiene un perro, es porque le quiere dar de comer a cualquier cosa, a lo que sea. Cuando un hombre, como excepción, tiene plantas, es porque le interesa la botánica y es curioso respecto de las ciencias naturales; cuando una mujer tiene plantas, es porque quiere verse en la saludable obligación de regarlas y de velar por sus frágiles existencias. Alguna que otra vez mi hermana se fue de viaje; las únicas palabras que antes de partir me dirigió en cada caso se refirieron, exclusivamente, al hecho de encomendarme sus plantas y la sagrada tarea de darles riego; de más está decir que sus meticulosas instrucciones fueron olvidadas por mi intelecto aun antes de que hubiesen sido impartidas del todo, y que, si las plantas sobrevivieron a su ausencia, fue por obra y gracia de la benevolencia sin límites de una Naturaleza pródiga y feraz.

Resumiendo, y quitando tal vez los casos de algunas mujeres un tanto autodestructivas, tener tetas pega mal. El hombre que le diga arteramente a su mujer «Mi madre cocinaba mejor» logrará herirla. La mujer que le diga en cambio a su marido «Mi padre cambiaba mejor las lamparitas» no logrará absolutamente nada de nada. El lector acaso se pregunte ahora, con toda legitimidad, dónde es que hay una tragedia en todo esto que menciono, pero la respuesta amerita un capítulo aparte, el cual comienza a continuación.

***


El hombre mal alimentado

Entre las numerosas frases e ideas de Nietzsche que no han llamado la atención de absolutamente nadie, que no han sido materia de ningún posterior estudio filosófico, y que no han disparado las disquisiciones de un solo ensayista en todo el universo, hay una que siempre consideré como uno de los puntos capitales de su obra, una de esas Verdades que podrían haber cambiado el decurso histórico del mundo si no hubiese sido porque los estudiosos prefirieron distraerse con tópicos más intrascendentes y olvidables, como ser el del eterno retorno. Me refiero a un pasaje suyo que reza: «La estupidez introducida en la cocina: la mujer haciendo de cocinera. La mujer desconoce el significado de la comida. Las malas cocineras, la falta absoluta de racionalidad en la cocina, es lo que más ha retrasado y perjudicado el desarrollo del hombre». Quede dicho: no puede haber peor calamidad para un hombre que el hecho de ser alimentado por una hembra.

Como ya he mencionado alguna vez, tuve la inmensa fortuna de que mi madre muriese cuando yo era aún un niño, lo cual supuso para mí incontables beneficios que sólo con el tiempo fui capaz de percibir. Uno de ellos consistió en emanciparme para siempre de la mala alimentación a las que las mujeres someten al hombre. Puesto que ya de niño tuve que aprender a cocinarme todos los mediodías, mientras que era mi padre quien se encargaba de preparar una frugal pero sustanciosa cena por las noches, mi cuerpo creció con todos los privilegios y dones de una delgadez atlética. Dicha delgadez me valió en el comienzo algunas burlas entre mis condiscípulos, pero éstas fueron prontamente vengadas en las clases de gimnasia, cuando, para mi regocijo, advertí que les sacaba con facilidad diez vueltas de ventaja corriendo alrededor de una plaza, o que llegaba a hacer unos seiscientos abdominales más que esas resollantes focas en idéntica cantidad de tiempo. Conclusión: los que estaban mal alimentados eran ellos.

Varios lustros de salud transcurrieron sobre mí, y llegué así a mis 34 años. Accedí hace unos días, tras siglos de vanas insistencias que chocaban contra mis hoscas negativas, a concurrir por fin a uno de los regulares asados de camaradería que celebran cada tanto los escasos seres equívocos que dan en juntarse conmigo. Surgió entonces, en un patético momento de sobremesa, la temática de las prominentes barrigas y abultados vientres de los que todos sin excepción, individuos de edades cercanas a la mía, hacían gala. Suele adjudicarse esa gordura masculina a la edad o a los excesos de cerveza y de vino, pero, verificándose ambas instancias en mi propio organismo, parecía inexplicable mi contrastante estado físico. La respuesta, que les manifesté al instante, era muy simple: a diferencia de ellos, yo no había aún contraído matrimonio. Es decir, yo no era alimentado por mujer alguna.

El hombre no engorda con la edad: el hombre engorda con el casamiento. Tomemos el arquetipo absoluto del hombre casado: se trata de un burgués, un camionero o un obrero panzón que muere, harto ya de las gansadas que habla su esposa, entre los 50 y los 70 años, depende de si se eyecta de su insufrible matrimonio por medio de un ACV o de un infarto. Reparemos ahora en el arquetipo absoluto del hombre soltero: se trata de un loco delgado, enjuto, de ojos alucinados, que vive en la calle y que suele tener una expectativa de vida de unos 90 años. Sancho Panza era casado; Don Quijote, no. ¿Y quién puede discutir las supremas verdades del Arte?

En pocas palabras, la panza es el estigma indeleble que denuncia el sometimiento del hombre que ha sido domesticado por una hembra. Por supuesto que hay excepciones: el sacerdote obeso, por un lado, o mi difunto abuelo materno, por el otro. ¿Por qué menciono a mi propio abuelo? Porque fue él quien, con su increíble ejemplo, me brindó la piedra filosofal del Hombre Libre. Su genética era perfecta: le alcanzaba con comer sólo dos bocados de algo por día para vivir. Su esposa, como buena mujer, amaba cocinar, hacía cursos de repostería, estudiaba las recetas más exóticas, se lanzaba a preparar los platos más sofisticados, escalaba las más impensadas cimas en el difícil arte de la cocina gourmet, pero en vano: mi abuelo hacía a un lado todo lo que se le ponía delante alegando alguna excusa inverosímil. «No, está frío. No, le falta sal. No, está caliente. No, tiene un gusto ácido. No, está salado. No, no, no, ¡no!» Con esa genial técnica, con esa rebelión prometeica digna de un semidiós, fue de los pocos ancianos de la historia que lograron sobrevivir a sus esposas, y murió recién después de los 80 sólo porque era un fumador empedernido y un enfisema minó por completo sus pulmones.

Formulo una simple pregunta: ¿por qué creen que el Papa es siempre un viejo de edad incalculable que llega a vivir unos 210 años? ¿Porque Dios lo ama y lo protege? No: porque tiene cocineros varones, el elíxir de la larga vida. Por supuesto que no consagro como un bien deseable el hecho de vivir muchos años: simplemente celebro que uno pueda contar con la posibilidad de llegar con buena salud a la edad necesaria para culminar alguna obra o alcanzar alguna meta propuesta en la juventud. Dejarse alimentar por una mujer, un ser que no sabe nada de las necesidades de un guerrero, es exponerse a reventar más temprano que tarde como un escuerzo.

***


La rebelión del Hombre

Pero ¿por qué utilizo palabras como emancipación, libertad, rebelión? ¿Por qué admiro el sagrado No de mi abuelo y veo en él una piedra filosofal para alcanzar un mundo mejor? Humanos, la necesidad de comer es el principio de toda esclavitud, y, cuanto mayor es un vientre, mayor es la esclavitud de ese hombre respecto de los demás hombres, así como (lo cual tiene peores consecuencias en el mundo del arte, o sea, en el único que verdaderamente me interesa) mayor es la esclavitud del cerebro de ese hombre respecto de su propio estómago. La obra del genio es producto de un intelecto que se libera del yugo de las necesidades físicas a las cuales ese intelecto nació para servir. El hombre con menores necesidades fisiológicas se acerca más fácilmente a ser lo que Arthur Schopenhauer llamaba un "sujeto puro del conocer".

Entonces, el hombre que se somete con gusto a una perniciosa nutrición por parte de su madre o de su mujer queda condenado al odioso cepo de una esclavitud de ardua resolución. Por un poco de dinero o poder, por un plato de lentejas digamos, se puede controlar a cualquier gordo. Pero la delgadez es insurrección, y un hombre de constitución magra puede, en un ataque de dignidad, mandarte al diablo aunque le ofrezcas salmón rosado con caviar y champagne. Las mujeres, en consecuencia, son máquinas dedicadas a la tarea de volvernos esclavos, esclavos de ellas, de nuestros estómagos y de todo. El burgués obeso que las izquierdas odian es una creación femenina, lleva su sello indeleble, lo ha esculpido la hembra hasta en sus más ínfimos detalles. Pero las izquierdas mismas están formadas por esclavos, que justamente envidian del burgués su panza, no otra cosa, pues los zurdos se rebelan contra todo menos contra la alimentación que les brindó su madre. Y por eso fracasan: porque no tienen claro dónde reside exactamente su esclavitud. El único rebelde, el único emancipado, el único Hombre Libre es, así pues, el artista, el filósofo, el científico, el ermitaño, el santo, el poeta maldito, el loco.

Y es que la mujer no sabe, ni desea, alimentar a un guerrero: alimenta al hombre como si éste fuera una hembra, alguien que tiene que engordar para nutrir un feto en su interior, y de ese modo transforma al guerrero en un mercader, a veces, y en un esclavo, siempre. Esto no carece de lógica: la mujer cavernícola tuvo que aprender a seducir un cazador, sacarle un hijo, y luego, para que el cazador no la abandonara, para que se quedara a procurarles alimento a ella y al cachorro, tuvo que aprender a engordarlo, a aburguesarlo, a volverlo obeso y poco deseable para las mujeres más jóvenes... a hacerlo, en suma, un completo esclavo de ella y de su nido.

Por eso yo proclamo aquí la verdadera Rebelión del Mamífero: la rebelión contra el estofado materno, contra la milanesa conyugal, contra la opresión de los postres. El verdadero Hombre vive de asado, de comida al paso, de porquerías improvisadas dignas de un escenario de guerra. Las comidas especiosas, sazonadas, solícitas, obsequiosas y elaboradas que son propias de la mano femenina, la gran aburguesadora, reducen al noble varón a la más abyecta decadencia. La mujer lo sabe, pero nos quiere así, esclavizados: es su negocio. Y es, también, el negocio del Sistema, el cual, como lo he dicho muchas veces, no es hijo de la maldad de los mercaderes, sino que es hijo de la Hembra. ¿Quién alimentó a los capitalistas, quién alimentó a los dictadores? Les hicieron crecer barrigas, y esas barrigas hicieron todo lo demás. Yo lo he visto. ¿Por qué nadie quiere escucharme?

Pero no me importa lo que suceda con los humanos, no me importa que no me escuchen, que se sigan sacando los ojos entre sí, que perezcan. Yo le hablo a los artistas, a los filósofos, para que se salven a tiempo de este flagelo que los acecha sin que ellos atinen siquiera a sospecharlo. Luchen contra la cocina femenina, enemiga del genio, enemiga de la libertad, enemiga del guerrero. La trompeta de la insurrección ha sonado: corramos sin miedo hacia el No redentor. Nietzsche, aunque tampoco logró ser escuchado por nadie, fue claro y contundente; yo sólo he rescatado sus palabras injustamente soslayadas y las he ampliado en este imprescindible ensayo liberador: ¡fuera la mujer de la cocina, que el hombre tiene mucho aún por delante! ¡Tomemos la sartén por el mango! ¡Chefs, cocineros, maestros pizzeros y parrilleros del mundo, uníos! El destino del Hombre depende de vosotros. Sí: un fantasma recorre las cocinas y los hornos...

Bestialismos barbáricos for evriguán

Cometí hace poco la inexcusable torpeza, mientras incursionaba distraídamente en el portal de un enfermizo diario online, de adentrarme en una noticia que anunciaba pomposamente la existencia de una nueva andanada de copiosos twits, tuits, twiteos, whatever de nuestra primera mandataria. Apenas recorrerlos con, como prevención, uno de mis dos hemisferios cerebrales prudentemente desconectado y a salvo, la pregunta surgió inexorablemente en mí: «¿Cómo me va a ir bien en la vida si ni siquiera sé escribir mal?».

Si las redes sociales han prestado un servicio benéfico a la humanidad, éste ha sido, sin lugar a dudas, el de poner a su alcance un fácil acceso directo a la flagrante inopia del nivel educativo de sus políticos y hombres de éxito. Cuando una persona medianamente culta sopesa con detenimiento las dificultades y escollos que se presentan a diario en los diversos aspectos y derroteros de su vida práctica, y contrapone esos datos a las facilidades con las que cuentan los políticos y las celebridades, le alcanza apenas con un veloz recorrido sumario a través de las distintas redes sociales que los convocan a éstos para comenzar a comprender.

Antes hacía falta abrirse dificultoso paso a través de la garrapateada escritura de un médico, o internarse con espanto en las enloquecedoras simas de los textos jurídicos elucubrados por abogados opulentos, o flagelarse a través de las lacerantes erratas con las que periodistas y columnistas salpimentaron desde siempre todas y cada una de las crónicas de los diarios, pero ahora alcanza con entrar a Twitter o a Facebook o a Chocholocho y uno tendrá ante sí de inmediato, servida en bandeja de plasma, la inconcebible competencia que se verifica consuetudinariamente entre políticos, periodistas, universitarios, profesionales y celebridades de todo tipo para medir quién alcanza el dudoso galardón de escribir peor que el resto.

El panorama, naturalmente, es desolador, porque es un hecho meridianamente claro para cualquier inteligencia sana que la culpa no es ni de ellos ni de la sociedad que los premia, sino que es de uno por haber perdido tiempo de su vida en aprender a escribir bien. No estoy diciendo que si uno escribiera para el culo terminaría convirtiéndose en presidente o gobernador o jefe de gobierno; simplemente estoy diciendo que si uno escribiera para el culo podría llegar a no avergonzarse tanto (al menos desde el aspecto semántico y ortográfico) de los políticos que lo representan. Es algo.

Y es asimismo el secreto de todo el orden social, porque aquellos que alcanzan las cumbres mundanas, mal que les pese a muchos, no son más que un reflejo magnificado de las bases que los sustentan. Un iletrado no podría liderar un cónclave de sabios, y un sabio no podría gobernar un pueblo de analfabetos. Cristina, Macri, Barone y Van der Kooy no son el problema, sino tan sólo el lógico producto de la sociedad culturalmente estragada que los genera. Pero ¿qué hace la gente? Putea a Cristina, putea a Macri, putea a 678, putea a Clarín, y entabla titánicas luchas judiciales contra ellos... cuando simplemente alcanza con romperle un Larousse Ilustrado en la cabeza a toda la sociedad.

Pero no, dale que va. A mí no me molesta que la gente diga: «Hace mucha la calor» o «Si habría sabido que venías cocinaba algo»; a mí me molesta que aterricen los selenitas de la RAE y nos espeten: «Ya que todos escriben mal, que escribir mal sea la norma». Y van y le sacan la tilde diacrítica al adverbio sólo, o universalizan la colocación del punto siempre tras el cierre del paréntesis y las comillas, porque la población hispana aparentemente es tan idiota que no puede discriminar entre una oración incisa y otra independiente para aplicar soluciones distintas según el caso. Y entonces recrudece la sempiterna guerra entre los conservadores que claman: «¡Están nivelando para abajo!» y los progresistas que aducen: «El idioma es un ser vivo, en permanente cambio y mutación: déjenlo chochear tranquilo hacia su decrepitud, jjajaj, lol, equis de, equis de, equis de».

Por supuesto que mi balanza personal se inclina a favor de los conservas, por el simple hecho de que, si le damos la razón a la permisividad progre, dentro de mil años un renombrado académico del futuro va a exhumar este blog y va a dictaminar que sin duda fue escrito por un burro analfabeto, al tiempo en que va a encomiar los textos del fotolog de Cumbio como la inmortal y exquisita obra literaria de una verdadera adelantada a su tiempo, una sublime genia de las teclas que fue incomprendida por los cavernícolas que pueblan la sociedad reaccionaria y gongorina de hoy.

Desde ya que no va a faltar quien diga que el idioma se está enriqueciendo enormemente, pues hasta hace unos años no contábamos con herramientas de expresión tan sutiles y precisas como el :p y el LTA, pero, si a cambio de incorporar el imprescindible xd a nuestro acervo literario nos vamos a tener que deshacer de las tildes diacríticas, si a cambio de sumar un verbo como loguear nos vamos a tener que seguir debatiendo entre políticos que compiten no por el bienestar del país sino por ver si tiene más adeptos el queísmo o el dequeísmo, permítanme rebelarme y defender el ya anacrónico lenguaje en el que estaban escritos los libros con los que crecí.

Así pues, mi posición sobre tan dramática cuestión es la misma que nos legó don Bertolo hace tiempo y que, aunque interpelándonos a todos, estremeció a generaciones y generaciones de moishes: «Primero vinieron por la p de septiembre, pero a mí no me importó porque yo no era una p de septiembre. Después vinieron por las tildes de los demostrativos y del adverbio sólo, pero a mí no me importó porque yo no era una tilde de demostrativo o del adverbio sólo. Cuando vinieron por mí, ya no existía un idioma claro en el que me pudiese quejar».

Y sí, ¿qué vas a hacer, vas a hablar en sms, en mensajitos de texto orales? Siempre me pregunto cómo puede ser que todavía, año 2013, ningún pelotudo se haya hecho millonario escribiendo una novela de 500 páginas íntegramente redactada en lenguaje de chat o celular, con emoticones y todo. Yo por las dudas ya estoy preparando una traducción moderna y popular de la Ilíada que arranca: «Canta por un suenio, oh muzza (?), la calentura de Akiles, q se fue de mambo y mando a la B a muxos guerreros, q ademas se los morfaron, los perros y los pajaros :( ».

¡Ah, he aquí el progreso, he aquí el porvenir de una humanidad que, por fin, se acerca al sumo pináculo de su sensibilidad estilística!: vocablos mutilados, expresiones jeroglíficas, letras proteicas, estados de ánimo no verbalizados, siglas alquímicas, neologismos rupestres, orfandades léxicas, sustantivos circuncidados, runas emocionales talladas mediante signos enigmáticos, anglicismos nacionales y populares, palabras que nada dicen, silencios que claman, pavorosos sintagmas construidos con elipsis, Quevedo entrando en un cono de sombras mientras el fuck you está en casa...

Sí, gente: estamos en un punto de no retorno. Es posible que hoy se lea y se escriba más que nunca en toda la historia humana, pero es indudable que, por lo menos en nuestro país, cada vez se lee y se escribe peor. Yo no pido que todos sean Borges: me alcanza tan sólo con no desayunarme mañana por la mañana con la predecible noticia de que, según la nueva y rutilante normativa de la RAE, dictada en consonancia con la voluntad democrática de las inapelables mayorías, la sintaxis moderna ha decretado que Macri, Cristina, Pingo o Mochocho escriben mejor que yo, que el que no estudió sabe más que el que estudió y que para que te entienda el mundo necesitás expresarte de manera puntillosamente rudimentaria, oligofrénica y gutural.

Preñado de indescriptible horror

(Advertencia: esta entrada es de lo más espeluznante que jamás se ha publicado en este blog. Se desaconseja su lectura a naturalezas sensibles y al ser humano en general.)


Quien combate a un vampiro, recurre a un crucifijo; quien persigue a un hombre lobo, echa mano de una bala de plata; quien enfrenta a un progre, saca a relucir una pala; quien quiera luchar contra mí y derrotarme sin atenuantes, ponga ante mis espantados ojos la prominente panza de una humana embarazada. Pocas cosas en el mundo me generan tanto pánico, desagrado, impotencia y horror como esos abultados vientres, de marcadas venas y de piel estirada más allá de sus posibilidades racionales, tocados en su centro por un desorbitado ombligo que amenaza con salpicar de un momento a otro, cual volcán en funesta actividad, nuestros rostros con un viscoso y mortal chorro de pibe.

Sí, soy fóbico a todas las formas y avatares de la hembra humana en sus diversos estadios de preñez. Cierto día, en plan de psicoanalizarme a mí mismo con más certeza y profundidad que la que jamás podría alcanzar un estúpido lector de Freud y otras fábulas por el estilo, creí descubrir, en un descomunal ejercicio de memoria, el origen mismo y la raíz última de mi singular patología. Porque un psicólogo de manual me habría intentado tranquilizar asegurándome que mi fobia dimana de los recuerdos inconscientes de la panza de la difunta portando el feto de mi hermana, temprana enemiga de los privilegios de mi infantil monarquía, encontrando también allí la explicación para mi xenofobia militante: estos inmigrantes vienen a quedarse con todos mis juguetes y a poder agredirme impunemente dado que la madre estatal siempre defenderá al más débil, poniéndome en penitencia cuando quiera que mi sagrado derecho a la violencia intente hacer algo de justicia frente a las desenvueltas provocaciones de esos advenedizos rostros que, no se sabe cómo, entraron en mi hogar. Pero no, mi fobia al embarazo no se originó allí, ni tampoco es producto de mi horror a la madurez y a las responsabilidades de la vida adulta, sino que proviene de una lejana historia que amerita ser narrada.

Viajaba cierta vez, con toda mi virginal inocencia a cuestas, durante los cándidos días de una sencilla y despreocupada infancia, en un colectivo de no sé qué fatídica línea. Iba sentado en la última fila de los asientos dobles, del lado del pasillo, junto a otro niño que se había quedado dormido contra la ventana. Entonces, ascendió a la unidad un monstruo extraño y desconocido, portento nunca antes visto por mis ojos, asquerosa quimera mitad pendejo mitad mujer. Como era de esperarse (yo habría hecho lo mismo), nadie tuvo la cortesía de ofrecerle asiento alguno. Tal como sucede en esas pesadillas en las que, parados en medio de una copiosa multitud, las calamidades de turno comienzan a perseguirnos sólo a nosotros dejando en paz a todo el resto, la embarazada llegó hasta mi asiento y, viendo en él a dos diminutos niños, me preguntó si podía correrme hacia el centro a fin de hacerle un lugar a mi lado. Con la plena y vigente conciencia de todos mis inalienables derechos, le respondí que no. Pero entonces apareció el superhéroe de turno y, advirtiendo ya en mí las aún indecisas pero indiscutibles trazas de un futuro talento para las acciones villanescas y el dolo, me dijo con recia e imperiosa voz, detrás de unos bigotes llenos de autoridad  y poder: "¿POR QUÉ no le hacés un lugarcito a la señora, que está embarazada?". Conociendo que mi edad (tendría siete años) era un severo impedimento para entablar disputa con un fornido personaje de serie televisiva (el tipo era idéntico al protagonista de la ochentosa "Magnum"), me vi forzado a obedecer, pero no sin retener en mi mente esa última palabra de su pregunta. Desde ese inolvidable día, no pude volver a contemplar una mujer transitando un avanzado mes de embarazo sin experimentar urentes sensaciones de miedo, rencor, odio y deseos de venganza.

Como sea, las embarazadas lo mismo me dan asco porque, como si fuera poco el desagrado que me generan los humanos por sí solos, lo único que falta es que se presenten a mi vista, en inconcebible combinación, dos de ellos en uno, espantable oferta que no deseo aprovechar. A veces las veo lucir con ostensible orgullo esos vientres ensanchados por infernal levadura, a punto de reventar, y me pregunto qué clase de mérito puede haber en la preñez, nada sorprendente efecto de una desafortunada polinización accidental. Que alguien sienta orgullo por un título universitario, lo entiendo; que alguien sienta orgullo por un éxito profesional, deportivo o lo que fuere, lo entiendo también; pero que alguien sienta orgullo por haberse apareado, no. Cualquier mamífero, reptil o insecto lo hace. Quizás sientan orgullo por engendrar una vida, no comprendiendo que engendrar una vida es, en definitiva, engendrar una futura muerte. Todo padre es un asesino; los genocidas o los chorros son, meramente, aceleradores de un proceso inevitable, del cual sólo los padres son culpables verdaderos.

Además, ¿nadie va a atreverse nunca a decirles a los humanos que ya son demasiados? ¿Qué es esta locura de seguir teniendo hijos, de seguir cambiando pañales, de seguir musicalizando los pisos de abajo de mi edificio con incesantes llantos que no me dejan pensar ni un segundo en paz? Cualquier persona que se tome el sencillo trabajo de consultar un nombre al azar en google, digamos Edgardo Loyola, descubrirá, lleno de asombro, no sólo que esa persona inventada existe, sino que además existen varias del mismo nombre y que, por añadidura, todas tienen perfil de Facebook. Cada uno de esos perfiles cuenta con entre cien y quinientos amigos, distintos entre sí, los cuales a su vez se ramifican en otros tantos tentáculos que, de ese modo, se van expandiendo por el universo entero, colonizándolo todo como un virus imparable. Calculadora en mano, uno puede arribar, en cuestión de instantes, a la inamovible conclusión de que en el mundo hay mucha gente, incluso demasiada, más de la que hace falta. Pero los humanos se obstinan en seguir replicándose, ciegamente, como células cancerígenas. Y entonces la Naturaleza, provista de sabios anticuerpos para combatir el pernicioso avance de la enfermedad, envía un tsunami, un cismo, un virus mutado, un fin de semana largo con "buen tiempo" para que se maten todos en la ruta; pero nadie parece querer escucharla, nadie entiende.

Sin embargo, la cantidad de los humanos que siguen naciendo es lo de menos si traemos aquí a colación la calidad de los hijos del nuevo milenio. Cualquier ser pensante que haya leído "La rebelión de las masas" y que se haya atrevido a multiplicarla por diez en su imaginación tendrá un panorama bastante fidedigno y acabado del mundo actual. No hay que ser tampoco un genio en matemáticas y estadísticas para comprender que, cuanto más crece la tasa demográfica del universo, más imbécil se torna la humanidad. Baste con observar el tipo de música que escuchan las nuevas generaciones: no creo que nadie en su sano juicio esté en condiciones de discutirme con sustento, por más de doce segundos, que la música insufrible de hace veinte años era unas cuarenta veces superior a la música insufrible actual. O por lo menos más digna, dado que la hacían hombres como Alcides en vez de extrañas cruzas entre un villero y un tamagotchi.

Y este fenómeno se verifica asimismo en todos los demás ámbitos del arte y de la vida: por ejemplo, desafío al mundo entero a elegir la peor película de horror de los 80 y a compararla casi con cualquiera de los últimos cinco años. Así es, la diferencia salta a los ojos de inmediato: en los 80, y antes, se hacían películas malas, pero ahora no sólo se siguen haciendo películas igual de malas, sino que además esas películas te quieren tomar por pelotudo. Y allí reside, precisamente, la clave de su éxito comercial. Esto es lo que el kirchnerismo logró entender al notar que, cuanto más tomaba por pelotudo, desmemoriado, manipulable e ignorante al pueblo, más veía crecer sus índices de popularidad y adhesión. ¿Y quién soy yo para reprocharles que hayan descubierto la fórmula del éxito? Así pues, por si todo lo anterior fuera poco, el simple hecho de ver una mujer embarazada conlleva para mí la absoluta convicción de que en su vientre porta, ineluctablemente, una criatura que, aunque maneje más información, tendrá muchas menos neuronas que el humano promedio de la actualidad. Y eso solo ya es motivo suficiente para aborrecer esa panza nociva, portadora de un embrión más que garantice el inexorable proceso involutivo del hombre.

Cuando, hace no muchos años, dediqué algunas horas de mi ocio a entablar una luctuosa guerra de repúblicas contra Platón, pensando inocentemente que la humanidad era modificable y que la política podía servir de algo, había decretado, como una de las leyes pilares de mi invencible super-Estado, la prohibición absoluta de las embarazadas, con la pena de muerte como castigo más contemplativo y benévolo. Naturalmente, el destino quiso que viviese lo suficiente como para ver a mi propia nación convertirse en un horroroso Estado de Jauja capaz de incentivar los embarazos con estipendios dinerarios.

He aquí un hombre que concibió, tras años de estudio, una brillante idea que podría cambiar el curso de la Historia: que se arregle solo; he aquí otro hombre que presta innumerables servicios a sus sufridos conciudadanos: bárbaro, que pase a cobrar por ventanilla en su vida tras la muerte, si es que la hay, y que pregunte por Dios; he aquí una mujer que, con cuatro tequilas encima, se abrió de gambas imprudentemente un sábado a la noche: corran cuanto antes los Reyes Magos estatales a depositar oro y el eterno agradecimiento del Mundo a sus pies.

Soy muy facho, sí, y gorila y peronista y destituyente y todas las demás cosas que me quieran endilgar los buenos, los solidarios y los justos, pero quiero aclarar, por esta única vez, que el embarazo no tiene ni raza ni clase: me produce náuseas en todos los estamentos sociales por igual. Está bien, que la hembra humana se fecunde si quiere: ya ha dado a luz a muchos grandes genios, del pasado y del presente, cuyas obras disfruto; pero que al menos se esconda, que acuda a un leprosario para embarazadas, no sé, que haya un horario de restricción, algo, pero no quiero que el intimidatorio espectáculo de su panza descomunal se presente impunemente ante mis estupefactos y ateridos ojos. Me da tanto asco como el que a ella, amante de la vida, le produce la visión de mi pálido y funesto semblante de muerte. Dicen que si por delante de una embarazada se cruza un gato negro, nada sucede; pero, si me le cruzo yo con mis negros atavíos, ese niño que porta en su festejado vientre materno queda maldito para siempre: su vida ya no será sino un calvario de concatenadas agonías. Que alguien popularice ya esa improvisada leyenda, a ver si de ese modo logro que esas ambulantes fábricas de engendros me eviten por amor a sus retoños.

Los hijos del almanaque

Como diría Eli Wallach, en el mundo hay dos clases de hombres: los que aman el frío, y los que aman el calor. Los que prefieren el invierno, y los que prefieren el verano. Si nos paramos a pensarlo un minuto, los porcentajes son muy dispares: por cada individuo que decanta sus simpatías hacia los climas gélidos, hay cuatrocientos noventa humanos que optan sin hesitar por el calor, y otros nueve que dicen gustar del invierno pero porque adoran la campera, la bufanda, la cucharita en la cama, el guiso y la calefacción... o sea, porque aman el calor. No es esto último nada novedoso: así como el hombre vive escondiéndose del agua de la lluvia y, no obstante ello, su mayor felicidad es precipitarse en verano a la costa para zambullirse en la sucia agua del mar, también detesta los treinta grados de calor y, no obstante ello, se ha estudiado que durante el invierno soporta con alegría, debajo de su campera, cuarenta y cinco.

Pues bien, huelga predecir que, ante este panorama, mi presente entrada se perfila hacia la categórica e insípida declamación de que, a diferencia de las ingentes mayorías, yo sí gusto del invierno por el invierno en sí. Renegando de las estufas encendidas, llevando ya casi veinte años sin ponerme una campera (y esto porque hasta mi pubertad todavía tenían mis mayores algún tipo de poder fáctico como para imponerme obligatoriamente su uso), tiritando por placer bajo mi negra camisa arremangada en los más gélidos días de invierno, puede establecerse, sin mayores reparos, que soy un verdadero virtuoso en el abstruso arte de cagarse de frío.

Es sabido que mi comunicación con el género humano es prácticamente nula. Sin embargo, existen dos comentarios que constituyen la principal vía de abordaje que el mundo tiene hacia mi arisca persona: en primer lugar, las viejas que me señalan lo alto que soy; y, en segundo, los individuos pertenecientes a todas las clases sociales y estamentos etarios que me formulan la asombrada pregunta de si no tengo frío. La respuesta es sí, tengo frío, pero lo disfruto. En dos meses ya vuelve el insoportable calor, húmedo, pegajoso, animal, somnoliento, ojeroso, aniquilador de la razón y del pensamiento elevado, estupidizador y multiplicador de las masas, y sería trágico advertir que el invierno pasó de largo sin que uno sacase provecho de su mágica y fortificadora aunque fugaz presencia.

Vamos a decirlo sin pelos en el teclado: el estío es, al menos aquí, un claro sinónimo de carnaval, de Camboriú, de scola do samba, de festividades cristianas, de programas de chimentos que se mudan a Mar del Plata. Dos cosas, sólo dos, pueden aducirse a favor del verano. Primero, la gente se va a la costa y la ciudad queda semivacía... situación que a los noctámbulos como yo no les sirve de mucho porque, bien lo sabemos, la calle lo mismo está mucho más infestada de cucarachas humanas una tórrida noche de verano a las 4 de la madrugada que una helada noche de invierno a las 23. Y segundo, en aspectos un poco más nacionales y populares, las mujeres comienzan a salir a la yeca en bolainas... situación que tampoco sirve de mucho a los seres que encontramos más seductora una mina con botas y ropa sugerente que una que chancletea afanosamente hacia los chinos.

Pero todo esto es un vano preludio que viene a demorar el verdadero motivo de esta entrada: es mi deber denunciar ante todos, de una buena vez y para siempre, a los aborrecibles humanos que se rigen por el almanaque para abrigarse. Me refiero a esas personas que, porque el calendario los anoticia de que se hallan en pleno agosto, proceden a enfundarse en los más gruesos y vistosos camperones del mercado para de inmediato partir hacia sus tareas cotidianas sin reparar en que, en realidad, afuera está haciendo treinta grados (pues se ha producido ese fenómeno meteorológico que consiste en la intempestiva aparición de varios días de calor en pleno invierno).

No es excusa alegar que salieron muy temprano de sus hogares, pues es objeto de nota el que, durante todo el resto de la jornada, jamás se sacan sus camperas, sino que permanecen embutidos en ellas hasta el preciso instante en el que cruzan algún umbral de destino. Uno se sube al colectivo, reflexionando en sus imperiosos asuntos, y de golpe advierte que una extraña vaharada sale a recibirlo. Lo de siempre: una docena de pasajeros sobreabrigados, a baño maría, ocupan plácidamente el transporte. Cada tanto alguno de ellos, tras macerar bien, bajo su campera polar, un poderoso potaje de sudoraciones tóxicas y hedores penetrantes, se baja un poco el cierre de su abrigo a efectos de compartir, con encomiable generosidad, su guisado corporal con el resto de los circunstantes, que degustan sumisamente ese especioso plato de autor.

A pesar de que se transpira más, en verano este fenómeno no se verifica tan seguido dado que, gracias a la soltura de vestimenta, la mayor parte del sudor se volatiliza casi de inmediato; pero durante los sofocones invernales, el pernicioso uso de campera genera un efecto invernadero y propicia así que esas sudoraciones se condensen, compriman y estacionen entre la piel y el abrigo, todo lo cual, al llegar el fatídico momento de la apertura de cierre, se traduce en un resultado poco menos que homicida.

Vaya pues mi insalvable repudio a esta funesta clase de personas, a esta inefable casta de armas químicas ambulantes, a estos hijos del almanaque cuya antisocial conducta reduce a una magnitud casi inofensiva la mayoría de los aleves crímenes contra el género humano que, en mis violentos extravíos de locura, tuve el buen tino de cometer. A diferencia de aquellos otros insufribles que caminan con paraguas bajo la zona techada de la acera, no hay forma de guarecerse de estas alimañas, no hay manera de hacerles frente y vencerlas. Muchachos: estamos derrotados de antemano. Si un pendejo va en el colectivo escuchando cumbia a todo volumen, lo asustás un poco y fue, la apaga. Pero contra estos que destilan delirantes pócimas bajo sus innecesarios abrigos, contra estos que cocinan peligrosísimos barbitúricos olfativos bajo las siete capas de protección térmica con las que procuran calentarse en esos días de clima estival que se dan cada tanto en pleno invierno, nos hallamos completamente inermes, condenados a padecer, pasivamente y en silencio, un destino inexorable. Ya he comprobado que punzar con una aguja sus grotescos camperones aerostáticos, para ver si salen despedidos hacia la estratósfera como un globo pinchado, no sirve.

No hay nada que hacerle: la humanidad tiene olor a campera.

Radiografía de un outsider IV

Contra todos los pronósticos, ha llegado por fin el extraño día, profetizado por inverosímiles ancianos druidas que conversan con cuervos y lobos, en el que los astros en lo alto, alineados tras el paso de milenios, reproducen finalmente las coordenadas de la misteriosa llave espiritual que abre los plúmbeos portales de mi memoria a efectos de dejar salir, de las fúnebres sombras de un pasado olvidado, el final de mi antiguo e inconcluso decálogo de datos radiográficos que aspiraban a crear un intervalo entre mi persona y la conciencia de cercanía que podía llegar a elucubrar, erróneamente, el desprevenido lector de estos pergaminos de hostilidad y locura. Así pues, habiendo dado a conocer, en aquellas crónicas desperdigadas a través de las anchurosas planicies de la indiferencia humana, que no uso celular, que no tengo ni miro televisión, que hace más de quince años que no me voy de vacaciones ni a la esquina, y otras significativas irrelevancias de parecida índole, es hora de retomar mi tarea y, embebiendo mi pluma en las tintas de la introspección, culminar con los dos puntos restantes de esta enérgica y ejemplar denuncia contra mí mismo, que se circunscribe, no obstante, a los límites de lo políticamente correcto (tampoco necesito que se libren órdenes de captura en mi contra).

***


9. Entre las redes sociales y yo hay algo personal

Sí: admitamos que es un lugar común mostrar manifiesta animadversión hacia facebook, twitter y lo que venga después. Admitamos, también, que blogger no deja de ser algo parecido y que sin embargo lo uso. Hasta acá, lo mío no escapa de lo aceptado, intrascendente y esperable. Pero la cosa cambia cuando examinamos mis razones. No tengo ni facebook ni twitter, no sólo por las poderosas diatribas que podría tranquilamente esgrimir contra su habitual caudal de usuarios, sino sobre todo porque son dos medios cuyas prestaciones se caracterizan por una cualidad de inmediatez que va a contrapelo de la universalidad de mis ideas. Para decirlo con claridad: el filósofo callejero o pensador de las sombras tiene como misión hablar de lo inmutable, mientras que twitter y facebook son espacios para volcar lo inmediato y, por ende, perecedero.

Que alguien con ideas valiosas dé cauce a sus refinados pensamientos a través de twitter en lugar de acudir a un blog equivaldría a que Schopenhauer, en vez de libros, hubiese escrito columnas en un diario. Todo lo escrito en twitter tiene fecha de vencimiento: una semana, en el mejor de los casos. Acaso se trate de un espacio idóneo para aquellos individuos que gustan articular veloces y superficiales palabras respecto de lo cotidiano, de lo particular, de lo momentáneo, de lo candente aunque olvidable, mas no para aquellos que sólo extraen de los hechos y de los fenómenos sus aspectos universales y elaboran ideas profundas a partir de las conclusiones permanentes que el mundo temporal y fluctuante les provee. En twitter uno redacta torpemente su momentánea alegría porque un equipo grande descendió de categoría; en un blog uno inmortaliza, para los lectores del porvenir, su análisis de cómo algo tan intrascendente como un resultado deportivo puede influir en el estado anímico y emocional de rebaños enteros de sujetos que, en su infancia, cometieron la insensatez de, guiados por el azar, delegar a un club y a sus eventuales representantes la potestad sobre sus futuras desazones y alegrías personales.

El caso de facebook es mucho más monstruoso, ya que a todo esto añade un gravitante ingrediente de amistad y de intimidad que seres ariscos y antisociales como yo no pueden siquiera concebir. ¡Ay, mis concepciones estéticas sufren de sólo pensarlo! Todo mi universo se conmueve de horror desde la aparición de esa orgía de rostros y conductas gregarias llamada facebook. Es una especie de ronda de mate virtual que abarca y mancomuna a la humanidad toda. Encima hay tanta gente en el mundo. O sea, lo peor de todo es eso: uno se da cuenta de que hay mucha gente. Más y más y más y más humanos, todos con un nombre y con un apellido y con una cohorte de amigos y con un rostro; más y más y más y más, hasta que parece que nunca se van a acabar. Y pensar que ya con los pocos que había antes de facebook me alcanzaba para querer matarme...

***


10. Me es taxativamente imposible usar tela de jean

Y ha sido así desde mis quince años, edad en la que arrojé sin mayores miramientos a la basura mi última prenda confeccionada con esa tela nefasta. Tal rasgo de mi personalidad no encuentra su origen en alguna irracional clase de fobia o en una inusual alergia orgánica, sino que se funda en tres variables perfectamente meditadas que pasaré a detallar de inmediato, razones de peso que me movieron a modificar mis hábitos.

En primer lugar, la variable térmica. Afecto como soy a los climas invernales, comprendí tempranamente que no podíamos coexistir un solo año más, conjugados, el verano, el pantalón de jean y yo: uno de los tres tenía que desaparecer para que mi zona sur pudiese respirar con desahogo. Estando, al menos de momento, fuera de mis facultades la capacidad de ahuyentar el estío, o de correr a piedrazos a Febo y ponerlo en fuga con dirección al hemisferio norte, mis metódicos cálculos arrojaron el inflexible resultado de que, así las cosas, quien debía partir al destierro era el insufrible pantalón vaquero. De modo que, remplazando su pesada y asfixiante tela por la más amigable ligereza de los lompas militares, pude saborear desde entonces el impagable bienestar de no volver a sentir mi región locomotriz comprimida dentro de esa extraña máquina de sudoración infernal que parece haber sido concebida en alguna mazmorra inquisitorial de la Edad Media.

En segundo lugar, encontramos la variable higiénica. Solicito al lector que, deslizando una adusta mano sobre el jean que, con escaso margen de error, adivino que tiene puesto, haga experiencia táctil de la cualidad de su tela. Así es: el jean, por más recién lavado que esté, parece sucio, como si estuviese mágicamente recubierto por una fina pero indeleble capa de perenne polvo. La tela de jean declama mugre: es parte de sus inextricables propiedades. Mi teoría es que el hilo con el cual se confecciona la tela de jean está hecho, él mismo, a partir de la pelusa que forma el polvo en nuestros hogares. Esa pelusa de polvo, cosechada de todos los pisos y rincones del orbe por escobillones industriales, y almacenada luego en depósitos gigantescos, es la materia prima con la que se hacen los jeans que enfundan a diez novenas partes de la humanidad. ¡Efímeros mortales, soy yo el que se los está diciendo! ¿Por qué nunca nadie quiere creerme? Como sea, está probado que cuatro de cada cuatro mujeres con las que salgo usan jeans, así que acaso no sea improbable que hasta yo me haya acostumbrado, a la larga, a imponer mis manos sobre esa roñosa porquería.

Y llegamos finalmente a la tercer variable, la filosófica. Se podrá aducir que la popularización del jean nació como un símbolo de rebeldía: concedido. Pero la rebeldía termina de serlo cuando se universaliza por completo. Estadísticamente, por cada persona que usa traje y corbata, hay, al día de hoy, 264 que usan jean. Puede así decirse que, a esta altura, el jean se ha consagrado indiscutiblemente como el uniforme mismo de la humanidad, detentando casi un abierto monopolio sobre el mercado de las gambas. Cuando los extraterrestres filman películas de ciencia-ficción en las que su planeta se ve invadido por belicosos y voraces terrícolas, tienen por convención cinematográfica ataviar a nuestros ejércitos hostiles no con trajes de astronauta, sino con jeans. Como contrapartida, todas las películas humanas que pintan distópicos mundos futuristas en los que una sociedad alienada y monocroma vive un ocaso de opresión, de vicio o de estupidez, coinciden en excluir por completo, de sus estrambóticas vestimentas, la tela de jean, dando a entender de ese modo, para inmenso regocijo de mi desbordante corazón, que al hombre le aguarda un espantoso y aterrador mañana en el que, al menos, no quedará vestigio alguno del antiguo reinado de esta asquerosa prenda de vestir. Así pues, te lo digo en tu propio rostro, maldito e insaciable jean, tú cuyos botones se asemejan, por su brillo, a los ojos de los tiranos, tú cuya cremallera se asemeja, por sus afilados dientes, a la diabólica sonrisa de los opresores: algún día el hombre, siguiendo mi glorioso ejemplo, se librará de ti. Así está escrito... al menos desde hoy.

La felicidad llama a mi casa

Sí: el mundo moderno, hecho a imagen y semejanza del mercader (aunque el dominio de la cultura se halle en manos del esclavo), nos ofrece a diario estas gratas sorpresas, como ser la de la felicidad llamando empeñosa e insistentemente a nuestros propios hogares. Lejos han quedado aquellos aciagos tiempos en los que uno tenía que luchar denodada e infatigablemente durante años en pos de la piedra filosofal de la dicha para, tras ingentes esfuerzos y desengaños, alcanzar finalmente un efímero y nada gratuito sucedáneo de esa miseria que se parece un poco, aunque no tanto, al fugaz vislumbre del reflejo de la sombra de la borrosa silueta de algo vagamente semejante a una dudosa felicidad. Ahora no: los avances de la humanidad en materia de tolerancia y derechos humanos han querido que se conformara lenta pero indefectiblemente, a lo largo y ancho del globo, una extensa red de solícitos y obsequiosos call-centers prontos a ofertarnos, directamente a nuestros hogares, las mieles y bienaventuranzas que siempre habíamos soñado, como ser, tarifa plana o ahorros varios en nuestra cuenta telefónica.

Pero momento: ¿quién les dijo, a estos que me llaman a cada rato, que yo quería ser tan feliz? El artista aborrece la felicidad como el león la ensalada de lechuga y tomate: no nos llena. Además, ya nos acostumbramos a respirar en otro medio, en el conflicto y en la desesperación alucinada, de modo que nuestras branquias sombrías se ahogan al ser sacadas de su hábitat natural. ¡Ay, esa luz nos enceguece demasiado pronto! Nuestra mente aprendió, de algún modo, a relacionar la felicidad con la estupidez, a elucidar que para ser feliz hace falta ser idiota, de modo que la felicidad nos humilla y degrada de manera inadmisible. ¡Lejos de mí semejantes goces de rebaño!

Pero basta ya de preámbulos, y pasemos de una buena vez a los bifes: inspirado una vez más en un comentario que hice en un blog ajeno, me dispongo a narrar las vicisitudes de aquel memorable día en el que le puse a la estupefacta felicidad un tremendo portazo en la jeta, mientras la pobre solicitaba amablemente entrada a mi morada. Por ello, canta, oh musa, la cólera del noctámbulo E., cólera funesta que causó infinitos males a los operadores de call-center y que precipitó al Hades a muchos telemarketers de Telefónica a quienes hizo presa de perros y pasto de aves.

***


De los telemarketers, o modernos apóstoles de la Buena Nueva

Todo comenzó cierto atardecer lluvioso de junio en el que... bah, qué sé yo cuándo carajo fue, pasó hace años, cuando mi hermana se tomó sus primeras largas vacaciones en un neuropsiquiátrico. Noté que, a pesar de su ausencia, mi cuenta telefónica seguía viniendo abultadísima, lo cual era incomprensible toda vez que yo, sujeto solitario y en guerra con el mundo, no llamo jamás a nadie ni por error. Y fue de esta suerte, tras examinar con detenimiento la boleta, que vine a dar con el hallazgo de que tan inexcusable estado de situación encontraba su fuente en un supuesto "Plan Hogar de Familia bla bla bla" que me facturaban quién sabe por qué inhóspita razón desde la noche de los tiempos. ¿Hogar de Familia? Era un insulto inadmisible a mi cubil y a la proverbial disfuncionalidad de mi estirpe lupina, de modo que me comuniqué de inmediato con la empresa, Telefónica, a efectos de exigirles imperiosamente la remoción de semejante despropósito. Mis perentorios reclamos fueron prontamente oídos y encontraron inmediata satisfacción. Al mes siguiente, se verificó en mi factura un ahorro demencial, fenómeno que, si bien por un lado evidenciaba que me habían estado choreando durante meses, por el otro me confería la paz de saber que me había liberado a tiempo de la aviesa trampa. Lejos estaba yo de imaginar que, con ese triunfo, había labrado la total ruina de mi paz para los años venideros.

Porque, claro estará ya para el lector, no bien me hube zafado de la trampa la computadora alertó a los altos directivos de la empresa sobre la existencia de un oscuro sujeto, en Capital, que estaba pagando muy poco por el servicio. Tal transgresión no podía en modo alguno ser consentida, de modo que verdaderos enjambres de telemarketers fueron contratados para un solo fin: el de encajarme algún nuevo plan que, bajo la consigna del ahorro, me hiciese pagar más. Así, los apóstoles de la dicha comenzaron, uno tras otro, a abalanzarse telefónicamente sobre mí, ofreciéndome a toda hora felicidades desconocidas y definitivas. Evidentemente, no sabían con quién se estaban metiendo.

Se trataba, en su mayoría, de combatientes de poca monta, vendedores amateurs cuyo desmañado speech nada podía contra mi afinada dialéctica del mal, tímidos rookies de los que me deshacía, de manera elegante pero contundente, con apenas un par de frases matemáticamente pergeñadas para dejarlos anonadados. Y es que mis razones eran bastante irrefutables: ¿bajo qué nuevo principio de las leyes de mercado una empresa comienza a llamarnos, insistentemente y sin descanso, a las ocho de la mañana, a las cinco de la tarde, a las once de la noche, para rogarnos una y otra vez de rodillas que le paguemos menos? Perplejos, los espíritus de Adam Smith y Milton Friedman lloraban ante el demoledor golpe que Telefónica le propinaba a toda la lógica capitalista. Pero, como podrá suponerse, si bien quizás el fantasma de David Ricardo logró resolver el problema, habría sido asaz aventurado esperar lo mismo de los rústicos e improvisados operadores a los que ordenaban llamarme. Ninguno logró jamás responderme cómo conservaría su puesto o cobraría su sueldo a fin de mes si lograba encajarme un plan que minimizara las ganancias de la empresa que lo había empleado. Revelarme que la tarifa plana era una mentira les estaba vedado, de modo que debían reconocer su derrota y decir adiós.

***


El empleado del mes, o la hábil táctica de ser muy pelotudo

Al ver que esta perezosa táctica, sólo exitosa con viejas y analfabetos, no les estaba dando buenos resultados, los directivos de la empresa decidieron pasar conmigo a una agresiva Fase B. La nueva estrategia era hábil: un operador me llamó y me informó abruptamente que mi sistema de facturación cambiaría a partir del mes siguiente. Hecho consumado. Mi respuesta fue casi tan inmediata como mi ira: si me llegaban a tocar la facturación se pudría todo. Pasé a explicarle que durante siglos me habían cobrado una locura y que recién hacía unos meses me estaban viniendo por fin precios razonables. Nada podría haberme preparado para las céleres palabras con las que me sorprendió mi interlocutor: «Nosotros siempre cobramos precios razonables». No, pará un poco, ¿con quién estaba hablando, con el nieto de José Telefónica? Pero ¿las abuelas y los familiares de estos infelices no tienen teléfono? Debo admitir que su respuesta me hizo, por primera vez en el prolongado intercambio de hostilidades con la empresa, titubear unos instantes. Pero no por su brillantez, sino porque no daba crédito a que la pelotudez humana pudiese alcanzar, en mi propio país, cotas tan delirantes. Tras tomarme unos instantes para reponerme, mi cólera para con este imbécil fue tan titánica que, sin apelar a un solo insulto, sin recurrir a una sola elevación del tono de voz, lo fui acorralando con un copioso torbellino de argumentos y razones sin cuartel hasta que... ¡me cortó!

La proeza había sido consumada. Los directivos de Telefónica, que iban siguiendo la conversación paso a paso a través de sus auriculares (claro, por eso el pibe dijo lo de los precios razonables), intercambiaron entre sí sombrías y silenciosas miradas cargadas de duda y desazón. El golpe había sido demasiado duro. Era hora de pasar a la Fase C. Entretanto, enviarían a sus rebaños de telemarketers a seguir bombardeándome a toda hora, acaso en la errónea creencia de que así lograrían desmoralizarme un poco antes de la batalla final, que estaba cada vez más cerca.


***


El ocaso de los operadores


En el último piso de uno de los más elevados y lujosos edificios de Buenos Aires, la junta de directivos la recibió. Se trataba de la mejor vendedora histórica de la empresa, si bien ascendida ya a un cargo ejecutivo, una verdadera felina de las ventas cuyas increíbles hazañas y legendarios triunfos recorrían desde hacía años los pasillos de Telefónica en la modalidad de encendidas odas pindáricas que llenaban de asombro a los vendedores más jóvenes e inexpertos, de boquiabiertos semblantes. Acababa de ser sometida a un duro y extenuante entrenamiento especial, que incluía dos meses enteros en el Himalaya, al solo efecto de derrotarme. Tomó asiento delante de la junta de notables, encendió su notebook, se calzó los auriculares, y, para ir entrando en calor, vendió tres planes al hilo en sólo tres llamados efectuados al azar, con la distendida soltura de quien realiza un mero trámite. Solemnes aplausos celebraron cada una de sus concatenadas victorias, que inspiraron el intercambio de elogiosos comentarios entre todos los presentes. Entonces, marcó mi número.

Debo decirlo: era muy buena en lo suyo. Dio comienzo a la partida por medio de la célebre Apertura Lohengrin, esto es, iniciar un extenso diálogo omitiendo revelar desde dónde y con qué fin me está llamando. Alertado por la renuencia de mi interlocutora a poner sus cartas sobre la mesa, supe de inmediato que se trataba, una vez más, de Telefónica. Y supe que me habían enviado a una buena rival. Pasé, pues, al ataque, cortando en seco la amenidad del diálogo y exigiendo las razones de su llamado. Comprendiendo que su apertura quedaba desbaratada, blanqueó el motivo: tarifa plana para ahorrar en mis llamadas locales. Desdeñando inquirir por el recargo de las llamadas no locales o a celulares, que transforman cualquier tarifa plana en una cordillera, pasé sin más a mi viejo recurso: preguntarle cuál era la lógica de que una empresa me llamase para perder dinero.

Éste era el punto en el que todos los cachivaches anteriores habían caído irremisiblemente; pero esta mina sabía lo que hacía: no era una improvisada, no. Su respuesta fue tajante: el objetivo de Telefónica era conservar a sus clientes y que no se pasaran a otra empresa, como ser Telecentro. Tal era la razón de la munífica bondad que había llevado a esta pobre compañía a tocar una y otra y otra y otra vez mi puerta a fin de depositar a mis pies la cornucopia de la felicidad suprema. Lo único que tenía que hacer yo era dejar de temerle al éxito, dejar de mostrarme arisco ante el afecto del mundo, abrir por fin mi puerta al par que mi corazón, y recibir en mis trémulos brazos los inestimables dones y goces que la benevolencia sin igual de los empresarios telefónicos me hacía llegar de manera obsequiosa a través de esta magnífica emisaria.

Sí, reconozco su destreza... pero conmigo no te podés descuidar así. Su argumento era glorioso, pero mi contraataque fue tan inmediato cuan certero: «No, está bien, quedate tranquila, quedate tranquila que no me voy a pasar a otra empresa, no hace falta que me ofrezcan más nada». Una experimentada guerrera de su talla no tardó en reconocer que había sido derrotada, de modo que saludó, con un tono de dignidad herida, y cortó. Esto fue hace unos dos o tres meses, quizás más: juro que no me han vuelto a llamar desde entonces.


***


El drama de la espera


Y continuando con mi modalidad de entradas largas pero pletóricas de riquezas, no me despediré sin hacer mención de los call-centers de atención al cliente. En este caso, más allá del millar de cosas que se pueden decir contra los ineptos trogloditas que te atienden, por ejemplo, en Speedy, convengamos que el rasgo más saliente pasa por la espera. La larga espera para que te atiendan mientras escuchás una musiquita enervante; luego, la larga espera mientras verifican tu problema; finalmente, la larga espera para que lo solucionen o para que lleguen, varios días después del indicado, los técnicos a domicilio. Lejos de ver en ello un sesgo negativo, creo que esas esperas son saludables para la psiquis social, ya que, si algo ha olvidado el ser humano a partir de la revolución tecnológica, es el terrible hecho de esperar. La inmediatez se ha vuelto un cáncer peligroso, que quita valor a todo cuanto consumimos y que nos revela, así, que la espera, después de todo, no carece de encanto. Los pibes de hoy, nativos 2.0, desconocen lo que es la espera, a la que sólo descubrirán de púberes en una parada del 107, o, ya de adolescentes, cuando, al advertir los defectos del Sistema, y al comprender lo desastrosas que son todas las alternativas al Sistema, exclamen por fin el consabido: «¡Y estos extraterrestres que no vienen!».

Con esto en mente, y tras una llamada que realicé a Telecentro, concebí de inmediato, en súbita y venturosa inspiración, una moderna obra teatral de vastas proporciones y polémicas consecuencias, tragedia dramática que sin duda ganará prontamente todas las librerías del país. Así pues, como regalo a los lectores de este blog maldito que, pacientes y acostumbrados a la espera, hayan llegado hasta el final de esta extensa entrada, he aquí, en exclusiva para ellos y a fuer de adelanto, el primer acto completo de mi obra.

ACTO I
Escena I
(Lugar: teléfono de casa.)
(Tiempo: hace 720 segundos.)

OPERADOR.- Aguarde un segundo en línea, por favor.
CLIENTE.- Güeno... (Espera 12 minutos en silencio.)

Fin del Acto I.