El leer este blog es perjudicial para la salud. Ley No. 43.744.

La felicidad llama a mi casa

Sí: el mundo moderno, hecho a imagen y semejanza del mercader (aunque el dominio de la cultura se halle en manos del esclavo), nos ofrece a diario estas gratas sorpresas, como ser la de la felicidad llamando empeñosa e insistentemente a nuestros propios hogares. Lejos han quedado aquellos aciagos tiempos en los que uno tenía que luchar denodada e infatigablemente durante años en pos de la piedra filosofal de la dicha para, tras ingentes esfuerzos y desengaños, alcanzar finalmente un efímero y nada gratuito sucedáneo de esa miseria que se parece un poco, aunque no tanto, al fugaz vislumbre del reflejo de la sombra de la borrosa silueta de algo vagamente semejante a una dudosa felicidad. Ahora no: los avances de la humanidad en materia de tolerancia y derechos humanos han querido que se conformara lenta pero indefectiblemente, a lo largo y ancho del globo, una extensa red de solícitos y obsequiosos call-centers prontos a ofertarnos, directamente a nuestros hogares, las mieles y bienaventuranzas que siempre habíamos soñado, como ser, tarifa plana o ahorros varios en nuestra cuenta telefónica.

Pero momento: ¿quién les dijo, a estos que me llaman a cada rato, que yo quería ser tan feliz? El artista aborrece la felicidad como el león la ensalada de lechuga y tomate: no nos llena. Además, ya nos acostumbramos a respirar en otro medio, en el conflicto y en la desesperación alucinada, de modo que nuestras branquias sombrías se ahogan al ser sacadas de su hábitat natural. ¡Ay, esa luz nos enceguece demasiado pronto! Nuestra mente aprendió, de algún modo, a relacionar la felicidad con la estupidez, a elucidar que para ser feliz hace falta ser idiota, de modo que la felicidad nos humilla y degrada de manera inadmisible. ¡Lejos de mí semejantes goces de rebaño!

Pero basta ya de preámbulos, y pasemos de una buena vez a los bifes: inspirado una vez más en un comentario que hice en un blog ajeno, me dispongo a narrar las vicisitudes de aquel memorable día en el que le puse a la estupefacta felicidad un tremendo portazo en la jeta, mientras la pobre solicitaba amablemente entrada a mi morada. Por ello, canta, oh musa, la cólera del noctámbulo E., cólera funesta que causó infinitos males a los operadores de call-center y que precipitó al Hades a muchos telemarketers de Telefónica a quienes hizo presa de perros y pasto de aves.

***


De los telemarketers, o modernos apóstoles de la Buena Nueva

Todo comenzó cierto atardecer lluvioso de junio en el que... bah, qué sé yo cuándo carajo fue, pasó hace años, cuando mi hermana se tomó sus primeras largas vacaciones en un neuropsiquiátrico. Noté que, a pesar de su ausencia, mi cuenta telefónica seguía viniendo abultadísima, lo cual era incomprensible toda vez que yo, sujeto solitario y en guerra con el mundo, no llamo jamás a nadie ni por error. Y fue de esta suerte, tras examinar con detenimiento la boleta, que vine a dar con el hallazgo de que tan inexcusable estado de situación encontraba su fuente en un supuesto "Plan Hogar de Familia bla bla bla" que me facturaban quién sabe por qué inhóspita razón desde la noche de los tiempos. ¿Hogar de Familia? Era un insulto inadmisible a mi cubil y a la proverbial disfuncionalidad de mi estirpe lupina, de modo que me comuniqué de inmediato con la empresa, Telefónica, a efectos de exigirles imperiosamente la remoción de semejante despropósito. Mis perentorios reclamos fueron prontamente oídos y encontraron inmediata satisfacción. Al mes siguiente, se verificó en mi factura un ahorro demencial, fenómeno que, si bien por un lado evidenciaba que me habían estado choreando durante meses, por el otro me confería la paz de saber que me había liberado a tiempo de la aviesa trampa. Lejos estaba yo de imaginar que, con ese triunfo, había labrado la total ruina de mi paz para los años venideros.

Porque, claro estará ya para el lector, no bien me hube zafado de la trampa la computadora alertó a los altos directivos de la empresa sobre la existencia de un oscuro sujeto, en Capital, que estaba pagando muy poco por el servicio. Tal transgresión no podía en modo alguno ser consentida, de modo que verdaderos enjambres de telemarketers fueron contratados para un solo fin: el de encajarme algún nuevo plan que, bajo la consigna del ahorro, me hiciese pagar más. Así, los apóstoles de la dicha comenzaron, uno tras otro, a abalanzarse telefónicamente sobre mí, ofreciéndome a toda hora felicidades desconocidas y definitivas. Evidentemente, no sabían con quién se estaban metiendo.

Se trataba, en su mayoría, de combatientes de poca monta, vendedores amateurs cuyo desmañado speech nada podía contra mi afinada dialéctica del mal, tímidos rookies de los que me deshacía, de manera elegante pero contundente, con apenas un par de frases matemáticamente pergeñadas para dejarlos anonadados. Y es que mis razones eran bastante irrefutables: ¿bajo qué nuevo principio de las leyes de mercado una empresa comienza a llamarnos, insistentemente y sin descanso, a las ocho de la mañana, a las cinco de la tarde, a las once de la noche, para rogarnos una y otra vez de rodillas que le paguemos menos? Perplejos, los espíritus de Adam Smith y Milton Friedman lloraban ante el demoledor golpe que Telefónica le propinaba a toda la lógica capitalista. Pero, como podrá suponerse, si bien quizás el fantasma de David Ricardo logró resolver el problema, habría sido asaz aventurado esperar lo mismo de los rústicos e improvisados operadores a los que ordenaban llamarme. Ninguno logró jamás responderme cómo conservaría su puesto o cobraría su sueldo a fin de mes si lograba encajarme un plan que minimizara las ganancias de la empresa que lo había empleado. Revelarme que la tarifa plana era una mentira les estaba vedado, de modo que debían reconocer su derrota y decir adiós.

***


El empleado del mes, o la hábil táctica de ser muy pelotudo

Al ver que esta perezosa táctica, sólo exitosa con viejas y analfabetos, no les estaba dando buenos resultados, los directivos de la empresa decidieron pasar conmigo a una agresiva Fase B. La nueva estrategia era hábil: un operador me llamó y me informó abruptamente que mi sistema de facturación cambiaría a partir del mes siguiente. Hecho consumado. Mi respuesta fue casi tan inmediata como mi ira: si me llegaban a tocar la facturación se pudría todo. Pasé a explicarle que durante siglos me habían cobrado una locura y que recién hacía unos meses me estaban viniendo por fin precios razonables. Nada podría haberme preparado para las céleres palabras con las que me sorprendió mi interlocutor: «Nosotros siempre cobramos precios razonables». No, pará un poco, ¿con quién estaba hablando, con el nieto de José Telefónica? Pero ¿las abuelas y los familiares de estos infelices no tienen teléfono? Debo admitir que su respuesta me hizo, por primera vez en el prolongado intercambio de hostilidades con la empresa, titubear unos instantes. Pero no por su brillantez, sino porque no daba crédito a que la pelotudez humana pudiese alcanzar, en mi propio país, cotas tan delirantes. Tras tomarme unos instantes para reponerme, mi cólera para con este imbécil fue tan titánica que, sin apelar a un solo insulto, sin recurrir a una sola elevación del tono de voz, lo fui acorralando con un copioso torbellino de argumentos y razones sin cuartel hasta que... ¡me cortó!

La proeza había sido consumada. Los directivos de Telefónica, que iban siguiendo la conversación paso a paso a través de sus auriculares (claro, por eso el pibe dijo lo de los precios razonables), intercambiaron entre sí sombrías y silenciosas miradas cargadas de duda y desazón. El golpe había sido demasiado duro. Era hora de pasar a la Fase C. Entretanto, enviarían a sus rebaños de telemarketers a seguir bombardeándome a toda hora, acaso en la errónea creencia de que así lograrían desmoralizarme un poco antes de la batalla final, que estaba cada vez más cerca.


***


El ocaso de los operadores


En el último piso de uno de los más elevados y lujosos edificios de Buenos Aires, la junta de directivos la recibió. Se trataba de la mejor vendedora histórica de la empresa, si bien ascendida ya a un cargo ejecutivo, una verdadera felina de las ventas cuyas increíbles hazañas y legendarios triunfos recorrían desde hacía años los pasillos de Telefónica en la modalidad de encendidas odas pindáricas que llenaban de asombro a los vendedores más jóvenes e inexpertos, de boquiabiertos semblantes. Acababa de ser sometida a un duro y extenuante entrenamiento especial, que incluía dos meses enteros en el Himalaya, al solo efecto de derrotarme. Tomó asiento delante de la junta de notables, encendió su notebook, se calzó los auriculares, y, para ir entrando en calor, vendió tres planes al hilo en sólo tres llamados efectuados al azar, con la distendida soltura de quien realiza un mero trámite. Solemnes aplausos celebraron cada una de sus concatenadas victorias, que inspiraron el intercambio de elogiosos comentarios entre todos los presentes. Entonces, marcó mi número.

Debo decirlo: era muy buena en lo suyo. Dio comienzo a la partida por medio de la célebre Apertura Lohengrin, esto es, iniciar un extenso diálogo omitiendo revelar desde dónde y con qué fin me está llamando. Alertado por la renuencia de mi interlocutora a poner sus cartas sobre la mesa, supe de inmediato que se trataba, una vez más, de Telefónica. Y supe que me habían enviado a una buena rival. Pasé, pues, al ataque, cortando en seco la amenidad del diálogo y exigiendo las razones de su llamado. Comprendiendo que su apertura quedaba desbaratada, blanqueó el motivo: tarifa plana para ahorrar en mis llamadas locales. Desdeñando inquirir por el recargo de las llamadas no locales o a celulares, que transforman cualquier tarifa plana en una cordillera, pasé sin más a mi viejo recurso: preguntarle cuál era la lógica de que una empresa me llamase para perder dinero.

Éste era el punto en el que todos los cachivaches anteriores habían caído irremisiblemente; pero esta mina sabía lo que hacía: no era una improvisada, no. Su respuesta fue tajante: el objetivo de Telefónica era conservar a sus clientes y que no se pasaran a otra empresa, como ser Telecentro. Tal era la razón de la munífica bondad que había llevado a esta pobre compañía a tocar una y otra y otra y otra vez mi puerta a fin de depositar a mis pies la cornucopia de la felicidad suprema. Lo único que tenía que hacer yo era dejar de temerle al éxito, dejar de mostrarme arisco ante el afecto del mundo, abrir por fin mi puerta al par que mi corazón, y recibir en mis trémulos brazos los inestimables dones y goces que la benevolencia sin igual de los empresarios telefónicos me hacía llegar de manera obsequiosa a través de esta magnífica emisaria.

Sí, reconozco su destreza... pero conmigo no te podés descuidar así. Su argumento era glorioso, pero mi contraataque fue tan inmediato cuan certero: «No, está bien, quedate tranquila, quedate tranquila que no me voy a pasar a otra empresa, no hace falta que me ofrezcan más nada». Una experimentada guerrera de su talla no tardó en reconocer que había sido derrotada, de modo que saludó, con un tono de dignidad herida, y cortó. Esto fue hace unos dos o tres meses, quizás más: juro que no me han vuelto a llamar desde entonces.


***


El drama de la espera


Y continuando con mi modalidad de entradas largas pero pletóricas de riquezas, no me despediré sin hacer mención de los call-centers de atención al cliente. En este caso, más allá del millar de cosas que se pueden decir contra los ineptos trogloditas que te atienden, por ejemplo, en Speedy, convengamos que el rasgo más saliente pasa por la espera. La larga espera para que te atiendan mientras escuchás una musiquita enervante; luego, la larga espera mientras verifican tu problema; finalmente, la larga espera para que lo solucionen o para que lleguen, varios días después del indicado, los técnicos a domicilio. Lejos de ver en ello un sesgo negativo, creo que esas esperas son saludables para la psiquis social, ya que, si algo ha olvidado el ser humano a partir de la revolución tecnológica, es el terrible hecho de esperar. La inmediatez se ha vuelto un cáncer peligroso, que quita valor a todo cuanto consumimos y que nos revela, así, que la espera, después de todo, no carece de encanto. Los pibes de hoy, nativos 2.0, desconocen lo que es la espera, a la que sólo descubrirán de púberes en una parada del 107, o, ya de adolescentes, cuando, al advertir los defectos del Sistema, y al comprender lo desastrosas que son todas las alternativas al Sistema, exclamen por fin el consabido: «¡Y estos extraterrestres que no vienen!».

Con esto en mente, y tras una llamada que realicé a Telecentro, concebí de inmediato, en súbita y venturosa inspiración, una moderna obra teatral de vastas proporciones y polémicas consecuencias, tragedia dramática que sin duda ganará prontamente todas las librerías del país. Así pues, como regalo a los lectores de este blog maldito que, pacientes y acostumbrados a la espera, hayan llegado hasta el final de esta extensa entrada, he aquí, en exclusiva para ellos y a fuer de adelanto, el primer acto completo de mi obra.

ACTO I
Escena I
(Lugar: teléfono de casa.)
(Tiempo: hace 720 segundos.)

OPERADOR.- Aguarde un segundo en línea, por favor.
CLIENTE.- Güeno... (Espera 12 minutos en silencio.)

Fin del Acto I.

19 comentarios:

  1. En mis épocas de telemarketer disfrutaba intensamente a los clientes como vos. Recuerdo una vez llamar a un estadounidense de voz gentil y medidos modales con el que me trencé en un combate telefónico de 45 minutos; argumento tras argumento chocaron nuestras espadas verbales, y hubiéramos seguido así durante otros tres cuartos de hora de no ser por la impaciencia de mi supervisor (un veinteañero nacido con la camiseta de la empresa), que me cortó la llamada al grito de "Cómo puede ser que después de 45 minutos no puedas cerrar una venta??". Me limité a sonreírle con mi mejor expresión de pendeja pelotuda, hubiera sido en vano explicarle que me estaba divirtiendo tanto que me olvidé de la venta en sí.

    En fin, no odies al pecador sino al pecado, el call center es un ambiente hostil. Yo abandoné sus dominios el día que me felicitaron por venderle un servicio completo de banda ancha a un mexicano y una ancianita, ninguno de los cuales poseía una computadora. Eso sí, aprendí unas puteadas buenísimas. La gente puede ser muy creativa cuando la sacás de la cama un sábado a la mañana o le interrumpís la cena después de un día arduo de laburo.

    Espero con completa paciencia el segundo acto de la obra, aunque sospecho que la musiquita de espera me hará víctima de un sueño del que no podré despertar con facilidad.

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  2. Sí, he conocido gente que laburó en call-centers y he tenido siempre la deferencia de brindarles mis leyes de Obediencia Debida y Punto Final. Sólo hay dos cosas que escapan al alcance de dichas normas y que son, verdaderamente, crímenes imprescriptibles, de lesa telefonicidad: haber sido parte del servicio técnico de Speedy, y haber llamado a mi casa. Lo de llamar a mi casa llegó a quedar prohibido, inclusive, a gente que ni siquiera era telemarketer, como ser mi ex-novia (cuando quiero hacerme buena prensa soy glorioso).

    Nunca me tocó cruzarme con un operador de tu estirpe, pero sí logré algo creo que único: que una telemarketer me puteara ella a mí en vez de yo a ella. Todo porque, no bien la mina me dijo que pertenecía a las huestes de Telefónica, le anuncié que no me interesaba. Profundamente indignada, me señaló que cómo podía yo rechazar algo antes de saber qué era; le respondí lo que opinaba sobre su empresa y sus insistentes ofrecimientos, y obtuve por todo resultado un par de exabruptos seguidos de corte e implosión. De más está decirlo, colgué embriagado de orgullo: en ocasiones, algunos telemarketers me alegran el día, a su pesar.

    No puedo asegurarlo, pero acaso los siguientes actos de mi obra no existan, y por eso se llame "El drama de la espera": uno se engancha con las vicisitudes del primer acto, y se queda esperando eternamente un desenlace que jamás llegará.

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  3. Ah, pero hay desenlaces posibles, acaso más aterradores que la oscura certeza de la espera indefinida: el drama del deja vu. Un ciclo eterno de transferencias de un operador a otro operador que se declarará ignorante de tu problema cada vez, obligándote a repetirte hasta el límite de tus fuerzas o tu paciencia. La elaborada tortura telefónica no tiene fin, y se dice que los pocos valientes que osaron superar la prueba se enfrentaron a la condena absoluta e inapelable del temido "En este momento estamos sin sistema, llame usted nuevamente más tarde, gracias!"

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  4. Precisamente, mi ya manifiesta animadversión para con los técnicos de Speedy, con quienes me vi obligado a lidiar por uno de mis laburos, tuvo su origen en ese drama particular. Con la salvedad de que, transido de ira a raíz de que uno de los cobardes operadores me cortase (conmigo no corre lo de la caída del sistema: atendí un Rapipago), volví a llamar siendo presa de una furia tan titánica que... ¡los analfabetos más grandes del universo hallaron solución al problema! No sé cómo lo logré, pero esa proeza inclinó a muchos mortales a suponer que yo era un nuevo dios, y es desde entonces que el Gauchito Gil y Jesús, acurrucados en sus templos tambaleantes, me observan con recelo y temor.

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  5. Había viajado por todo el mundo. Había estado con mujeres hermosas. Orgías y sinfónicas de Londres. Había recibido aplausos por mis obras. El vino en mi boca hacía torrente. Era un vago, un delirante. Escribía poemas por segundos.
    Pero una serie de tragedias personales me obligaron, por escasos dos meses, si no quería quedar en la calle, o morir enfermo, a ganar dinero. Me ofrecieron ser telemarketer. Poeta, cantor, actor, filósofo: nada de eso me salvaba del abismo monetario.
    Entré al submundo del call-center. El primer día hice mi primera venta, contrariando todo lo aprendido en la oprobiosa capacitación: voz baja, dicción empastada, monotonía. Malos modales. Una chica dijo: sí, lo quiero. Yo le ofrecía una mierda de paquete, $69 Internet banda ancha, por seis meses. Y un programa pedorro escolar.
    Mi desánimo se incrementaba a la par que las ventas. Mientras llamaba, miraba páginas pornográficas en la computadora. Todos venían a preguntarme cómo hacía. Me granjeé envidias. Fui deseado por aspirantes a garcas del marketing. Entra tanto, oteé las trampas: para simular ventas se enviaban módems a personas que ni lo pedían. Se vendían paquetes a "zonas peligrosas". Se mandaba al muere a los del envío. Se mentía a mansalva con rebajas inexistentes ("total, nosotros no tenemos nada que ver con atención al cliente").
    Y los seres siniestros que nos supervisaban. El día que me vinieron a decir que me ascendían, deslicé auga salina por mis mejillas. Puta, te emocionaste, dijo un Garca. Y no. Era la furia acumulada por tanta vejación.
    No sólo dije que no a los gritos. Denuncié, en palabras más directas, el carácter promiscuo de todos los supervisores con los jefes (di pruebas, incluso una foto en una computadora), las supervisoras con telemarketers. Y dije: ustedes son la orgiástica reproducción del capital en miniatura. Pateé una mesa y me fui.
    O sea que: nada de Obediencia debida. El Telemarketer es cómplice de la estafa.

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  6. Edificante historia de vida, poderosamente narrada, y no exenta de polémicas (ser filósofo o poeta no sólo no te salva del abismo monetario, sino que incluso es uno de nuestros boletos más directos con destino a una inanición prolongada: a no ser que uno escriba para complacer y agradar a un mundo habitado por telemarketers, el arte es sacrificio).

    Aplaudo al telemarketer que cae presa del sentimiento de culpabilidad, pero discrepo, no obstante, con la generalización taxativa de la complicidad del operador. Es de notarse que las filas de llamadores compulsivos suelen nutrirse no sólo de pichones de garcas y de sujetos conscientes que abominan lo que hacen, sino sobre todo de zombies. ¿Y quién podría juzgar, con todo el rigor de la ley, a una minita que va de Gran Hermano al call-center y viceversa? (Ok, yo sí podría juzgarla, pero yo porque soy malvado.) La pendeja de pocas luces que llama siguiendo al pie de la letra todo un recetario de instrucciones no se encuentra en el mismo plano de culpabilidad que el nieto de José Telefónica que me llamó a mí. Pero supongamos que sí, que todos son cómplices: ¿dónde termina la cadena de responsabilidades?

    Porque, alguien tiene que decirlo alguna vez: si yo recibo llamados de call-center no es por culpa de oscuras alimañas capitalistas, ni por culpa del siniestro dueño de los teléfonos de producción, ni por culpa de sus esbirros telefónicos, sino, principalmente y sobre todo... ¡por culpa de los imbéciles que compran! Porque hay que ser imbécil para adquirir cosas no de manera autónoma, sino esperando a que te las ofrezcan en tu teléfono. Entonces, caída la ley de Obediencia Debida, la culpa habrá de derramarse sobre toda la sociedad en su conjunto, la cual, si no lo pidió, por lo menos convalidó y dio pasto con su conducta al nefasto ejercicio del telemarketing. Pero cuando tal cosa sucede, cuando la culpa se generaliza al mundo entero, lo lógico es que, salvo que uno esté enfermo de soberbia moral y quiera sentarse a pasarle juicio al planeta, sea el mismo hereje que condena a la sociedad el único juzgado.

    Y yo lo acepto, reconozco mi herejía: aunque la ley de OD mediante la cual me era posible perdonar al humano no fuera, en realidad, sino mi propio hábil resguardo frente al inflexible juicio de las masas, me deshago de ella y enfrento desafiante el tribunal supremo del hombre. Sé que mi crimen de no haber sido jamás parte del circuito de telemarketing es imprescriptible, pero bien prefiero el calabozo de la soledad a la dicha del estafador y del estafado. Así pues, humanos que claman por mi sangre culpable, aguardo la inapelable sentencia de vuestra estúpida sujeción a las leyes consagradas por el rebaño para protegerse de mí. Atizad sobre mi cabeza la santa cólera de vuestros legisladores y de vuestra jurisprudencia toda. Y que aquellas guías telefónicas vayan sin más a alimentar la funesta hoguera que, alimentada por la chispa de vuestro odio inexorable, habrá de ser mi tumba y mi postrer adiós. Será justicia.

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  7. Para aportar mi granito de arena a la historia de vida más arriba relatada, les comento que el día antes de renunciar fui convocada junto a un grupo de vendedores defectuosos como yo para un curso de "Estrategias de Venta". Apenas empezó nos dijeron algo parecido a "Acá van a aprender cómo venderle servicios a la gente mayor. Antes que nada: tengan siempre presente que los jubilados de allá no son los jubilados de acá; los de allá cobran en dólares, así que no sientan culpa y vendan lo que sea como sea."


    Al margen... muy filosófica tu respuesta a mi última entrada, pero sin duda la mejor parte fue la de los Transformers aniquilando al cura plástico. En mi caso yo tenía una pequeña legión de dinosaurios, pero lamentablemente no se me ocurrió enviarlos a las Cruzadas. En ese entonces todavía le rezaba al Ángel de la Guarda antes de irme a dormir.

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  8. Pese a que jamás ni me asomé a un call-center, intuí desde el vamos que las principales presas de los vendedores serían los jubilados. Pero entonces surge la ominosa pregunta, que ya siembra el horror de la duda en el atribulado bolsillo de más de un avisado empresario: ¿de qué va a vivir el telemarketing cuando, dentro de unas décadas, todos los jubilados hayan sido, de pibes, telemarketers? Ese fatídico día, las "estrategias de venta" se abolirán a sí mismas, y el mundo entrará en un funesto caos de impredecibles consecuencias. Ésta es la paradoja de la que el capitalismo no se atreve a hablar sino en voz muy baja, y en la que se agazapa la semilla del futuro colapso del universo entero.

    Extrañamente, a mí también me causó gracia la escena del cura, sobre todo por lo realista que quedó cuando repaso lo que eran los juegos de mi infancia: triste habría sido la suerte de un sacerdote articulado y de sus accesorios en manos de mis violentas hordas de monstruos belicosos.

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  9. He leído tu respuesta y medité profundamente. Hasta el insomnio.
    Y es cierto: quienes piden justicia (al fin, un invento del rebaño) no escapan de la paradoja anunciada. Yo mismo: pido justicia y cometí el crimen. Mi arrepentimiento es basura moralista (como buen esclavo que soy). Pido sangre de los culpables, y no estoy dispuesto a entregar ni una uña. Quiero juicio y castigo a los culpables, a aquellos que estafaron a jubilados.
    Y la pregunta debe invertirse, pues, ¿quiénes somos para no juzgar? Si perdonar es divino, yo soy humano. Dios perdona, yo juzgo (en tribunales populares, con la bandera de Mao y Cristina). No perdonar sería caer en imperdonable soberbia.
    Los zombies-marketer, zombies-marketer serán; pero ellos (yo) son parte de la burocracia, seres oscuros y siniestros con la banalidad del mal en su alma. Seres hechos para acatar órdenes, estafar, vender. Mañana, asesinarán o violarán con la misma premura.
    La cadena de responsabilidades se elevará al infinito, y caeremos por fin en la cósmica tribulación de Dios, del Mal, Los Garcas. El capitalismo siempre tiene la culpa de todo, incluso de la estructura dialéctica y fatal del cosmos.
    Oh, y no creamos en la culpabilidad del idiota que dice "sí, madame el módem". A él le han creado un espejismo, lo han hecho presa de la dioptría ideológica y metafísica, la caverna cristiana, el panóptico de Rial, los bautizos, Susana Giménez, etc.
    Todo para que diga: sí, deme dos.
    Y sea cómplice del horror de Speedy.

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  10. Sí, también yo he atravesado alguna vez, con las pronunciadas líneas del asombro marcándose inclementes en mi rostro, las traicioneras encrucijadas de esas disquisiciones leguleyas. Pero mis conclusiones resultaron muy otras: por empezar, no creo que el perdón sea un atributo divino. En primer lugar, porque Dios no existe; y en segundo, porque, si existe, no creo que se atreva jamás a concederme su estúpido perdón a mí, cosa que, por otra parte, jamás le he solicitado. Más aún, le exijo perentoriamente su condena, que constituirá un irrenunciable reconocimiento a mi talento natural para la insumisión. A todo esto hay que agregar que, aun si el perdón fuera una prerrogativa circunscripta a la esfera del Creador, allí mismo encontraría yo la mejor razón para perdonar: sería mi modo de desafiar a Dios, de robarle el fuego prometeico de la misericordia para depositarlo a los pies de mis pecadores e impíos congéneres.

    Pero, porsupollo, yo también me rebajo al barro de los estrados y considero absolutamente lícita la humana costumbre de pasar juicio sobre nuestros semejantes. De ahí que en mi mensaje anterior haya expresado que yo sí habría sido capaz de enjuiciar, con el máximo de los rigores, a la desorientada joven que, con profundo pesar, abandona las cautivantes vicisitudes de Gran Hermano tan sólo para acudir a su cotidiana misión de estafar viejas a granel. Pero aquí es donde se abre la insalvable brecha: yo, como criminal consciente de mi malignidad, sólo habría juzgado a la pendeja en tanto que mediocre que mira Gran Hermano y obedece órdenes sin comprenderlas; nunca la habría juzgado por sus crímenes contra terceros. Asimismo, eludiendo los dificultosos arcanos del huevo y la gallina, mi sentencia habría caído con más virulencia sobre la cabeza del crédulo y ovino comprador de paquetes que sobre los rapaces creadores de Speedy, poco culpables de haber nacido con garras en un inmenso y tentador corral. Tal lo que toca en suerte a las ovejas por haberme hecho sentir muchas veces un ave de rapiña a mí; y peor aún, pues a las aves de rapiña les compran módems alegremente, mientras que a mí me rehúyen como a un funesto ciclón.

    En breve, lo que me resulta imprescriptiblemente lesivo es la estupidez. Entonces, recalamos en la eterna confrontación entre la moral de esclavos y la moral de señores, entre los que juzgan el Mal y los que juzgan la Chatura. Y es aquí donde entra a tallar la dimensión épica de la moral aristocrática, el momento en el que se acciona la certidumbre de la cómoda facilidad de ser esclavo: pues los mediocres son tantos, y tienen tan bien aferradas las riendas del mundo y del Sistema creado a su imagen y semejanza, que, superando en monstruosidad las cumbres del "Juicio y castigo" del esclavo y del "El que mata tiene que morir" del mercader, instancias nada riesgosas para quien las emite, caemos en un lema de raigambre netamente trágica, lema privativo del espíritu solitario que se para frente a las masas informes: "El juicio para ellos, el castigo para mí". Tal es mi melancólico destino, tal mi irremisible maldición.

    Y, a este respecto, ni el panóptico de Rial se ha mostrado eficaz para redimirme, para reformarme, para reeducarme... para salvarme de mí.

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  11. Bueno, yo había malinterpretado el código y me había puesto una máscara. No obstante, creo que los disfraces han caído y se trata de hablar sin ironías ni hipérboles. No deduzco ninguna existencia divina luego de la marihuana o la lectura de Kant. Es más: si tal ente existe (Dios), no le exigiría nada (ni siquiera la dilucidación de ningún secreto o misterio). Suena a cierta rebelión metafísica robarle el fuego y dárselos a los hombres. Incluso asoma cierto humanismo en la sentencia. Aunque sé que es una suposición, mas no una posición de tu parte.
    "Y peor aún, pues a las aves de rapiña les compran módems alegremente, mientras que a mí me rehúyen como a un funesto ciclón."
    ¿Y por qué renegar de eso? ¿Acaso un hiperbóreo busca la compañía del rebaño? Atisbo el hálito de resentimiento necesario ("peor aún") de quien tiene las tentaciones de escapar a su moral aristocrática, para hundirse en las masas frente a las cuales más tarde se inmolará.
    Yo no quisiera ningún castigo para mí. Y, si me apurás, el ámbito jurídico y su genealogía se me aparecen hechos de paradojas, de trampas, de fisuras. En su cadena de remisiones interminables, se deducen necesariamente entidades superiores y ontológicas o teológicas que nos obligan a la ficción fantástica a la hora de juzgar o ser juzgados. Y, sin embargo, no juzgar o ser juzgados sería caer en contradicciones tal vez peores.
    Pero, si aceptamos este juego siniestro, no podemos decir: juzguemos a la chatura, no a la rapacidad. Porque el panóptico de Rial se conjuga con "el que mata debe morir" y esa idiota estafadora, ese idiota comprador también están tentados en el corral cosmogónico de la mediocridad. No será el rapaz menos responsable que el estafador o el pichón.
    Porque al fin de cuentas, muerto Dios, tampoco el castigo trágico de tu melancólico destino cobra valor (¿asumir riesgos frente a quienes compran y comprarán eternamente el pack Speedy?). Así como tampoco mis ansias esclavas de animal de rebaño, mis gritos de Juicio y Castigo.
    Sólo se me ocurre una respuesta ante los dilemas, que estaba en el post: la espera de doce minutos en el teléfono. El "güeno".

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  12. En efecto, mi posición respecto del Celeste es tan sólo la de quien se sirve de cualquier instrumento para crear, y, menester es decirlo, Dios no es sino uno más entre los personajes recurrentes de mi arte, el que siempre aporta la nota disparatada a la situación. En ningún momento supuse que creyeses en él, pero mi tentación de jugar un rato con objetos sagrados es más fuerte que yo.

    En cuanto al "peor aún", deduzco que he sido malinterpretado: la idea era remarcar el hecho de que poco sentido tendría para mí enjuiciar a los estafadores en vistas de que el rebaño los recibe con alborozo, cosa que conmigo jamás haría. ¿Por qué yo, precisamente yo, enjuiciaría al águila por devorar a la oveja, cuando la oveja no teme ni rechaza al águila, sino únicamente a mí? Lejos de mi talante misántropo-esquizoide lamentar tal situación, o elucubrar el más mínimo resentimiento hacia la oveja, a cuya comprensible conducta de horror yo mismo doy pasto día a día; pero era mi deber explicar por qué culpo a la oveja por ser oveja y no al águila por ser águila: porque es la oveja la que en definitiva pide, la que suplica la existencia del águila. ¿Y quién soy yo para despojar a la oveja de su estulta felicidad? Bastante con enjuiciarla en silencio y tomar el castigo sobre mis propios hombros. Dejemos, pues, a la oveja su esquilmador, y alejémonos filosóficamente del corral. La oveja teme a quien puede liberarla.

    El párrafo anterior viene a explicar así, sumariamente, por qué mi filosofía es juzgar la chatura y no la rapacidad. Lo cual no excluye que muchas aves de rapiña sean mediocres también y deban, por tanto, ser igualmente juzgadas: en efecto, lo serán, pero nunca por la sangre ovina que manche sus garras. Para hacer ese juicio que desdeño sobran los fiscales. Y así llegamos al castigo, otra confusión. Porque está claro que mi castigo, que acepto con tanto gusto y arrogancia, y que acaso es un "castigo" entre comillas porque yo mismo me lo impongo con placer, no es otro que el castigo del exilio, el destierro del filósofo alucinado, igualmente alejado de ovejas y de águilas, y que, por si ello fuera poco, no cuenta siquiera con un dios.

    Si bien a este hereje parado ante la nada le queda, por cierto, el caro elíxir del "güeno" redentor.

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  13. glorioso y épico relato que alegró mi mañana de empleado municipal, en la casa de la cultura...no se imagina las cosas que podría contar de aqui...
    una tetralogía podría hacer...
    ah, estoy en lucha diaria con los insoportables vendedores de cablevisión. y me están sacando la paciencia.

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  14. Ignoro qué vendrá a ser la "casa de la cultura", pero me imagino desde el vamos un copioso desfile de vets progres que colgaron hace rato la toalla de las utopías pero que aún quieren seguir sacándole buena guita (estatal) al blablableo. Por ahí nada que ver, pero en Argentina uno automáticamente piensa en eso: es lo que abunda.

    En fin, si tal es el caso, razono que puede que una tetralogía se quede algo corta para expresar algo tan vasto y macrocósmico: habría que recurrir, antes bien, a un aforismo.

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  15. si, "la casa de cultura", conocida ahora como "la casa de la locura", ( y tambien conocido como "el nido de las serpientes", por sus venenosas empleadas) es algo así, un poco surrealista, donde se mezcla el arte, recitales de folklore, rock, palito ortega, talleres y pinturas, y los entretelones de la política, entre la desidia, la burocracia y la falta de presupuesto, para, ejem, la cultura.

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  16. Los Call Centers LEEN tu mente. No, mentira, bolaso al cuadrado.

    Si hablás de "felicidad" y hacés todo un ensayo al respecto, tené en cuenta que para el 99% de la gente eso implica guita o bienes materiales; que es lo mismo. Dicho esto tiene cierta lógica pensar que mediante un operdor de Call-Center te bombardeen para ofrecerte bienes materiales u ofertas (ahorro de guita). No, no leen tu mente, tienen asesores, soretes de marketing y hasta sociólogos/psicólogos de pacotilla involucrados en el negro ardid del telemarketing.

    Denota interés o al menos falta de vida/cosas cooles para hacer seguirle la conversa a un operador de Call. Entablar un ping pong de respuestas mordaces/filosas no conduce a nada cuando tenés la decisión tomada de antemano, a lo sumo en una tercera lectura puede dar a entender una gran necesidad de demostrar superoridad por tu parte y ESO te pone en evidencia porque se traduce en alguna inseguridad pelotuda ( de tu parte). O ..en que te sentís solo y querés charlar con alguien.

    Podrías colgar de una, pero no lo hacés, y volvemos a todo lo que se desprende de eso. No defiendo a nadie man, pero el tipo que te llama lo hace por obligación mientras que a vos NADIE te obliga a escucharlo ni mucho menos a responderle "sagaz y mordazmente". Me explico? . De los dos boludos , UNO al menos es mas boludo que el otro.

    Yeah, son pesados, yeah podés ponerte a desprender muchas cosas pero aceptemos que es un tema boludo de tocar sobre todo si nos encerramos en lo filosóficamente barato e incluso de lo sociológicamente barato. Si nos centramos en la Economía Argentina 2011,la perspectiva cambia. Estos CAlls proliferan y son rentables por un sueldo mierdoso, laburo NO hay aunque las mediciones del INDEC se esfuercen en dibujar lo contrario, ergo, desde un estudiante hasta un catedrático puede caer ( y lo hacen..ambos) en ese nefasto "trabajo". Hace 15 años no te despertaban a las 8 AM para venderte un Pack de ...lo que sea. Sacá tus conclusiones.

    En lo personal, los mando al carajo de una. Si pienso al respecto es sólo para terminar meditando en como prolifera el trabajo basura y en como se ha ido todo pero todo progresivamente al re carajo.

    Salut

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  17. Pero ¿quién supuso jamás que los telemarketers puedan leer tu mente? Si la leyeran, ni se gastarían en llamarte. O, en todo caso, te llamarían para preguntarte: "Señor, ¿desea usted que no lo jodamos nunca más en toda su vida?". ESO sería leer la mente.

    El núcleo de tu respuesta, con toda su agudeza psicológica, obedece a una lectura, quiero creer, bastante superficial del mamotreto. Se desprende para cualquier intelecto responsable que, de 5.348 llamados que habré recibido en lo que va de mi existencia, habré cortado al instante en 5.342 ocasiones y habré entablado conversación 6 veces, las aquí narradas, de las cuales al menos 5 duraron no más de 30 segundos y la restante fue la del gil que me anunció que habían cambiado de prepo mi modo de facturación. Está bien: 6 días en los que me sentía solo y quería demostrar superioridad intelectual (supongo que para seguir estando solo) ante quienes se tomaban la grata molestia de comunicarse conmigo. No está tan mal: a cualquiera puede pasarle. Pero eso sí, tengo que reconocer que mi ego creció desmesuradamente tras probarme que podía responder con sagacidad a minitas que me preguntaban: "¿Usted tiene computadora en su casa?". Todo un logro. Lo recomiendo. Es más, estoy escribiendo un futuro best-seller de auto-ayuda uno de cuyos incisos se titulará: "Levantá tu autoestima haciéndote el vivo con los telemarketers".

    Dicho sea de paso: ¿me pareció a mí, o me entablaste conversación en esta entrada con una respuesta "sagaz y mordaz"?

    Con lo último que decís, volvemos a la discusión de las culpabilidades. No creo que los CCs proliferen porque es rentable esclavizar gente para que, sumidos en condiciones infra-humanas, nos saquen de la cama a las 13 de la tarde: proliferan porque hay pelotudos que compran lo que ofrecen. No hay vuelta que darle.

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  18. Acá no hay agudezas psicológicas man, hay un mensaje claro que dice "posteaste algo pedorro". Como verás, voy al grano.
    La respuesta que te dí puede ser tan superficial como tu relato, aunque más entretenida. En mi recorrida bimestral..o trimestral de blogs suelo tirarte un par de palabras. Pensé que lo tenías asumido.

    Y en fín, te largo un par, Una: no le digás "conversación" a un comentario en un Blog, no fortalece tu parloteo...y además quedás como un psycho..wacko coo-coo xD. Dos: mamotreto?? podés decir boludo o gilada, dejá de mandarte la parte Sr. toma-Tetra que se nota el esfuerzo. Soltate, querete..ojito, ojete.



    Salut!-
    A*

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  19. Lo de "entablar conversación" lo puse, justamente, porque fue la expresión que usaste vos para referirte a algo que tampoco se parece mucho a una conversación, I mean: mi intercambio telefónico de tres o cuatro rezongos con los telemarketers. Ironía basiconga de mi parte, lo admito. Como sea, que yo quede como un wacko coo-coo psycho etc. no es traicionar tanto la verdad: es lo que hay. O no, por ahí, quién sabe.

    Y "mamotreto", qué sé yo, para mí es una palabra cotidiana más, puede convivir lo más bien con palabras como "gil" o "pelotudo", que ahí vi que también figuran un poco más abajo en mi mismo comentario. Pero pasa: ayer me bardearon por decir "hampones". ¡Oh, calle y libro luchan dentro de mí! Que se maten.

    Igualmente valoro tu sinceridad, o granidez, pero no me pidas tampoco mansedumbre si te metés con mis mamot... giladas. Salú.

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