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Objeto de fobia ajena

Durante años padecí fobia social, hasta que comprendí que en realidad era la sociedad la que tenía fobia de mí. La fobia social se diagnostica en individuos que, entre otras cosas, se sienten observados en toda acción, que tienen vergüenza al pagar preservativos y/o golosinas delante de una larguísima cola de personas serias y respetables en el autoservicio chino, que no soportan la dura prueba de tener que reunirse con la familia durante las fiestas, que tardan mucho en concentrarse para orinar en concurridos baños públicos, árboles o persianas de negocios cerrados, que manifiestan serias dificultades para llevarse bien con las personas aunque les resulte muy sencillo pelearse con todo el mundo, y que sienten pavor a tener uso de la palabra frente a un enorme auditorio, a hacer enojosos reclamos por teléfono o a encontrarse imprevistamente con algún conocido por la calle; la fobia de mí, en cambio, se diagnostica en empleadores que muestran una increíble renuencia a echarme del trabajo o a retarme cuando llego sistemáticamente tarde, en individuos que dejan siempre vacío el asiento del colectivo contiguo al mío aunque deban resignarse a viajar parados para ello, en conocidos que me eliminan del chat porque ante mí se sienten obligados a escribir bien y porque saben terminantemente prohibido el empleo de caritas, en vecinos que se entregan a las mil y un piruetas dilatorias y a las más arriesgadas y vertiginosas acciones para evitar compartir el ascensor conmigo, en interminables cadenas de psicólogos que me van derivando de unos a otros sin jamás querer hacerse cargo de semejante monstruo, en cajeras que justo se abocan a otros menesteres y dejan de atender cuando advierten que me toca a mí, y en otros millares de situaciones que se haría excesivamente largo y anodino enumerar con tan innecesaria prolijidad.

Comprendiendo que la egofobia, o fobia de mí, causaba estragos en la sociedad y, por ende, en mi propia vida, quise volverme más light y de fácil consumo a fin de que los vástagos de la fóbica estirpe humana fuesen venciendo de a poco el irracional miedo que me tenían; decidí, por consiguiente, adoptar alguna fobia también yo, para que me pudiesen considerar, finalmente, un semejante. Por supuesto, eterno enemigo de los best-sellers, no quería una fobia demasiado popular, por lo cual la claustrofobia, la agorafobia, la aracnofobia, la homofobia, la heterofobia, la fobia a elaborar pensamientos y juicios propios, y la jactanciosa fobia a tener fobias, entre muchas otras, quedaban descartadas de plano.

Empecé a monitorear mi vida con detenimiento, tratando de detectar la raíz última de mis grandes temores a efectos de poder ostentar ante la humanidad una fobia propia que me hiciese, aunque no tanto, igual a todos, pero ninguno de los miedos existenciales que me corroían desde pequeño lograba entrar en la categoría de trastorno netamente fóbico: miedo a desarrollar un tic nervioso, miedo a ser feliz, miedo a tener un hijo. Carcomido por tan desalentador panorama, salí cierto día de mi casa a fin de caminar por las calles de la ciudad y meditar un rato sobre el complicado asunto, y fue entonces cuando comprendí cuál había sido siempre mi fobia número uno, desconocida entre los hombres y entre los más eximios psicólogos, pero lacerante como pocas: la irracional pero irrefrenable fobia a dar la vuelta en la calle y regresar sobre los propios pasos... la anastrofobia.


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La anastrofobia, o fobia a pegar la vuelta

Descripción de la fobia: Un individuo abandona su hogar a fin de dirigirse quién sabe a dónde; tras caminar media cuadra, advierte súbitamente que se ha dejado, sobre la repisa, las monedas para el colectivo. El retorno a su casa, a fin de buscar el objeto olvidado, se le hace forzoso, y ahí, en ese momento, terrible y desoladora como la muerte, hace infernal acto de presencia la negra sombra de la anastrofobia: el individuo no puede dar la vuelta. Teme que los transeúntes se den cuenta de que es un idiota que olvidó las monedas en su repisa, y, por consiguiente, en vez de girar y volver sobre sus pasos sigue adelante, da una intrincadísima vuelta manzana, y regresa así a su hogar, de manera incógnita, por el lado opuesto. Esto le parece lógico. Aun cuando la calle se encuentre desierta, el individuo no puede, simplemente no puede dejar tan en evidencia que es un sujeto poco despierto, no puede dejar la impresión de que es alguien que no sabe hacia dónde va, de modo que comete una estupidez aún mayor para escapar con elegancia de la embarazosa situación.

Los psicólogos, a los cuales no me acerco porque sé que podrían ganar un renombre increíble dentro de su comunidad si escribiesen un libro sobre mi caso, cuentan a partir de ahora, gracias a esta fobia descubierta por mí y que merece llevar mi nombre, con un enorme caudal de material novedoso para el análisis y el estudio que de seguro dará que hablar dentro de los cenáculos de su acotado mundillo científico.

Cada vez que tuve una fobia, la vi como un desafío que debía superar: así fue como vencí mi fobia social, mi fobia a ser objeto de fobias y mi fobia a ponerme de novio, entre tantas otras. La fobia a volver sobre mis pasos no podía ser la excepción, de modo que, cierta tarde de agosto en la que salí de mi guarida y descubrí que había olvidado una pertenencia crucial en ella, junté todas mis fuerzas, hice acopio de toda mi presencia de ánimo, y di media vuelta. Efectué unos pasos hacia mi hogar, pero las manos me comenzaron a sudar, se me hizo un nudo en la garganta, se me resecó la boca, y el vértigo hizo presa en mí; vencido, sin poder dar un paso más en dirección al punto de partida, decidí dar otra media vuelta y seguir en la dirección original, pero, odiosa paradoja, tal acción había quedado inhabilitada para mí tras los pasos que había dado hacia mi casa, de suerte tal que me averié, ahí, en medio de la acera, comprendiendo que las dos direcciones eran ya un regreso y me estaban idénticamente vedadas. Y allí permanezco desde entonces, anclado en esa calle, con mis miembros entumecidos y atenazados, recorridos por una sudoración febril, sin poder caminar para lado alguno, una triste víctima más de la inclemente fobia a dar un súbito y brusco cambio de destino a nuestros confundidos y contradictorios pasos. ¡Ay: si tan sólo esta extraña fobia estuviese circunscripta a la calle, y no se verificara también en la delicada trascendencia de nuestras decisiones existenciales...!

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