El leer este blog es perjudicial para la salud. Ley No. 43.744.

La vuelta a los chinos en 80 pesos I

Mucho se ha dicho y escrito ya sobre esa indiscutible institución barrial, que a menudo asume visos de verdadera plaga, conocida como "los chinos"; tanto, que todo lo que se agregue sobre ella estará irremisiblemente condenado a ocupar un apretado sitio, usualmente de pie, en el melancólico colectivo gris de los intrascendentes y olvidables lugares comunes. Tal es la sublime razón por la cual, preso de una vesánica furia contra las restricciones limitáneas de la mente humana, me apresto, con alma aventurera y, menester es decirlo, algo embriagada por la hybris, a abordar una vez más la trilladísima cuestión, sin desconocer que mis chances de fracaso en tan alocada empresa son muy superiores a las que un simple mortal puede arrostrar sin abismarse, al hacerlo, en la inevitable perdición de su alma. Nada que no haya perdido antes, vale aclararlo.

Pero adentrémonos en esta delirante aventura acompasando un poco nuestro vuelo, para lo cual será mejor novelar la expedición, digna de una galopante trilogía épica cinematográfica, en acotados y certeros capítulos cuyas divisiones puedan dar algo de respiro a nuestras trémulas alas de cera, que ya sucumben bajo los ardientes rayos de los tubos fluorescentes del techo del supermercado.


***

Capítulo 1 - Del horario de los chinos

Vamos a decirlo de manera simple y contundente: los chinos se argentinizan. Ya está hecho. Ahora vamos a desarrollarlo. Si algo ha caracterizado mi vida en estos últimos años, consagrados a vivir del crimen desorganizado, es la caprichosa e inescrutable irregularidad horaria para, haciendo inhumano acopio de fuerzas, abandonar por fin el lecho y abrir mis ojos a los rayos oblicuos de la tarde. Despertando con harta frecuencia en esas horas que siguen al mediodía, mis primeras comprobaciones edilicias del organismo que sirve de base a mi cerebro solían anunciarme que un incipiente hambre, de variable voracidad, comenzaba a gestarse velozmente en mis entrañas. Pero, tras auscultar con detenimiento las impasibles agujas de algún reloj, mi entendimiento comprendía que esa repentina voracidad que me acababa de asaltar coincidía indefectiblemente con el preciso momento en el cual todos los negocios barriales se hallaban con las persianas hoscamente bajas. Naturalmente, mis pasos se dirigían hacia alacenas y heladera, en cuyos desiertos interiores de despojados rincones se evidenciaban las estridentes consecuencias de la consuetudinaria imprevisión de mi vida, de suerte que, hambriento y sin alimento alguno en el horizonte, indecibles penurias me atormentaban hasta las 17 de la tarde, glorioso instante en el que, coronando con éxito mi prolongada vigía callejera, los almacenes tanos y gallegos entrabrían lóbregas puertas a través de las cuales, famélico, me arrojaba de palomita. Al día siguiente, empero, lejos de satisfacer mi hambre mediante acertadas medidas tomadas de antemano por una previsión madura, hija de un avisado aprendizaje basado en la experiencia, la misma atolondrada falta de planificación alimentaria me sumía, al levantarme, en esos lacerantes pozos de desesperación que eran mi pasto diario.

Pero entonces tuvo lugar el extraño portento que lo cambiaría todo: llegaron, desde nadie sabe dónde, los chinos al barrio. Venían cargando, sobre sus entusiastas hombros, la incomprensible cultura del trabajo, tan ajena a nuestras pampas como sus ojos rasgados. Inconcebiblemente, estos chinos ponían supermercados cuyas puertas ostentábanse abiertas todo el día de corrido, sin cerrar a la hora de la siesta, o sea, durante los censurables horarios de mi cotidiano despertar. Tras vencer ciertas repugnancias inherentes a mi xenofobia militante, comprendí que el eje gravitacional de mi vida acababa de modificarse por completo: los mercaderes chinos habían llegado para salvarme de los tormentos y horrores del hambre. Desde desconocidas horas de la mañana, cuando abrían entre brumosas penumbras nunca vistas por el porteño nato, hasta las 22 de la noche, sin parar ni sábados, ni domingos, ni feriados (¡ah, cuántos feriados los nativos hemos podido comer únicamente gracias a los chinos y sus inestimables mercancías!), estas loables máquinas amarillas parecían constituidas y programadas al solo efecto de proveer de sustento a millones de argentinos, pero sobre todo a aquellos que, como yo, eran bastante improvisados y poco sistemáticos a la hora de efectuar sus compras.

Mas tal estado de dicha no iba a durar para siempre. Si bien en los elevados cenáculos del universo científico aún se discuten las causas, no fue difícil para mí notar que, al mes de vivir en Argentina, los chinos, empezando a contaminarse con el aire porteño, comenzaban a cerrar a las 21 de la noche; a los dos meses, se los veía abrir menos horas durante los fines de semana; y al semestre de recibir el influjo pampeano sobre sus sentidos, ya totalmente inficionados de nuestro talante nacional, daban en cerrar, ¡ay, horror de horrores!, durante las apacibles horas de la siesta. Acudía yo, como todos los días, a hacer acopio de dudosos sustentos en los cuales saciar las desordenadas apetencias de mi irregular conducta, y hete aquí que las persianas de ese verdadero paraíso de víveres salvadores se hallaban herméticamente cerradas. ¡Mi vida se desmoronaba en un infame instante de supremo espanto! En frenética locura, comenzaba a correr al azar y sin rumbo por las calles, ciego, delirante. Pero, alabado sea Mao, tres cuadras más allá mis ojos percibían, repentinamente, unas mágicas brumas religiosas de color celeste, que se resolvían no en una imagen de la Virgen sino en unas rejas que resultaban a mis sentidos tan inconfundibles cuan amadas: unos nuevos chinos, recién llegados de las tierras asiáticas, acababan de poner un nuevo supermercado, aún respetuoso de las maratónicas jornadas laborales propias de su país de origen.

De ese modo, estos chinos-chinos pasaban a ocupar en mi agenda barrial el lugar de los antiguos chinos-argentos, y todo seguía su curso natural. Hasta que, a los seis meses, el ciclo se repetía, ocasionando una nueva migración de mis compras en busca de chinos recién llegados que permaneciesen aún ignorantes de los grandes vicios que nos engrandecen a los argentinos como raza, mieles ante las cuales sus hermanos de vanguardia ya habían sucumbido inexorablemente, pues alcanzar los recónditos secretos y misterios de la argentinidad práctica es algo que no carece de tentaciones y encanto, incluso para chinos de pura cepa. Puede decirse que el ciclo de la metamorfosis argentinizante queda completo cuando acudimos a los chinos un feriado y hallamos, con pasmo y desazón, petrificados en una confusión paralizante, que sus persianas se encuentran inexplicablemente bajas. Tendría que ser política de Estado: cuando un chino cierra un feriado, merece que se le otorgue instantáneamente la ciudadanía argentina y que se le permita votar en nuestros comicios nacionales; antes no.

***


Capítulo 2 - Del interior de los chinos

Habiendo comprendido a fondo el teorema del horario de los chinos, iniciemos pues nuestra aventura partiendo hacia nuestro supermercado de cabecera, pero tomando la previsora medida de hacerlo a la hora adecuada según el eventual grado de argentinización en el que se verifiquen las costumbres laborales de sus encargados. Nos acercamos por fin a los umbrales de lo desconocido, y encontramos entonces una larga enumeración, ya sí, de odiosos lugares comunes que, sin embargo, nunca estará de más epitomar ligeramente: el color de las rejas que nos anuncia si el súper obedece a la órbita del partido comunista chino o a la de la mafia china (si bien tengo para mí que la mafia y el partido dominante son, como en tantos países, una misma cosa); las heladeras que se apagan de noche; el chino de la incomprensible uña larga; la china que está comiendo una especie de árbol; el chino que justo deja de entender el castellano cuando le debe guita a algún proveedor; el bebito chino de dos años que siempre tienen (juro que nunca vi un chino de cinco o de diez); y un larguísimo etcétera con el que alcanzaría hasta para hacer dulce de chinos. Podría desgranar varios de estos consternantes asuntos, asomándome con alma resuelta y temeraria a recónditos misterios dignos de un abordaje científico y sistemático, pero, en aras de la brevedad, me limitaré a privilegiar aquellos fenómenos que lograron captar con más fuerza mi interés especulativo.

La conseja de las heladeras apagadas, transmitida de vieja en vieja con aterrorizados acentos y entrecortados susurros, es un fenomenal mito urbano que nunca ha dejado de sorprenderme. No tanto por el hecho de constituir un mito, pues la historia bien puede ser verídica y digna de crédito, sino, al contrario, por las abominables implicaciones cuya veracidad arrojaría, como una ominosa sombra de maldita duda, sobre las tambaleantes convicciones inculcadas en nuestros inocentes entendimientos por la hipócrita ciencia occidental. Y es que, en caso de ser cierto que los chinos, para ahorrar abusivos gastos en la tarifa eléctrica, apagan las heladeras durante las horas de la noche, la correcta lectura del eventual dolo no sería "los chinos son malvados", sino, antes bien, "todos los demás son boludos".

Comprendí esto cierto atardecer de diciembre en el que, mientras observaba al azar algunas góndolas promisorias, capté con el rabillo del ojo a una madre que, parada frente a la heladera, tomaba de ella un Danonino y un yogur Ser. En un primer y apresurado momento, el hecho me pareció indignante, como es lógico: las cosas que le venden a la gente; pero, tras cavilar sobre el asunto con mayor tranquilidad, midiendo el singular evento con el sereno compás de la filosofía, arribé a la conclusión de que, si una madre y un niño comían productos procedentes de las heladeras chinas y no enfermaban, esto significaba que el verdadero mito era el de la cadena de frío, patraña inventada por el maquiavélico bipolio Edesur/Edenor para enriquecerse a costa de los supermercadistas más ingenuos. Desde entonces, mi política es que, si los chinos apagan las heladeras de noche y nosotros no caemos enfermos al consumir alimentos cuyas propiedades fueron sometidas a las arbitrarias inclemencias de constantes cambios climáticos, hacen bien: que José Carrefour se joda por salame. Además, es un ahorro de energía: los talibanes ecologistas tendrían que agradecer por ello a la sórdida avidez pecuniaria del capitalismo chino.

El otro tema en el que es mi deseo echar las anclas de mis especulaciones es el del bebito chino de dos años que hace las delicias de las vecinas que, mediante la simpatía que les arranca ese niño, logran comunicarse con sus pares chinas en el universal lenguaje de la maternidad. Puede que una china y una argentina no tengan nada en común: ni lenguaje, ni costumbres, ni objetivos, ni intereses, nada de nada, dos mundos distintos, ajenos, incomprensibles, inabordables; pero he aquí el chinito de dos años que hace su aparición, dando unos toscos primeros pasos en dirección al sector de cajas: de inmediato las sonrisas afloran en los semblantes de argentinas y chinas por igual, ciertas inflexiones boludas de la voz con la que se habla a la criatura son prontamente reconocidas con gusto por las madres antípodas, y, de ese modo, todas las circunstantes quedan, a pesar de las infranqueables barreras idiomáticas, mágicamente mancomunadas en el eterno alfabeto del amor materno. Sin pretención alguna de emitir juicios éticos o estéticos sobre las conductas ajenas, no digo que esto esté bien ni que esté mal, sino que, cada vez que el portentoso episodio se produce, tan sólo me limito a observarlo en silencio desde algún ignorado rincón, entre perplejo y azorado, meditando para mis adentros sobre el singular hecho de que los humanos de todas las razas y naciones encuentren tanta facilidad para comunicarse y tenderse lazos entre sí mientras que yo, habiéndome gastado en aprender un par de idiomas, todavía no haya podido entenderme nunca con nadie... salvo quizás con artistas y pensadores que hace siglos están muertos y olvidados, y que acaso haya sido poco menos que muertos y olvidados como vivieron entre los demás humanos y semejantes de su tiempo.


(No teman, lectores, que esta electrizante novela de aventuras continuará. Próximamente, nuevos capítulos en los que nos sumergiremos en cuestiones tan pasmosas como los productos de los chinos y las odiseas de la cola...)

8 comentarios:

  1. Al respecto de que nunca viste chinitos de cinco o diez años, un compañero de mi anterior laburo, que en teoría contaba con íntimos amigos orientales, una vez me dio una explicación al misterio: aparentemente, una de las condiciones del Gobierno chino o la Mafia china (o los dos, o la misma cosa) para ayudarlos a instalar el supermercado en nuestras tierras es enviar a los niños de vuelta a su país cuando cumplen cierta edad (alrededor de los mencionados cinco años) para que crezcan separados de sus familias argentinizadas, empapándose de su cultura milenaria y adopten las costumbres y hábitos de trabajo propios de su nación.
    Siendo como soy aficionada a los mitos urbanos me encantaría creer esa explicación, quizá adornándola con el broche de oro de que esos niños chinoculturizados crecerán para convertirse en adultos que a su vez viajarán a nuestro país a triunfar, haciendo gala de habilidades ahorrativas como insertar 150 productos en una misma bolsita plástica; chinos argentos que al enviar a su prole de vuelta al punto de partida estarán cerrando el Ciclo de la Vida.

    Y me permito contradecirte, soy firme creyente de que cortan las cadenas de frío. Nunca vi que unas papas fritas congeladas en vez de freírse en el aceite se convirtieran en una burbujeante masa grumosa y amorfa, salvo cuando cambié a José Carrefour por El Dragón.

    ResponderEliminar
  2. Sí, yo había sospechado que algo de eso había, y debo admitir que no encuentro tan censurable la platónica o espartana medida de alejar de estas regiones llenas de espíritu e indolencia a los niños en edad escolar a efectos de transformarlos en maquinarias perfectamente adiestradas para trabajar de manera infatigable y poco menos que mecanizada (juro que no supe dónde meter una coma).

    Noté ayer mismo, tras escribir este post, que en mis chinos de cabecera, los de Girasol, cohabitan simultáneamente dos bebés: uno que es aún llevado en brazos, de sexo indistinto, y otro que camina rudimentariamente, y que parece haberse resuelto en una niña. Quizás tengan distintas madres, ya que pululan allí varias chinas de diversa edad, pero el descubrimiento me llevó a elucubrar una nueva leyenda urbana según la cual muchos chinos vienen a la Argentina no a triunfar en los negocios, sino, antes bien, a aprovechar la distancia con las autoridades de su país para tener a escondidas un segundo hijo, cosa prohibidísima en su patria. Como bien podrá suponerse, detrás de tal propósito nacerá una tremenda historia, que ya me gustaría conocer, de ocultamientos, horror, penurias, desarraigo, ansiedad y dolor, tragedia que nos retrotrae un poco, en pleno siglo XXI, a esas historias bíblicas de matanzas de primogénitos durante las cuales siempre alguna madre lograba mandar a su pibe río abajo en una canasta o colgarlo de un globo y salvarlo. Me pregunto si alguna familia china habrá logrado ya, en su exilio bonaerense, el milagro del segundo retoño.

    Respecto del mito de las heladeras, yo también creo en él, pensé que eso había quedado claro: cualquier persona que haya comprado cervezas en los chinos sabe que se manejan con un frío intermitente o, cuando menos, mediocre. Y encima te lo cobran.

    ResponderEliminar
  3. Ya que iniciaste el análisis de los chinos, deberías llevarlo hasta las últimas consecuencias, léase seguir de cerca el desarrollo de ésos dos retoños a ver en qué momento y bajo qué circunstancias desaparecen de su área de juegos doméstica delimitada por cajas de botellas de Quilmes. Lo del segundo hijo ilícito puede ser, aunque en toda mi vida sólo vi un chinito de diez años que creció para convertirse en un adolescente raquítico de pelo teñido de naranja. Tenés en tus manos el material para gestar un culebrón místico digno de tu otro blog. Chiche Gelblung mataría por la primicia.

    ResponderEliminar
  4. Sí, pero me temo que es imposible llevar a cabo, con mis escasos recursos, un seguimiento de tal calibre, ya que es de advertirse que los chinos van rotando de supermercado, sin permanecer mucho tiempo en un mismo lugar. Seguramente, esta familia actual permanecerá en Girasol un año más y luego será tragada repentinamente por la nada, señal de que habrán retornado a China, o de que estarán atendiendo un súper en Villa Ballester, o de que habrán sido ajusticiados por la transgresión del segundo vástago.

    Llegué a este descubrimiento tras pasar un año laburando en la zona de Barracas, donde siempre iba a buscar sustento a unos chinos que me quedaban al lado. Abandoné ese trabajo, y cuál no sería mi sorpresa al descubrir, unos meses más tarde, que los chinos que atendían allí aparecieron de pronto en el extremo opuesto de la Capital, atendiendo mi consabido Girasol, recinto por el cual ya habían circulado un par de familias antes. El chino me reconoció de inmediato y me dijo "calle Suárez", en clara alusión a la dirección en la que se emplazaba su anterior destino. Pero, con el tiempo, también a él y los suyos les llegó el momento de abandonar mis tierras, y se ignora a ciencia cierta cuál será su paradero al día de hoy.

    ResponderEliminar
  5. Ché, sacame right now el lector de mentes a distancia que está en mi culo...(podría estar en mi cerebro pero está en mi culo, hay mas espacio).
    Resulta que el chino argentinizado es una de las tantas teorías que barajé y barajo. Basado en comparaciones con el almacenero y supermercadero argento de barrio que suele cerrar a horas extrañas por no decir cuando se le canta el orto. El chino se apioló que acá es la ley del menor esfuerzo y la gente, en este caso el cliente, no chilla.
    He visto al chinaco del súper tragándose un chori con tinto, he visto que cierra a las 14 y a las 17 no-sé-por-qué, lo he visto tomar mate. Señales...señales evidentes.

    Comparto tus costumbres noctámbulas que alteran mi ritmo alimenticio. He caído más de una vez en un chno a horarios extraños sólo por necesidad a pesar, a pear! de que están en mi black list ( no al tope...). Siempre digo qu el inmigrante debe adaptarse, pero no es ESTO exactamente a lo que me refería. Fuckers.
    Poruqé no decirlo? me cagaron mi compra verspertina improvisada, y me cagaron (peor) mi compra de las 22.30, casi siempre de alcohol barato obligándome a comprar en un kiosko pedorro una birra a 7 mangos.

    Tenés , toda la razón E. Al margen, E es la inicial de mi nombre. Es muy interesante este comentario.

    A**
    Salut.

    ResponderEliminar
  6. Nah, ¿viste un chino tomando mate? Encima que se argentinizan, eligen adoptar las costumbres más masivas, o sea, las más de merda. Falta que el chino ese escuche cumbia, mire Tinelli y crea en el gauchito Gil: ahí ya es más argentino que yo. Si encima se hace progre y gay, listo, le tengo que ir a pedir que me renueve la visa para seguir viviendo acá.

    Es cierto, el aprovisionamiento masivo de escabio en los chinos a última hora, para no pasar a depender de la tiranía de los kioscos nocturnos que quieren hacer un viernes a la noche toda la guita que no hicieron en la semana vendiendo puchos y carilinas, fue una de las claves de su éxito original. Habría que obligarlos por ley, a medida que relajan sus horarios, a mantener turnos como las farmacias: que expendan alcohol durante toda la noche al menos una vez a la semana. Sobre todo de lunes a jueves, que es cuando prefiero salir porque hay menos humanidad pululando.

    La coincidencia de nuestras iniciales es EL dato. Definitivamente. Cosas así suceden sólo una vez en la vida. Al menos a mí, que, gracias a mi desinterés por el mundo y al no uso de teléfono, jamás aprendo el nombre verdadero de nadie.

    ResponderEliminar
  7. Abuso del "ché" y eso me salva, por así decirlo, de aburridos pormenores cuando de acordarse del nombre de alguien se trata. Sonó muy voz pasiva eso, parezco Yoda.

    Vi a un chino mateando, ni yo tomo mate carajo...costumbre que no puedo adoptar ni lo haré...bah si alguien ceba y me tira uno, chupeteo pero hasta ahí, no paso d e1 o 2 hasta decir "paso".

    El Buda todavía no es reemplazado por el Gil, pero es cuestión de tiempo. Anticipo piquetes chinacos, choripaneadas y paros generales. Falta poco.
    El Eki tiene abierto hasta las 22hs. Algo es algo...aunque la variedad etílica deja mucho que desear, malfitos baratejos...

    ResponderEliminar
  8. Sí, el "che", pero sobre todo el "che coso", es la fórmula por antonomasia para dirigirte a alguien a quien querés manguearle algo pero cuyo nombre se te escapa. Esto si damos por cierta mi teoría de que los vocativos sólo se emplean para llamar y para pedir favores... ¿para qué más le vas a decir a una persona su propio nombre?

    No podés tomar mate. El mate cocido, te lo puedo llegar a entender, pero el mate... Entre la yerba, la bombilla, que esto, que aquello, dentro del mate no entran ni 4 cc de agua. Tenés que cebarte mate durante 2 HORAS SEGUIDAS para ingerir la misma cantidad de líquido que una sola taza de café te proporciona en 12 SEGUNDOS. Y eso si no se te tapa la bombilla: ahí no sólo perdés más tiempo, sino que haciendo fuerza para arriba se te pueden hundir los ojos para siempre. Ha sucedido. Como si el que chupa una bombilla plenamente funcional no pusiese ya suficiente cara de boludo, encima la mina se te tapa.

    Lo del Eki es cierto, pero en mis zonas de influencia jamás vi uno ni pintado. El que cada tanto agarrabas después de las 21 era el Día, pero el único vino que vendían era el inefable Diamante. No había otra marca: Diamante forever. Por ello dejé de ir, así que desconozco si a la fecha se habrán surtido con algún nuevo pertrecho vitivinícola o no.

    Estremecedora imagen la del Buda a la sombra del Gauchito Gil. ¿Tiene sacerdotes el budismo? Ya me los imagino haciendo cola en Liniers para pedirle laburo a San Cayetano.

    ResponderEliminar