El leer este blog es perjudicial para la salud. Ley No. 43.744.

La felicidad llama a mi casa

Sí: el mundo moderno, hecho a imagen y semejanza del mercader (aunque el dominio de la cultura se halle en manos del esclavo), nos ofrece a diario estas gratas sorpresas, como ser la de la felicidad llamando empeñosa e insistentemente a nuestros propios hogares. Lejos han quedado aquellos aciagos tiempos en los que uno tenía que luchar denodada e infatigablemente durante años en pos de la piedra filosofal de la dicha para, tras ingentes esfuerzos y desengaños, alcanzar finalmente un efímero y nada gratuito sucedáneo de esa miseria que se parece un poco, aunque no tanto, al fugaz vislumbre del reflejo de la sombra de la borrosa silueta de algo vagamente semejante a una dudosa felicidad. Ahora no: los avances de la humanidad en materia de tolerancia y derechos humanos han querido que se conformara lenta pero indefectiblemente, a lo largo y ancho del globo, una extensa red de solícitos y obsequiosos call-centers prontos a ofertarnos, directamente a nuestros hogares, las mieles y bienaventuranzas que siempre habíamos soñado, como ser, tarifa plana o ahorros varios en nuestra cuenta telefónica.

Pero momento: ¿quién les dijo, a estos que me llaman a cada rato, que yo quería ser tan feliz? El artista aborrece la felicidad como el león la ensalada de lechuga y tomate: no nos llena. Además, ya nos acostumbramos a respirar en otro medio, en el conflicto y en la desesperación alucinada, de modo que nuestras branquias sombrías se ahogan al ser sacadas de su hábitat natural. ¡Ay, esa luz nos enceguece demasiado pronto! Nuestra mente aprendió, de algún modo, a relacionar la felicidad con la estupidez, a elucidar que para ser feliz hace falta ser idiota, de modo que la felicidad nos humilla y degrada de manera inadmisible. ¡Lejos de mí semejantes goces de rebaño!

Pero basta ya de preámbulos, y pasemos de una buena vez a los bifes: inspirado una vez más en un comentario que hice en un blog ajeno, me dispongo a narrar las vicisitudes de aquel memorable día en el que le puse a la estupefacta felicidad un tremendo portazo en la jeta, mientras la pobre solicitaba amablemente entrada a mi morada. Por ello, canta, oh musa, la cólera del noctámbulo E., cólera funesta que causó infinitos males a los operadores de call-center y que precipitó al Hades a muchos telemarketers de Telefónica a quienes hizo presa de perros y pasto de aves.

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De los telemarketers, o modernos apóstoles de la Buena Nueva

Todo comenzó cierto atardecer lluvioso de junio en el que... bah, qué sé yo cuándo carajo fue, pasó hace años, cuando mi hermana se tomó sus primeras largas vacaciones en un neuropsiquiátrico. Noté que, a pesar de su ausencia, mi cuenta telefónica seguía viniendo abultadísima, lo cual era incomprensible toda vez que yo, sujeto solitario y en guerra con el mundo, no llamo jamás a nadie ni por error. Y fue de esta suerte, tras examinar con detenimiento la boleta, que vine a dar con el hallazgo de que tan inexcusable estado de situación encontraba su fuente en un supuesto "Plan Hogar de Familia bla bla bla" que me facturaban quién sabe por qué inhóspita razón desde la noche de los tiempos. ¿Hogar de Familia? Era un insulto inadmisible a mi cubil y a la proverbial disfuncionalidad de mi estirpe lupina, de modo que me comuniqué de inmediato con la empresa, Telefónica, a efectos de exigirles imperiosamente la remoción de semejante despropósito. Mis perentorios reclamos fueron prontamente oídos y encontraron inmediata satisfacción. Al mes siguiente, se verificó en mi factura un ahorro demencial, fenómeno que, si bien por un lado evidenciaba que me habían estado choreando durante meses, por el otro me confería la paz de saber que me había liberado a tiempo de la aviesa trampa. Lejos estaba yo de imaginar que, con ese triunfo, había labrado la total ruina de mi paz para los años venideros.

Porque, claro estará ya para el lector, no bien me hube zafado de la trampa la computadora alertó a los altos directivos de la empresa sobre la existencia de un oscuro sujeto, en Capital, que estaba pagando muy poco por el servicio. Tal transgresión no podía en modo alguno ser consentida, de modo que verdaderos enjambres de telemarketers fueron contratados para un solo fin: el de encajarme algún nuevo plan que, bajo la consigna del ahorro, me hiciese pagar más. Así, los apóstoles de la dicha comenzaron, uno tras otro, a abalanzarse telefónicamente sobre mí, ofreciéndome a toda hora felicidades desconocidas y definitivas. Evidentemente, no sabían con quién se estaban metiendo.

Se trataba, en su mayoría, de combatientes de poca monta, vendedores amateurs cuyo desmañado speech nada podía contra mi afinada dialéctica del mal, tímidos rookies de los que me deshacía, de manera elegante pero contundente, con apenas un par de frases matemáticamente pergeñadas para dejarlos anonadados. Y es que mis razones eran bastante irrefutables: ¿bajo qué nuevo principio de las leyes de mercado una empresa comienza a llamarnos, insistentemente y sin descanso, a las ocho de la mañana, a las cinco de la tarde, a las once de la noche, para rogarnos una y otra vez de rodillas que le paguemos menos? Perplejos, los espíritus de Adam Smith y Milton Friedman lloraban ante el demoledor golpe que Telefónica le propinaba a toda la lógica capitalista. Pero, como podrá suponerse, si bien quizás el fantasma de David Ricardo logró resolver el problema, habría sido asaz aventurado esperar lo mismo de los rústicos e improvisados operadores a los que ordenaban llamarme. Ninguno logró jamás responderme cómo conservaría su puesto o cobraría su sueldo a fin de mes si lograba encajarme un plan que minimizara las ganancias de la empresa que lo había empleado. Revelarme que la tarifa plana era una mentira les estaba vedado, de modo que debían reconocer su derrota y decir adiós.

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El empleado del mes, o la hábil táctica de ser muy pelotudo

Al ver que esta perezosa táctica, sólo exitosa con viejas y analfabetos, no les estaba dando buenos resultados, los directivos de la empresa decidieron pasar conmigo a una agresiva Fase B. La nueva estrategia era hábil: un operador me llamó y me informó abruptamente que mi sistema de facturación cambiaría a partir del mes siguiente. Hecho consumado. Mi respuesta fue casi tan inmediata como mi ira: si me llegaban a tocar la facturación se pudría todo. Pasé a explicarle que durante siglos me habían cobrado una locura y que recién hacía unos meses me estaban viniendo por fin precios razonables. Nada podría haberme preparado para las céleres palabras con las que me sorprendió mi interlocutor: «Nosotros siempre cobramos precios razonables». No, pará un poco, ¿con quién estaba hablando, con el nieto de José Telefónica? Pero ¿las abuelas y los familiares de estos infelices no tienen teléfono? Debo admitir que su respuesta me hizo, por primera vez en el prolongado intercambio de hostilidades con la empresa, titubear unos instantes. Pero no por su brillantez, sino porque no daba crédito a que la pelotudez humana pudiese alcanzar, en mi propio país, cotas tan delirantes. Tras tomarme unos instantes para reponerme, mi cólera para con este imbécil fue tan titánica que, sin apelar a un solo insulto, sin recurrir a una sola elevación del tono de voz, lo fui acorralando con un copioso torbellino de argumentos y razones sin cuartel hasta que... ¡me cortó!

La proeza había sido consumada. Los directivos de Telefónica, que iban siguiendo la conversación paso a paso a través de sus auriculares (claro, por eso el pibe dijo lo de los precios razonables), intercambiaron entre sí sombrías y silenciosas miradas cargadas de duda y desazón. El golpe había sido demasiado duro. Era hora de pasar a la Fase C. Entretanto, enviarían a sus rebaños de telemarketers a seguir bombardeándome a toda hora, acaso en la errónea creencia de que así lograrían desmoralizarme un poco antes de la batalla final, que estaba cada vez más cerca.


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El ocaso de los operadores


En el último piso de uno de los más elevados y lujosos edificios de Buenos Aires, la junta de directivos la recibió. Se trataba de la mejor vendedora histórica de la empresa, si bien ascendida ya a un cargo ejecutivo, una verdadera felina de las ventas cuyas increíbles hazañas y legendarios triunfos recorrían desde hacía años los pasillos de Telefónica en la modalidad de encendidas odas pindáricas que llenaban de asombro a los vendedores más jóvenes e inexpertos, de boquiabiertos semblantes. Acababa de ser sometida a un duro y extenuante entrenamiento especial, que incluía dos meses enteros en el Himalaya, al solo efecto de derrotarme. Tomó asiento delante de la junta de notables, encendió su notebook, se calzó los auriculares, y, para ir entrando en calor, vendió tres planes al hilo en sólo tres llamados efectuados al azar, con la distendida soltura de quien realiza un mero trámite. Solemnes aplausos celebraron cada una de sus concatenadas victorias, que inspiraron el intercambio de elogiosos comentarios entre todos los presentes. Entonces, marcó mi número.

Debo decirlo: era muy buena en lo suyo. Dio comienzo a la partida por medio de la célebre Apertura Lohengrin, esto es, iniciar un extenso diálogo omitiendo revelar desde dónde y con qué fin me está llamando. Alertado por la renuencia de mi interlocutora a poner sus cartas sobre la mesa, supe de inmediato que se trataba, una vez más, de Telefónica. Y supe que me habían enviado a una buena rival. Pasé, pues, al ataque, cortando en seco la amenidad del diálogo y exigiendo las razones de su llamado. Comprendiendo que su apertura quedaba desbaratada, blanqueó el motivo: tarifa plana para ahorrar en mis llamadas locales. Desdeñando inquirir por el recargo de las llamadas no locales o a celulares, que transforman cualquier tarifa plana en una cordillera, pasé sin más a mi viejo recurso: preguntarle cuál era la lógica de que una empresa me llamase para perder dinero.

Éste era el punto en el que todos los cachivaches anteriores habían caído irremisiblemente; pero esta mina sabía lo que hacía: no era una improvisada, no. Su respuesta fue tajante: el objetivo de Telefónica era conservar a sus clientes y que no se pasaran a otra empresa, como ser Telecentro. Tal era la razón de la munífica bondad que había llevado a esta pobre compañía a tocar una y otra y otra y otra vez mi puerta a fin de depositar a mis pies la cornucopia de la felicidad suprema. Lo único que tenía que hacer yo era dejar de temerle al éxito, dejar de mostrarme arisco ante el afecto del mundo, abrir por fin mi puerta al par que mi corazón, y recibir en mis trémulos brazos los inestimables dones y goces que la benevolencia sin igual de los empresarios telefónicos me hacía llegar de manera obsequiosa a través de esta magnífica emisaria.

Sí, reconozco su destreza... pero conmigo no te podés descuidar así. Su argumento era glorioso, pero mi contraataque fue tan inmediato cuan certero: «No, está bien, quedate tranquila, quedate tranquila que no me voy a pasar a otra empresa, no hace falta que me ofrezcan más nada». Una experimentada guerrera de su talla no tardó en reconocer que había sido derrotada, de modo que saludó, con un tono de dignidad herida, y cortó. Esto fue hace unos dos o tres meses, quizás más: juro que no me han vuelto a llamar desde entonces.


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El drama de la espera


Y continuando con mi modalidad de entradas largas pero pletóricas de riquezas, no me despediré sin hacer mención de los call-centers de atención al cliente. En este caso, más allá del millar de cosas que se pueden decir contra los ineptos trogloditas que te atienden, por ejemplo, en Speedy, convengamos que el rasgo más saliente pasa por la espera. La larga espera para que te atiendan mientras escuchás una musiquita enervante; luego, la larga espera mientras verifican tu problema; finalmente, la larga espera para que lo solucionen o para que lleguen, varios días después del indicado, los técnicos a domicilio. Lejos de ver en ello un sesgo negativo, creo que esas esperas son saludables para la psiquis social, ya que, si algo ha olvidado el ser humano a partir de la revolución tecnológica, es el terrible hecho de esperar. La inmediatez se ha vuelto un cáncer peligroso, que quita valor a todo cuanto consumimos y que nos revela, así, que la espera, después de todo, no carece de encanto. Los pibes de hoy, nativos 2.0, desconocen lo que es la espera, a la que sólo descubrirán de púberes en una parada del 107, o, ya de adolescentes, cuando, al advertir los defectos del Sistema, y al comprender lo desastrosas que son todas las alternativas al Sistema, exclamen por fin el consabido: «¡Y estos extraterrestres que no vienen!».

Con esto en mente, y tras una llamada que realicé a Telecentro, concebí de inmediato, en súbita y venturosa inspiración, una moderna obra teatral de vastas proporciones y polémicas consecuencias, tragedia dramática que sin duda ganará prontamente todas las librerías del país. Así pues, como regalo a los lectores de este blog maldito que, pacientes y acostumbrados a la espera, hayan llegado hasta el final de esta extensa entrada, he aquí, en exclusiva para ellos y a fuer de adelanto, el primer acto completo de mi obra.

ACTO I
Escena I
(Lugar: teléfono de casa.)
(Tiempo: hace 720 segundos.)

OPERADOR.- Aguarde un segundo en línea, por favor.
CLIENTE.- Güeno... (Espera 12 minutos en silencio.)

Fin del Acto I.