El leer este blog es perjudicial para la salud. Ley No. 43.744.

La rebelión de los mamíferos

Mi sorprendente regreso a las páginas de este blog, y a mis exhaustivos estudios sociológicos, obedece al simple hecho de que me veo en el deber de poner nuevamente en guardia a la humanidad (aunque la considere mi más mortal enemiga) y de alertarla ante los terribles peligros a los que se ve expuesta en la supina ignorancia que la caracteriza. Ha llegado para mí la hora, en efecto, de desenmascarar para siempre a otro más entre los oscuros factores de poder que se mueven impunemente en las sombras, acechando al hombre, y que sólo los potentes reflectores de mis ideas libres de ataduras pueden sacar a la luz y denunciar. Sentaos pues, incautos hijos de la mujer, a leer con atención y prudencia este ensayo, que no habrá menos de dejaros atónitos, y preparaos para la acción si es que queréis que el mamífero rompa, de una vez por todas, las tiránicas cadenas que forjan su eterna tragedia de vida.

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Sobre el principio de amamantamiento

Como todos sabemos, la mujer vino al mundo con dos microchips que, incorporados en sus senos, la programaron de fábrica para consagrar su vida entera a la alimentación. Podemos pasar días perorando incansablemente sobre la emancipación femenina, sobre el avance de la mujer en la sociedad, sobre la teoría y la praxis del feminismo militante, sobre anteponer la vida laboral a tener hijos, y sobre un montón de huevadas similares dignas de llenar con lugares comunes y pensamientos trillados alguna página vacía del diario del domingo, pero todo ese palabrerío se derrite como la cera ante la verdad unívoca e irresistible que propone el simple principio de amamantamiento: la mujer, por mucho que se rebele contra sí misma, nació para dar de comer; sus glándulas mamarias así se lo ordenan.

Cuando es niña, toma entre sus brazos un muñeco bebé y le lleva, impulsada por resortes instintivos antes que por educación o imposición de paradigmas sociales, una mamadera de juguete a la boca; luego, solicita insistentemente a sus padres que le procuren una mascota, de cuya posterior alimentación se ocupa con celo, al menos hasta que alcanza su adolescencia; entonces comienza a salir en busca de pareja para así, una vez que la consigue, dedicar su vida a dos impostergables misiones: amamantar a sus hijos y engordar a su esposo; una vez que estas misiones son llevadas a cabo con éxito, su vejez se convierte en una eterna tortura hacia sus nietos, que deben soportar estoicamente a una abuela infatigable que no deja pasar un solo instante sin volverles a ofrecer, por enésima vez, alguna cosa para comer que le rechazaron hace no más de cuatro segundos; por último, cuando sus nietos se alejan, cuando su marido muere, cuando la soledad hace presa en ella, sale de su casa, temblorosa, resignada, y comienza a alimentar a todos los gatos callejeros del barrio. Podría agregar que, al morir, sirve su propio cuerpo a los gusanos para que se deleiten en opípara cena fúnebre, pero eso lo hacemos también los hombres.

Tal como podrá suponerse, toda esa irrefutable historia de vida que he pintado en una sola parrafada se origina en el simple hecho de que la mujer posee mamas. Cuando un hombre tiene un perro, es porque quiere compañía y fidelidad; cuando una mujer tiene un perro, es porque le quiere dar de comer a cualquier cosa, a lo que sea. Cuando un hombre, como excepción, tiene plantas, es porque le interesa la botánica y es curioso respecto de las ciencias naturales; cuando una mujer tiene plantas, es porque quiere verse en la saludable obligación de regarlas y de velar por sus frágiles existencias. Alguna que otra vez mi hermana se fue de viaje; las únicas palabras que antes de partir me dirigió en cada caso se refirieron, exclusivamente, al hecho de encomendarme sus plantas y la sagrada tarea de darles riego; de más está decir que sus meticulosas instrucciones fueron olvidadas por mi intelecto aun antes de que hubiesen sido impartidas del todo, y que, si las plantas sobrevivieron a su ausencia, fue por obra y gracia de la benevolencia sin límites de una Naturaleza pródiga y feraz.

Resumiendo, y quitando tal vez los casos de algunas mujeres un tanto autodestructivas, tener tetas pega mal. El hombre que le diga arteramente a su mujer «Mi madre cocinaba mejor» logrará herirla. La mujer que le diga en cambio a su marido «Mi padre cambiaba mejor las lamparitas» no logrará absolutamente nada de nada. El lector acaso se pregunte ahora, con toda legitimidad, dónde es que hay una tragedia en todo esto que menciono, pero la respuesta amerita un capítulo aparte, el cual comienza a continuación.

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El hombre mal alimentado

Entre las numerosas frases e ideas de Nietzsche que no han llamado la atención de absolutamente nadie, que no han sido materia de ningún posterior estudio filosófico, y que no han disparado las disquisiciones de un solo ensayista en todo el universo, hay una que siempre consideré como uno de los puntos capitales de su obra, una de esas Verdades que podrían haber cambiado el decurso histórico del mundo si no hubiese sido porque los estudiosos prefirieron distraerse con tópicos más intrascendentes y olvidables, como ser el del eterno retorno. Me refiero a un pasaje suyo que reza: «La estupidez introducida en la cocina: la mujer haciendo de cocinera. La mujer desconoce el significado de la comida. Las malas cocineras, la falta absoluta de racionalidad en la cocina, es lo que más ha retrasado y perjudicado el desarrollo del hombre». Quede dicho: no puede haber peor calamidad para un hombre que el hecho de ser alimentado por una hembra.

Como ya he mencionado alguna vez, tuve la inmensa fortuna de que mi madre muriese cuando yo era aún un niño, lo cual supuso para mí incontables beneficios que sólo con el tiempo fui capaz de percibir. Uno de ellos consistió en emanciparme para siempre de la mala alimentación a las que las mujeres someten al hombre. Puesto que ya de niño tuve que aprender a cocinarme todos los mediodías, mientras que era mi padre quien se encargaba de preparar una frugal pero sustanciosa cena por las noches, mi cuerpo creció con todos los privilegios y dones de una delgadez atlética. Dicha delgadez me valió en el comienzo algunas burlas entre mis condiscípulos, pero éstas fueron prontamente vengadas en las clases de gimnasia, cuando, para mi regocijo, advertí que les sacaba con facilidad diez vueltas de ventaja corriendo alrededor de una plaza, o que llegaba a hacer unos seiscientos abdominales más que esas resollantes focas en idéntica cantidad de tiempo. Conclusión: los que estaban mal alimentados eran ellos.

Varios lustros de salud transcurrieron sobre mí, y llegué así a mis 34 años. Accedí hace unos días, tras siglos de vanas insistencias que chocaban contra mis hoscas negativas, a concurrir por fin a uno de los regulares asados de camaradería que celebran cada tanto los escasos seres equívocos que dan en juntarse conmigo. Surgió entonces, en un patético momento de sobremesa, la temática de las prominentes barrigas y abultados vientres de los que todos sin excepción, individuos de edades cercanas a la mía, hacían gala. Suele adjudicarse esa gordura masculina a la edad o a los excesos de cerveza y de vino, pero, verificándose ambas instancias en mi propio organismo, parecía inexplicable mi contrastante estado físico. La respuesta, que les manifesté al instante, era muy simple: a diferencia de ellos, yo no había aún contraído matrimonio. Es decir, yo no era alimentado por mujer alguna.

El hombre no engorda con la edad: el hombre engorda con el casamiento. Tomemos el arquetipo absoluto del hombre casado: se trata de un burgués, un camionero o un obrero panzón que muere, harto ya de las gansadas que habla su esposa, entre los 50 y los 70 años, depende de si se eyecta de su insufrible matrimonio por medio de un ACV o de un infarto. Reparemos ahora en el arquetipo absoluto del hombre soltero: se trata de un loco delgado, enjuto, de ojos alucinados, que vive en la calle y que suele tener una expectativa de vida de unos 90 años. Sancho Panza era casado; Don Quijote, no. ¿Y quién puede discutir las supremas verdades del Arte?

En pocas palabras, la panza es el estigma indeleble que denuncia el sometimiento del hombre que ha sido domesticado por una hembra. Por supuesto que hay excepciones: el sacerdote obeso, por un lado, o mi difunto abuelo materno, por el otro. ¿Por qué menciono a mi propio abuelo? Porque fue él quien, con su increíble ejemplo, me brindó la piedra filosofal del Hombre Libre. Su genética era perfecta: le alcanzaba con comer sólo dos bocados de algo por día para vivir. Su esposa, como buena mujer, amaba cocinar, hacía cursos de repostería, estudiaba las recetas más exóticas, se lanzaba a preparar los platos más sofisticados, escalaba las más impensadas cimas en el difícil arte de la cocina gourmet, pero en vano: mi abuelo hacía a un lado todo lo que se le ponía delante alegando alguna excusa inverosímil. «No, está frío. No, le falta sal. No, está caliente. No, tiene un gusto ácido. No, está salado. No, no, no, ¡no!» Con esa genial técnica, con esa rebelión prometeica digna de un semidiós, fue de los pocos ancianos de la historia que lograron sobrevivir a sus esposas, y murió recién después de los 80 sólo porque era un fumador empedernido y un enfisema minó por completo sus pulmones.

Formulo una simple pregunta: ¿por qué creen que el Papa es siempre un viejo de edad incalculable que llega a vivir unos 210 años? ¿Porque Dios lo ama y lo protege? No: porque tiene cocineros varones, el elíxir de la larga vida. Por supuesto que no consagro como un bien deseable el hecho de vivir muchos años: simplemente celebro que uno pueda contar con la posibilidad de llegar con buena salud a la edad necesaria para culminar alguna obra o alcanzar alguna meta propuesta en la juventud. Dejarse alimentar por una mujer, un ser que no sabe nada de las necesidades de un guerrero, es exponerse a reventar más temprano que tarde como un escuerzo.

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La rebelión del Hombre

Pero ¿por qué utilizo palabras como emancipación, libertad, rebelión? ¿Por qué admiro el sagrado No de mi abuelo y veo en él una piedra filosofal para alcanzar un mundo mejor? Humanos, la necesidad de comer es el principio de toda esclavitud, y, cuanto mayor es un vientre, mayor es la esclavitud de ese hombre respecto de los demás hombres, así como (lo cual tiene peores consecuencias en el mundo del arte, o sea, en el único que verdaderamente me interesa) mayor es la esclavitud del cerebro de ese hombre respecto de su propio estómago. La obra del genio es producto de un intelecto que se libera del yugo de las necesidades físicas a las cuales ese intelecto nació para servir. El hombre con menores necesidades fisiológicas se acerca más fácilmente a ser lo que Arthur Schopenhauer llamaba un "sujeto puro del conocer".

Entonces, el hombre que se somete con gusto a una perniciosa nutrición por parte de su madre o de su mujer queda condenado al odioso cepo de una esclavitud de ardua resolución. Por un poco de dinero o poder, por un plato de lentejas digamos, se puede controlar a cualquier gordo. Pero la delgadez es insurrección, y un hombre de constitución magra puede, en un ataque de dignidad, mandarte al diablo aunque le ofrezcas salmón rosado con caviar y champagne. Las mujeres, en consecuencia, son máquinas dedicadas a la tarea de volvernos esclavos, esclavos de ellas, de nuestros estómagos y de todo. El burgués obeso que las izquierdas odian es una creación femenina, lleva su sello indeleble, lo ha esculpido la hembra hasta en sus más ínfimos detalles. Pero las izquierdas mismas están formadas por esclavos, que justamente envidian del burgués su panza, no otra cosa, pues los zurdos se rebelan contra todo menos contra la alimentación que les brindó su madre. Y por eso fracasan: porque no tienen claro dónde reside exactamente su esclavitud. El único rebelde, el único emancipado, el único Hombre Libre es, así pues, el artista, el filósofo, el científico, el ermitaño, el santo, el poeta maldito, el loco.

Y es que la mujer no sabe, ni desea, alimentar a un guerrero: alimenta al hombre como si éste fuera una hembra, alguien que tiene que engordar para nutrir un feto en su interior, y de ese modo transforma al guerrero en un mercader, a veces, y en un esclavo, siempre. Esto no carece de lógica: la mujer cavernícola tuvo que aprender a seducir un cazador, sacarle un hijo, y luego, para que el cazador no la abandonara, para que se quedara a procurarles alimento a ella y al cachorro, tuvo que aprender a engordarlo, a aburguesarlo, a volverlo obeso y poco deseable para las mujeres más jóvenes... a hacerlo, en suma, un completo esclavo de ella y de su nido.

Por eso yo proclamo aquí la verdadera Rebelión del Mamífero: la rebelión contra el estofado materno, contra la milanesa conyugal, contra la opresión de los postres. El verdadero Hombre vive de asado, de comida al paso, de porquerías improvisadas dignas de un escenario de guerra. Las comidas especiosas, sazonadas, solícitas, obsequiosas y elaboradas que son propias de la mano femenina, la gran aburguesadora, reducen al noble varón a la más abyecta decadencia. La mujer lo sabe, pero nos quiere así, esclavizados: es su negocio. Y es, también, el negocio del Sistema, el cual, como lo he dicho muchas veces, no es hijo de la maldad de los mercaderes, sino que es hijo de la Hembra. ¿Quién alimentó a los capitalistas, quién alimentó a los dictadores? Les hicieron crecer barrigas, y esas barrigas hicieron todo lo demás. Yo lo he visto. ¿Por qué nadie quiere escucharme?

Pero no me importa lo que suceda con los humanos, no me importa que no me escuchen, que se sigan sacando los ojos entre sí, que perezcan. Yo le hablo a los artistas, a los filósofos, para que se salven a tiempo de este flagelo que los acecha sin que ellos atinen siquiera a sospecharlo. Luchen contra la cocina femenina, enemiga del genio, enemiga de la libertad, enemiga del guerrero. La trompeta de la insurrección ha sonado: corramos sin miedo hacia el No redentor. Nietzsche, aunque tampoco logró ser escuchado por nadie, fue claro y contundente; yo sólo he rescatado sus palabras injustamente soslayadas y las he ampliado en este imprescindible ensayo liberador: ¡fuera la mujer de la cocina, que el hombre tiene mucho aún por delante! ¡Tomemos la sartén por el mango! ¡Chefs, cocineros, maestros pizzeros y parrilleros del mundo, uníos! El destino del Hombre depende de vosotros. Sí: un fantasma recorre las cocinas y los hornos...