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Peripecias laborales II

A long time ago in a galaxy far, far away... En fin, es hora de que resuelva de una buena vez la espantosa séptima disminuida con la que puse fin a mi entrada anterior, consciente de lo muy necesarias que mis crónicas pueden resultar para todos aquellos que, en vísperas de un test psicotécnico, arden de ansias por terminar de conocer cabalmente a qué otro tipo de vejámenes somos sometidos los indefensos cobayos que buscamos fatigosamente, en pos de no se sabe qué zanahoria, un empleo a través de estos graníticos laberintos urbanos que nos ignoran y desprecian, a nosotros los que no sonreímos, a nosotros los que jamás podríamos protagonizar una propaganda de cereales o de cualquier otro producto dirigido a familias perfectas cuya belleza no alcanza a ocultar del todo su cristalina estupidez, a nosotros los que, expulsados de todas partes, maldecimos en soledad y nos ganamos de ese modo también, de paso, la expulsión del Cielo y hasta de los cementerios, que jamás tendrán la bondad de recibir gratis nuestros restos mortuorios.


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Capítulo IV - Aquí no queremos chicos demasiado listos

La siguiente tarea que se me encomendó, habiendo ya dejado detrás a la hidra de Lerna y al león de Nemea, fue la del consabido test de coeficiente intelectual. Y aquí, debo reconocerlo, cometí, llevado de un orgullo luciferino, el peor de mis errores: contesté bien, según pude comprobar más tarde, los sesenta recuadros. En pocas palabras, alcancé el puntaje ideal del test, lo cual significa que no alcancé ni de lejos el puntaje ideal de coeficiente: sólo habría logrado esto último si hubiese reparado a tiempo en la necesidad de responder mal, a propósito, al menos diez o doce preguntas. Porque, claro está, ¿qué jefe podría mirar con buenos ojos la peligrosa idea de contar con un chico demasiado listo en su plantilla de esclavos?

Se lo comunico hoy a toda la humanidad, y espero que mi enseñanza sea atesorada por los vástagos de la raza humana hasta el fin de los tiempos: es imprescindible ostentar una alta cuota de estupidez para ser aceptado incondicionalmente por el prójimo. El jefe necesita empleados estúpidos, que no le puedan serruchar el piso, y el empleado necesita jefes estúpidos, a los que pueda burlar con facilidad. Todo hombre necesita, a su lado, de alguien más estúpido que él. Y les aseguro que yo me aboqué durante años a alcanzar el poderoso elixir de la estupidez a fin de que la sociedad alguna vez me aceptase; hice todas las estupideces habidas y por haber, pasé horas y horas, durante mi infancia, frente a la piedra filosofal de la estupidez, la televisión, fui luego artífice de estupideces nunca vistas, geniales, inconcebibles, inauditas, que causaron asombro en los cinco continentes, pero nada fue suficiente: el mundo siguió, y sigue, mirándome con recelo. Algo en mí les hace sospechar que mi estupidez es impostada; pero juro que hay honestidad en ella, juro que un porcentaje altísimo de mis estupideces puede hacer gala de un origen indiscutiblemente espontáneo.

Hacer demasiado bien un test de coeficiente intelectual que debía hacer mal, eso fue una soberana estupidez; y les aseguro que fue estupidez ingénita, no planificada.


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Capítulo V - La mancha es Bambi, la mancha de sangre es Bambi

Como persona previsora que soy, había concurrido al psicotécnico perfectamente preparado y cargado de pertrechos, sin dejar nada librado al azar o sujeto a impredecibles improvisaciones: me hipnoticé para recordar que, si me mostraban manchas simétricas, no debía ver ni sangre, ni demonios, ni muertos. Pero el destino, una vez más, se mostró impiadoso conmigo. No fueron manchas, sino cuatro dibujos de hombres en diferentes situaciones los que la mujer expuso ante mi atónito raciocinio, pidiéndome que narrara, en cada caso, una historia relacionada con aquello que veía.

El primer cuadro, albricias, era un sujeto que parecía estar en medio de las brumas frente a un siniestro bosque. No siendo capaz de contener mis dotes de poeta y narrador, advertí demasiado tarde que mi lengua había comenzado a desnudar excesivamente la locura de mi alma, y, cuando me precipité a pisar el freno con desesperación, ya me había comido todos los árboles de la foresta del dibujo. El siguiente cuadro mostraba a un hombre solitario en lo alto de una tribuna en cuya parte inferior se apiñaba la hinchada de Morón o de Chacarita; tampoco pude evitar el error de hablar de mi enemistad con la estirpe humana y con las masas, a consecuencia de lo cual mi suerte parecía estar ya echada. Pero la tercer figura dio lugar a mi reivindicación: un hombre se paraba en la entrada de un concurrido coliseo, como dudando si entrar o no. Esta vez, avisado de la trampa, hablé de un empleado que se acopla fácilmente a sus compañeros de trabajo y que muestra grandes afinidades con todos sus prójimos, pintando, con los más vivos tonos de mi elocuencia, un enternecedor cuadro de hermandad universal y de amor. Mis chances parecían renacer. Pero entonces...

La cuarta escena era insulsa: se trataba de unos ancianos dialogando en cómodos sillones. No cometí error alguno ni dije nada en particular, pero la figura tenía una pequeña diferencia con todas las anteriores: color. Había una especie de círculo rojo brillante en la pared, y la psicóloga me preguntó qué era esa mancha. Al ser daltónico, tuve la suerte de verla verde en lugar de roja: sí, no mordí el anzuelo de la sangre. Pero, insensato de mí, tampoco quise rebajarme a la respuesta best-seller: una lámpara. No dudo de que todos los que consiguieron ese empleo en mi lugar dijeron, ya obedeciendo a sus limitaciones o agachando resignadamente la cabeza, esa mágica palabra. Pero yo, poseído por no se sabe qué infausto demonio de la locura, noté que mis labios, cobrando vida propia, se abrían para contestar, pese a todos mis desesperados esfuerzos en dirección contraria, la respuesta prohibida entre las respuestas prohibidas, una respuesta capaz de reducir a la estigmatizada mancha de sangre a la inofensividad de un jugo de naranja. "Esa mancha es algo sin sentido que le agregan ustedes los psicólogos a la imagen para, según nuestra respuesta, sacar alguna conclusión arbitraria."

Niños, no hagan esto en sus psicotécnicos. Que la visión de mis agonías bajo la negra mancha del desempleo crónico, corroyéndome eternamente como un incurable cáncer de bolsillo, los llene de horror y los mantenga firmes y derechitos en la buena senda de la sumisión, perenne diosa de los sabios.


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Capítulo VI - La venganza de los lunáticos

¿Hace falta verbalizar el desenlace de mi gesta épica en ese maldito laboratorio psicológico? El puesto me fue quitado de inmediato, si es que alguna vez pudo haber sido mío. Y debo decir que la humanidad hizo bien al privarme de él, obró con prudencia: no se los reprocho. Simplemente, me descubrieron a tiempo. Piedra libre para todos mis demonios. Mi estómago puede que lo lamente, pero mi arte se siente beneficiado. Cada caída es una nueva oportunidad, siquiera para conmover y sacudir las almas de los demás diciendo "Ay" de manera un tanto poética o musical.

Pero no por ello habré de perdonar a los psicólogos y a sus ridículos tests, y mucho menos a una sociedad que permite ese tipo de despropósitos. ¿Acaso puede haber peor discriminación que la de ser juzgados por nuestra personalidad, por aquello que realmente somos? Si me discriminasen por atributos superficiales como la gordura, el color de piel, el nivel cultural alcanzado, la orientación sexual, la procedencia, la religión, no me importaría tanto, pues pertenecería a alguna minoría en la cual hallaría algo de consuelo. Pero al discriminar a los futuros empleados por su personalidad, la cual está configurada por una biografía que es de punta a punta irrepetible, al discriminarnos por algo que nos aisla de todos y que nos encuentra siempre solos, ¿qué puedo hacer para soportar el negro estigma que aparentemente me deja al margen de todo? ¿Acaso puedo cambiar mi pasado, tener una infancia menos violenta, abolir la muerte de mi madre, recuperar las oportunidades perdidas, capturar el recuerdo de siquiera una persona dándome aliento en mi camino siempre solitario? Estoy condenado a ser, hasta mi muerte, alguien incapaz de superar jamás un test psicotécnico: necesitaría nacer de nuevo para ver si, siendo alguien con un poco más de suerte, puedo pasarlo.

Y es por eso que ya estoy diagramando lo que será mi futura empresa, en la que sólo daré empleo a los dementes y a los locos, a los que hagan los dibujos más desencajados e imperdonables, a los que en todas las manchas detecten sangre, diablos, desengaños, fragancias, voces, lechuzas y espermatozoides con alas de murciélago, a los que ostenten sin pudor los más ricos e inverosímiles intelectos y que narren las historias más profundas y desgarradoras, pero siempre cuidando de entrevistar también a los sanos, a los genéricos, a los normales y a los corderos para rechazar sus unidimensionales almas, para menospreciar la idoneidad de sus insulsos pasados, y para crear de ese modo el caldo de cultivo ideal para que se produzca una gloriosa revolución social contra los tests psicológicos, contra el impune manoseo de nuestros espíritus y de todo lo bello y horrendo que habita en las más recónditas umbrías de nuestro mundo interno.

Porque el alma del hombre atormentado es algo que no permito que se atreva a juzgar ni siquiera ese poderoso Dios que, apoltronado en su cómoda butaca de oro y esmeraldas, jamás extravió en los lóbregos anfiteatros del vacío y del dolor la vacilante e indecisa sombra de sus pasos.

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