El leer este blog es perjudicial para la salud. Ley No. 43.744.

Radiografía de un outsider I

Tras haber dejado trascender que no festejo mis cumpleaños (siquiera para no darme cuenta de que, si quisiera festejarlo, no tendría a quién corno invitar), creo conveniente interrumpir de cuajo este blog a efectos de que en lo sucesivo no se presenten confusiones de ningún tipo. Es hora de establecer de una vez para siempre, antes de seguir escribiendo, que quien está leyendo este espacio asiste a ideas emanadas de la mente de alguien a quien muy difícilmente pueda considerar un semejante.

Sin más preámbulos, pues, pasaré a detallar un simple decálogo de las cosas que el lector debe saber sobre mí antes de elucidar la conveniencia de seguir adelante o no con sus profanas lecturas de mi alienada prosa.

Será preciso dejar antes en claro, no obstante, que, pese a todo lo que me propongo detallar a continuación, no debe tomárseme como un extraterrestre o como alguien venido de otro planeta: ojalá existiese, en los oscuros confines de alguna galaxia remota, un cuerpo celeste habitado por sujetos como yo... pero algo me inclina a suponer que tal hipótesis no cuenta con grandes chances de alcanzar una satisfactoria comprobación empírica que le otorgue el deseable rango de realidad. Y si tal mundo existiese, ni loco lo habría abandonado para venir acá, a no ser que me persiguiese la policía... pero no creo que en un mundo de yos hubiese muchos policías, ni tampoco considero que este planeta pueda resultar un buen escondite para un individuo de mi catadura: la humanidad mucho no me camufla.

Pero basta ya de devaneo retórico y demos lugar, de una buena vez, a esta primer entrega de los contundentes datos que cumplirán la solemne tarea de denunciar mi inobjetable demencia o calidad de outsider a los incrédulos ojos del lector estupefacto.

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1. No festejo ni mis cumpleaños, ni las felices fiestas, ni los días de

Ya mencioné el tema de los años en la entrada anterior, y seguiré en alguna próxima, pues aún hay más que es imperioso que alguien se atreva a decir sobre tan apasionante cuestión que a todos nos toca de cerca, pero quiero ahora darme el gusto de desengañar al lector que espera ávidamente que trate a los "días de" como patrañas establecidas por astutos mercaderes que los esclarecidos desprecian y cuyas formas (saludar, regalar algo, salir, etc.) sólo el rebaño observa con sumisión: nada de lugares comunes para mí. Detesto más bien a los "días de" porque el día del amigo descubro que no tengo amigos, el día del enamorado descubro que no tengo de quién enamorarme, el día del animal descubro que no tengo mascota, y porque en la escuela primaria nos obligaban a hacer manualidades para obsequiar a nuestras madres en su día y, de más está decirlo, yo descubría que era el único niño outsider en todo el colegio que no tenía madre... y por eso era también siempre el único que se llevaba Actividades Prácticas a marzo: todas las vacaciones practicando el portarretratos con hilo sisal.

Como sea, considero más una ventaja de mi vida que una desventaja el poder vivir ajeno a los almanaques, si bien reconozco que tal forma de proceder no se halla exenta de enojosos inconvenientes. Tan es así, que, muy a menudo, recién advierto que es feriado por navidad o alguna fecha semejante cuando, al abandonar mi guarida con el objeto de comprarme algún sustento alimenticio, compruebo que, en todos los negocios no chinos de mi barrio, uno se topa con persianas irremediablemente cerradas.

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2. No tengo, ni jamás tuve, ni jamás tendré, celular

Cuando la actual generación post-80 años desaparezca de la faz del país, barrida por la inexorable escoba del tiempo que a todos nos acecha, podré darme el gusto de ser el último argentino sin celular. Siempre había considerado que el teléfono era el invento más nefasto de la historia humana, pero, cuando vi por primera vez un celular, no cabía en mi terror y en mi asombro. No es un furibundo hippismo o una declarada enemistad contra la sociedad de consumo lo que me lleva a renegar de tan innecesarias necesidades como la del celular; es más bien un secreto orgullo de hombre que desea valerse por sí mismo y hacer las cosas a la antigua: si estoy llegando tarde a algún lugar, en vez de avisar me apuro, o pido perdón al arribar demorado. La vida fácil, cómoda, no ennoblece. Un hombre que corre, un hombre que siente culpa, vale más que un hombre que se limita a ejercitar alegremente su pulgar.

Entre las innúmeras ventajas de no contar con tan sofisticado e imprescindible sonajero tecnológico se pueden mencionar: que nadie puede hallarnos ni monitorearnos jamás; que, si nadie jamás nos desea hallar o tener monitoreados, no nos enteramos (adquirir un celular y advertir que en los primeros tres meses no se recibió un solo llamado puede sumir en melancólicas reflexiones a cualquiera: más vale que la gente triste y solitaria evite en lo posible tales trampas mortales); que no nos convertiremos en un desubicado más que confunde el colectivo con un locutorio; que podemos ver nuestros alrededores y apreciar los tonos del cielo y de los árboles en vez de ir enfrascados en la impostergable imperiosidad de una estúpida pantalla; que estaremos preservando la tradicional estética evolutiva de la raza humana, que en pocas generaciones más puede empezar a venir con pulgares hiper-desarrollados; que sólo tenemos que pelearnos con la compañía y los empleados de call-center de nuestra telefonía fija; que jamás nos lo olvidamos y jamás nos lo roban; que no tenemos que perder tiempo eligiendo cuidadosamente el ringtone que deseamos que nos avergüence en público por los próximos dos o tres meses; y podría seguir enumerando ventajas durante horas pero, sepan disculparme, tengo una entrada de blog que terminar.

¿Desventajas de no tener celular? Sólo se me ocurre una: que, si los apresurados transeúntes nos ven hablando solos por la calle, concluyen que estamos locos; en cambio, si ven que vamos con un celular pegado a la oreja, aun cuando esté apagado, podemos ir a los gritos y a las risotadas, incluso cantando o puteando, que se lo toman con total naturalidad. Si algún filósofo del siglo XVIII viajase en el tiempo y asistiese con sus propios ojos al singular maremágnum de monologuistas ambulantes que nuestras actuales calles ofrecen a la mirada del consternado espectador, retrocedería con premura, lleno de espanto, a su propio tiempo, tratando de quitarse de encima a ese oscuro escritor de blogs que, tirándole insistentemente de una manga, le solicita que le permita partir con él.

Una vez encontré un celular en plena vía pública. Estaba sonando, señal de que su dueño intentaba hallarlo desesperadamente. Quise atenderlo para tener la bonhomía de facilitar a su legítimo propietario las precisas coordenadas en las que el artefacto había sido extraviado, y, repentinamente... descubrí que no sabía qué botón había que apretar para atender. Probé todos, el siete, el punto, el asterisco; nada. Me alejé de allí corriendo, pero el teléfono aún suena, imperioso, enervante, acosador, en mis más negras y espantosas pesadillas.

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3. Soy varón, tengo 32 años, y no sé ni hacer asado ni manejar

Chicos, esta ignorancia no viene sola, hay que saber cultivarla, hay que saber ganársela a base de un gran esfuerzo, un enorme tesón y una inquebrantable tenacidad. Es como si el animal humano, en su versión masculina, viniese ya programado para aprender estas tareas, de manera ineluctable, en algún momento preferentemente temprano de su vida. La mujer aprende a maquillarse para seducir al hombre, y el hombre aprende a manejar para pasarla a buscar: está en la genética de la especie; sin esos dos conocimientos básicos, la raza humana se extinguiría, es así de sencillo. El espécimen que no cumple con tales mandatos de la especie simplemente queda marginado, relegado del libre mercado de la reproducción. La naturaleza, bastante darwinista a veces, no desea que la humanidad degenere, y por eso aparta de la cadena reproductiva a los hombres que no sabrán enseñar a sus hijos a conducir: el mundo no necesita hombres de a pie, o que anden a caballo, no. Mujeres cuya belleza no requiera de afeites puede llegar a tolerar, pero ojo, tampoco el abuso: aunque sea un poco emperifolladas tienen que mostrarse ante la mirada del macho promedio, según es ley. De cualquier manera, en las regiones en las que las mujeres no son de maquillarse con esmero, el Estado legaliza el alcohol y procura emborrachar todos los fines de semana a los hombres a fin de que tan fútil detalle no revista mayor importancia. Todo sea por el sagrado fin de la supervivencia de la raza humana: al diablo con aquellos que no sepan venderse por medio de una belleza espuria o de una motorización prestada.

Pero yo prefiero rebelarme contra la naturaleza, contra los Estados y contra todo, como siempre. Bendita la mujer que no se maquilla, pues su rostro es honesto. Y bendito el hombre que no maneja, pues recorrerá grandes distancias y se conocerá a sí mismo bajo la inclemencia de los elementos.

(Este inconcebible decálogo continuará...)

2 comentarios:

  1. 1. Yo tampoco festejo mi cumpleaños. Es más, no me gusta ese día, me molesta que todo el mundo me salude. Lo festejé dos veces, la primera me salió bien, pero al año siguiente no fue nadie, así que nunca más. La navidad no me gusta, y el día del amigo, el día de los enamorados y el día de la mujer me parecen los peores inventos del mundo.

    2. Tengo celular (por supuesto, el más básico y barato) pero no me llama ni me escribe nadie. No me gusta hablar por teléfono, me pongo nerviosa y me quedo sin palabras lo que genera incómodos vacíos en la conversación. Ni sé por qué lo tengo, ya me robaron 4, debería haber aprendido.

    3. Aprendí a manejar porque no me gusta que me lleven (y porque gran parte de mi vida transcurre en la soltería y no tengo quién me pase a buscar). No me gusta el asado, no tomo mate, no tomo alcohol, y la gente no lo entiende.

    Espero ansiosa la próxima entrega.

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  2. Me inclinaría a exclamar "He aquí una de las mías", pero mi radiografía recién comienza y aún falta lo peor: esto se pondrá mucho más escabroso. Por lo pronto puedo decirle que:

    1. Es cierto, mi disgusto con los cumpleaños comenzó cuando, en mi adolescencia, pasé por primera vez uno completamente solo. Como no había torta, prendí un fósforo y pedí tres veces el mismo deseo, que se cumplirá el día en que me muera. Desde entonces, todos son éxitos para mí: no atiendo el teléfono en todo ese día para que no me salude ningún familiar que me quede por ahí, y hasta hubo un glorioso año en el que pasé todo el día sin acordarme de que en esa fecha cumplía años.

    2. También soy de madera para hablar por teléfono, no tengo fluidez, me siento ridículo en cuanto advierto que estoy gesticulando adelante de la nada; pero esto sólo sucede si tengo que llevarme bien con mi interlocutor: para discutir tengo mucho más talento. Hasta he logrado la hazaña de que, las últimas dos veces que me llamaron de Speedy o Telefónica para ofrecerme grandes planes, en vez de cortarles yo a ellos me terminaron cortando ellos a mí.

    3. A mí tampoco me gusta que me lleven, por eso sólo uso colectivo, ya que el chofer de colectivo es un sujeto impersonal, como el médico o el psicólogo al que uno le confía secretos que jamás revelaría a sus conocidos. Con el asado y el alcohol discrepo (acá soy un poco más normaloid que usted, pero no se apresure), si bien considero una de las peores vejaciones de mi vida, lo cual es mucho decir, el hecho de que mi familia se haya aprovechado de la debilidad intelectual de mi infancia y me haya, según manda la tradición nacional, inoculado mate.

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