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Tesis del concuñado mamero
Como diría Eli Wallach, en el mundo existen dos clases de hombres: los que fueron criados por una madre, y los que se criaron solos. Claro que hay matices, pero, como podrá ser fácilmente adivinado ya por todos, si hablamos de mi caso en particular siempre estaremos tomando como referencia únicamente los extremos de las pertinentes escalas cromáticas. Así pues, analizaremos ahora las instancias más extremas y paradigmáticas de ambos especímenes, a los cuales denominaremos, a efectos de facilitar la comprensión de este ensayo, Ale, por un lado, y Yo, por el otro.
Sujeto I - Yo: A partir del estremecedor momento en el que la Divinidad comprendió, sabiamente, que sería mejor para la sanidad mental de mi madre morirse que verme crecer, me crié, amamantado desde la aurora de la vida por la más aventurera orfandad, de manera feroz y salvaje, corriendo a mi completo albedrío por entre las pasturas del delito juvenil y los roquedales de la absoluta independencia de criterio, y sin otro freno o límite en el horizonte que los peregrinos y cambiantes caprichos que mi imaginación tenía a bien proporcionarme. Sin una vieja pesada que, con un peine en la mano derecha y la tarea del colegio en la izquierda, me estuviese todo el tiempo encima, exigiendo además de mí una improbable pulcritud y limpieza en las ropas que ella misma había seleccionado para ataviarme, desarrollé velozmente un carácter independiente y sin barreras que ya nunca más iba a abandonarme. Único artífice de mis propios vagabundeos, sin tener que rendir nunca cuentas a nadie, rebelándome precozmente contra Dios y contra todas las esferas de autoridad que se me iban anteponiendo en una vida ya completamente consagrada al bandidaje, me transformé, conforme los años iban escapando como antílopes ante el avance de mi adusta mirada, en un hombre sin otro deber que el de su propia autarquía y sin otra ley que la de su propia libertad. En adelante, ninguna mujer podría esperar de mí sino actitudes hoscas y ariscas propias de un individuo que había crecido en una total carencia de cadenas y sujeciones, como una feral e indómita bestezuela. Así, mi destino estaba echado: era un hombre libre.
Sujeto II - Ale: Abandonado por su padre, Ale creció como un niño sobreprotegido en el pequeño y cálido departamento de su madre, en inquebrantable simbiosis con ella, rodeado de agradables y simpáticos objetos de pañolenci, e incapaz de ver la vida sino a través de la fina tela de las faldas maternas. Patológicamente dependiente de los cuidados y solicitudes de su absorbente progenitora, este adorable infante, peinado y vestido por mamá, creció entre mimos y fieltros que lo separaban primorosamente de la cruda realidad y que le obturaban también un poco el natural cauce de su malograda testosterona. De ese modo, Ale fue adiestrado desde su más tierna infancia para, entre otras cosas, avisar puntillosamente cada vez que salía, dando precisas y exhaustivas coordenadas de dónde estaría y qué actividades desarrollaría, solicitar los auxilios de una mujer en caso de caer enfermo o de necesitar alimentarse o elegir ropa, y no poder ni vivir ni valerse por sí mismo en ninguna circunstancia. Así, su destino estaba echado: era un verdadero mamero.
Sujeto I + Sujeto II: Llegamos ahora al catastrófico punto de convergencia de estos dos singulares infelices. Hete aquí que, por uno de esos caprichosos e inescrutables azares de la vida, un par de hermanas deciden ponerse de novias, simultáneamente, con sendos sujetos; es en ese preciso instante que comienzan los grandes martirios para uno de los dos protagonistas de nuestra tesis, devenidos súbitamente en concuñados. Toda la lógica natural indicaría que el perdidoso en este cóctel molotov debería ser sin duda el concuñado mamero: error. En el mundo moderno, la gran tragedia le toca en desgracia, ineluctablemente, al concuñado libre. Investigaremos a continuación el por qué de ello y sondearemos resueltamente sus funestas consecuencias.
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Génesis de una derrota anunciada
Mediante la prolija presentación de una serie de episodios basados en hechos reales, vamos a permitir al lector formarse una idea aproximadamente documental de los extensos ribetes que asumirá el lento desarrollo de este drama. Una manera didáctica de acercarse por vez primera al problema es empezar estableciendo que, lo que en un hombre normal es motivo de furia para su pareja, en un hombre libre se duplica, y, asimismo, lo que en un hombre libre es motivo de doble furia para su pareja, ante la contrastante instancia comparativa de un cuñado mamero se cuadruplica. Veamos un primer ejemplo:
Llamado telefónico 1.
Yo: –Hola, ¿qué querés?
Ex: –(con tono enojado) Sabés qué día es hoy, ¿no?
Yo: –Sí... ¿jueves?
Ex: –¡No! ¡Es miércoles, y es el Día de la Primavera!
Yo: –Ah, con razón había tantos Alzamendis por la calle.
Ex: –... (silencio ofendido).
Yo: –Bueno, ¿y?
Ex: –¡Cómo "y"! ¡Que Ale invitó a mi hermana a salir y vos ni siquiera fuiste capaz de llamarme!
No será arduo para el lector deducir que ninguna mujer que salga conmigo puede ser capaz de concebir que yo, antisocial y amante del invierno como soy, festeje o crea en el Día de la Primavera. Este planteo jamás habría podido cruzarse por la cabeza de mi ex en un estado de relación normal... pero ahí estaba Ale, el concuñado mamero, cumpliendo sumisamente con los ritos de la sociedad que lo educó maternalmente en su seno y derrumbando así, con su obediente conducta, mi apacible mundo de encierro y de silencio. Ante la supuesta felicidad de la hermana que sale junto con todo el resto de la manada humana, mi ex, solitaria en su hogar, se siente postergada, menospreciada, abandonada, y, consecuentemente, explota, directo en mi nariz. La borrosa silueta de un horror desconocido comienza a perfilarse ante nuestros atónitos ojos. Pero observemos de inmediato un nuevo ejemplo, que ya va mostrando una mayor complejidad de interacción y que empieza a contextualizarnos de manera más precisa y positiva en el trágico nudo gordiano de nuestro tremendo análisis:
Llamado telefónico 2.
Yo: –¿Sí?
Ex: –¿Se puede saber dónde anduviste? Te estuve llamando toda la tarde.
Yo: –Salí, tenía un par de cosas que hacer.
Ex: –Claro, y no me avisaste nada.
Yo: –Y no, mirá si te voy a avisar cada vez que salgo. Ningún hombre avisa.
Ex: –¡Y cómo Ale la llamó recién a mi hermana para avisarle que iba un rato a lo de su vecino del piso de arriba!
Como vemos, ninguna de nuestras atendibles razones puede sobreponerse a esa novedosa institución que ya comienza a arrojar una omnipresente sombra sobre nosotros, a ese inapelable paradigma de perfección connubial denominado "Ale". En adelante, todo lo que hagamos será funestamente contrapesado con lo que haga por su parte nuestro fatídico concuñado, y, naturalmente, tratándose de alguien que va a vivir aferrado a las piernas de su hembra como lo hizo otrora con las de su madre, nosotros llevaremos, en lo sucesivo, todas las de perder. Para volver a la aproximación didáctica de antes, un hombre normal llega a su casa a las 7 de la mañana, borracho: problemas en su horizonte; yo llego a mi casa a las 7 de la mañana, borracho y con la ropa llena de sangre: alerta meteorológico en el mío; pero, justo esa misma noche, Ale llegó a su casa a las 21, con un esguince de tobillo tras jugar un partido de fútbol con sus amigos, y llamó de inmediato a su novia para que lo fuese a cuidar: ¡apocalipsis now para mí! El siguiente caso, ante el cual cabe consignar que Ale había perdido hacía poco a su madre y estaba viviendo circunstancialmente solo (aunque ya tenía en trámite la pronta convivencia con su novia), es verídico; por favor, repito y remarco, verídico, no simplemente basado en hechos reales, VERÍDICO, esto sucedió de verdad:
Llamado telefónico 3.
Ale: –Hola, amor, me siento mal.
Novia: –Pero ¿qué te pasa, qué tenés?
Ale: –No sé, me duele la cabeza.
Novia: –¿Y tomaste algo?
Ale: –No, no sé qué tomar. Vení.
Novia: –Pero son las 21 de la noche, tengo media hora de viaje hasta tu casa. Tomate una aspirina a ver si se te pasa.
Ale: –Pero no sé qué tomar, todavía no comí, mejor vení y llamá al médico.
Novia: –Bueno, esperame, ahí voy.
Ok, cincuenta años atrás hubiese sido quizás un buen recurso para fifar esa noche, pero hoy día no hace falta semejante puesta en escena: al pibe le dolía la cabeza de verdad. Intentemos equiparar ahora la situación precedente con la que sigue:
Llamado telefónico 4.
Ex: –Hola, ¿cómo estás? ¿Comiste?
Yo: –¡No sé, qué sé yo, no molestes, mirá la boludez que me preguntás!
Cualquiera podrá reconstruir por sí mismo el juego de contrastes entre Ale y yo que a continuación cobra forma en la cabeza de mi ex, de modo que no será menester insistir en ulteriores consideraciones sobre el particular. Así pues, en toda discusión, en toda pelea, en toda lucha de poder y de espacios, el mágico vocablo "Ale", asumiendo la forma de un insistente e infaltable estribillo que resuena cada tres o cuatro frases, es una carta decisiva y triunfal que se esgrime con firme pulso y con desafiante mirada, cual sacralizado elíxir retórico que zanja todas las disputas y altercados. Ale esto, Ale aquello, pero cómo Ale, pero si los amigos de Ale, oh, eterno, eterno Ale. Nada somos nosotros, las basuras inhumanas, los sulfurosos parias luciferinos, al lado de Ale, el novio perfecto de sonrisa siempre rutilante, el sueño dorado de toda mujer más o menos pepona. Todas nuestras sólidas razones se desmoronan como castillos de arena bajo la poderosa e inclemente ola de esa presencia faraónica, de esa inmaculada moral totémica, de ese espantoso manitú de cuyas fauces brota un inapelable torbellino de normas, de esa estampida de valores humanos que pasan aullando sobre nuestras flageladas espaldas y nos arrojan a los perennes fuegos de castigo del infierno creado por esa inmortal deidad ética llamada Ale, deidad que, erigiéndose como un nuevo paradigma legislativo, es desde entonces para siempre adorada, por las unificadas naciones del mundo, en un excelso altar ornado por la maternal presencia de faldas consagradas ante el cual todas las madres del universo se apresuran a depositar, de rodillas, la humilde ofrenda de sus mejores milanesas caseras.
Concluyendo: nunca el hombre libre debe ponerse de novio con una mujer que tenga un cuñado, hermano, amigo, o lo que fuere, mamero, sacro e indiscutible punto de comparación ante el cual el desdichado perderá siempre para quedar así marcado por el peor de los estigmas, un indeleble 666 que lo acompañará por el resto de sus días. Son los mameros los culpables de todas nuestras infaustas desgracias, y es imperioso iniciar un boicot universal a efectos de impedir que los diversos integrantes de esta poderosísima secta que detectemos pululando por nuestros barrios logren ponerse de novios, pues, allí donde hay un mamero en pareja, allí hay un hombre que, como concuñado suyo, debe soportar estoicamente, de parte de su insufrible novia, los planteos más descabellados y pelotudos.
Y séame lícito, para cerrar entre trompetas y clarines de guerra este aleccionador ensayo, despedirme con una última reflexión que ruego sea inmortalizada en los corazones de todos los hombres: para que una mujer te hinche mucho las pelotas, es condición sine qua non que las tengas. Hasta en eso el concuñado mamero, mi triunfante archinémesis, se la lleva de arriba...