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Peripecias laborales I

Doy aquí mismo comienzo a lo que será una extensa saga épica que nada tendrá que envidiarle a tetralogías wagnerianas o aclamadas trilogías cinematográficas, y ante cuya interminable concatenación de increíbles portentos y trágicos sucesos Odiseo se habría considerado un tipo con suerte. Drama, acción, suspenso, aventura, esperanza, desengaño, erotismo, horror, epopeya, romance, psicodelia, animé, todo combinado en la simple descripción de mis inconcebibles búsquedas laborales, historial que ostenta con orgullo una efectividad cercana al cien por ciento en su indeclinable conquista de estrepitosos fracasos. Ante una seguidilla tan perfecta de invictos absolutos, de invariables derrotas sin atenuantes, decidí hace unos años apersonarme en las oficinas del viejo Guinness para exponerle mi caso y ganarme un lugar en las páginas de su célebre libro, y, si bien el anciano reconoció que el récord de desempleo era mío, quedó en que iba a llamarme y nunca más supe nada de él.

Por lo tanto, tomad asiento, humanos que os disponéis a asistir a eventos que modificarán para siempre vuestro modo de concebir la vida, y que obrarán sin duda como una bisagra en vuestras sacudidas biografías, pero es mi deber advertiros que, contrariando toda la jurisprudencia en lo tocante a la narración de gestas épicas, daré inicio a mi obra, que irá completándose de manera fragmentaria con el tiempo, empezando por el final y hablando, pues, de mi última búsqueda de trabajo, cuya imponderable riqueza reclama, de manera imperiosa, una división novelada en capítulos que se prometen tan contundentes como categóricamente inspiradores.


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Capítulo I - El error capital

Cuando uno ha aprendido a sobrevivir por medio de rebusques que van variando de lo meramente delictual a lo decididamente imperdonable, se promete un día que ya no buscará trabajos burgueses ni soñará con una vida normal. Pero no bien un incomprensible e imprevisto llamado telefónico invitándonos a una sorpresiva entrevista se cruza en nuestro pedregoso camino, nuestra resolución flaquea y allá vamos, vestidos de cinismo para tratar de ocultarnos que muy en el fondo tenemos todavía un maldito jirón de esperanza.

Me presenté en tiempo y lugar para cumplir con el ritual de rechazo, y para que los psicólogos que describieron el síndrome de Estocolmo puedan continuar su noble trabajo, esta vez poniendo la lupa sobre aquellos individuos que, aun con mil portazos en sus narices, siguen concurriendo con presurosos pasos a los calabozos y salas de torturas de sádicos empleadores y sanguinarios jefes de personal. Se trataba de una prestigiosísima editorial que necesitaba un diseñador, corrector, redactor, etceterador, y entre cuyos impecables recintos de moderna formalidad mi presencia siniestra resultaba un tanto desubicada. Contra todos los pronósticos, salvé con éxito la primer entrevista, y se me tomó una prueba en la que no tuve mucha suerte. Pero mi funcionalidad múltiple no ameritaba ser rechazada tan a la ligera, de suerte que al poco tiempo se me convocó para una nueva prueba en la que, modestamente, la descosí.

Así las cosas, obtuve el empleo, se me dijo cuál sería mi remuneración y cuándo empezaría a trabajar, pero quedaba apenas una mera formalidad con la que debía cumplir para concretar mi ingreso: sí, el ya legendario test psicotécnico, moderno monstruo mitológico con rostro de mujer, cuerpo de humillación y cola de rechazo. Error capital: debí, avisando que estaba demasiado tocado como para salir airoso de la prueba, dar las gracias y despedirme, pero, niño pretencioso, preferí caer en el campo de batalla, luchando hasta el último segundo contra la temible quimera. De modo que no dije nada y, a los pocos días, monté en Rocinante y partí, lanza en ristre, hacia el departamento de la psicóloga que, como una esfinge armada con mil adivinanzas, me sometería a los bestiales escrutinios de su test.


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Capítulo II - Preludios psicocríticos

Sabiendo que, por mucho que intentase disfrazarme, la psicóloga percibiría con facilidad, en mis rasgos, la ferocidad lupina que me caracteriza, opté por no malgastarme en ir vestido de corderoy, aunque tampoco consideré conveniente lucir un atuendo de pibe chorro. Me presenté ante la mujer, finalmente, ataviado lo menos guerrillero que pude, pero, pese a ello, la asusté apenas me le aparecí con mi habitual aire mefistofélico: eso se notó de inmediato en la debilidad y poca firmeza con la que me recibió, apenas sobreponiéndose a una sorpresa y confusión que no logró disimular ante mi terrible mirada. Porque sí, yo la estaba psicoanalizando a ella: esa sería mi venganza previa, aunque no pudiese igualarla en el hecho de tener acceso a sus dibujos y respuestas para destruirla más.

Tratábase de una simple madre de familia, que evidentemente se había banqueteado todos los versos de Freud y que, gracias a un cerebro poco dado a cuestionarse las cosas, había alcanzado una superficial felicidad en su prolijo departamento de Palermo, una felicidad que debía de pesarle lo suficiente como para que le fuese necesario evacuar sus culpas burguesas votando invariablemente a la izquierda. No digo que esto último esté mal, sólo lo señalo porque ella, con todo su blablablerío de tolerancia y su utópico mundo de reivindicaciones teóricas en las nubes, tembló de prejuicios al verme a mí, a mí, una simple víctima del sistema, si no del sistema económico al menos del afectivo. Pero yo no me quejo por la discriminación: para mí es un honor que esta sociedad me discrimine.

Como sea, carecen por completo de interés las primeras etapas del test: dibujar cuadrados, líneas, espirales, silogismos, misterios, vacilaciones. No hay que ser un genio para deducir que, si un pibe te dibuja un cuadrado que se sale de la hoja y va a parar a la mitad del escritorio, no está en condiciones de laburar en ningún lado. Yo tendría que haber hecho eso, pero a veces soy tímido: ¿con qué cara mirás a la mina después de rayarle su mesa de trabajo? Hay proezas que, lo admito, están fuera de mi alcance.


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Capítulo III - No, así no, flaco, dibujale paraguas

Entonces llegó el clásico, ochentoso, conmovedor, evocador de tantos recuerdos, catalizador de atávicas emociones que nos sacuden por dentro y nos hacen preguntarnos una vez más la razón del cosmos. Sí, había que soltar las riendas de la imaginación y bosquejar los imborrables trazos de un tipo bajo la lluvia. Mucho se ha hablado ya sobre esta dramática instancia, esta terrible prueba que la eterna Providencia le pone en el camino a los hombres para decidir su destino, pero es mi deber deciros que la ciencia última sobre tan consternante y polémica cuestión es que no hay ciencia alguna, así como tampoco Providencia. Los psicólogos se inventaron varios manuales contradictorios entre sí y depende del manual que use el psicólogo de turno para que, de un mismo dibujo, se infiera una consecuencia o la diametralmente inversa. Si el personaje mira a la izquierda, significa que uno tiene complejo de Edipo no resuelto; si, en cambio, mira hacia la derecha, significa que uno el complejo de Edipo todavía no lo resolvió; y si a esas dos posibilidades se añade que, como yo, se carece de madre desde hace siglos, las cosas se pueden empezar a poner feas.

No bien uno empieza a deslizar el lápiz sobre el papel, comprende con ruda certeza que Leonardo, Miguel Ángel, Delacroix, Friedrich, Böcklin, Dalí, y miles de genios por el estilo, jamás habrían podido conseguir un trabajo en nuestro mundo moderno. La pintura de Childe Hassam que ilustra esta entrada refleja claramente que el artista era obsesivo-compulsivo, inseguro, con una gran dependencia de la figura materna y un evidente trastorno esquizotípico; o tal vez refleja exactamente todo lo contrario, quién sabe. Lo cierto es que la consigna "hombre bajo la lluvia" ya nos impide, de por sí, dibujar una nube con una escalera apoyada en su parte inferior y el hombre subido a ella, burlando la tormenta; no queda, empero, abolida la opción de cubrir el papel de negro con el lápiz y asegurar, luego, que hay allí un hombre bajo la lluvia sólo que no se ve porque es de noche y la tempestad es muy oscura; en cuanto a dibujar una lluvia de serpientes y sapos es una salida que considero un tanto arriesgada, si bien no descarto la idea de dibujarse uno mismo tomando a la psicóloga de la mano, ambos bajo una lluvia de arroz frente al registro civil. En ninguno de estos casos se obtiene el empleo, pero, dado que haciendo el dibujo bien tampoco se alcanza esa meta, al menos obtenemos una hazaña digna de formar parte de nuestro salvaje anecdotario personal.

Hace unos días entré a un portal de subastas artísticas en internet; por medio de él vine a enterarme de un afamado coleccionista parisino que, aun en medio de la preocupante crisis que sacude al viejo continente, acababa de desembolsar cien mil euros por un boceto inacabado de un desconocido artista argentino. El nombre de la afortunada vendedora coincidía con el de esta psicóloga que me realizó el test, y cuál no sería mi indignación al descubrir que la obra subastada por tan importante suma no había sido otra que mi humilde Hombre bajo la lluvia, lápiz, 210 x 297 mm, circa 2009.

(No se pierda los capítulos restantes de este enojoso psicotécnico y sus inquietantes revelaciones. Continuará.)

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