El leer este blog es perjudicial para la salud. Ley No. 43.744.

El concuñado mamero

Obedeciendo a mi eterna costumbre de ser una contradicción viviente, desmiento ya mismo gran parte de lo expuesto un par de entradas atrás y sorprendo abruptamente al lector con una inesperada revelación que, a mi juicio, no es tampoco digna de hacerle mantener la boca abierta de par en par a nadie por mucho más de un minuto y medio o dos: sí, admito que, una vez, en la negra vorágine de mi ya obliterado pasado, me abandoné al demencial experimento de tomar a una mujer como novia. Los resultados, lejos de ser tan catastróficos como cabría suponerse en una superficial primer lectura del hecho, arrojaron al menos a las dársenas de mi experiencia un gran acopio de nuevo saber científico y, por sobre todas las cosas, me familiarizaron con el inigualable hallazgo de una singular criatura, poco estudiada aún por sociólogos y botánicos, que asume a menudo la forma de una verdadera patada en los huevos para cualquier hombre sano, y que ahora me apresuro a presentar por fin al universo en toda su esplendorosa magnitud: me refiero al desde hoy célebre "concuñado mamero".

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Tesis del concuñado mamero

Como diría Eli Wallach, en el mundo existen dos clases de hombres: los que fueron criados por una madre, y los que se criaron solos. Claro que hay matices, pero, como podrá ser fácilmente adivinado ya por todos, si hablamos de mi caso en particular siempre estaremos tomando como referencia únicamente los extremos de las pertinentes escalas cromáticas. Así pues, analizaremos ahora las instancias más extremas y paradigmáticas de ambos especímenes, a los cuales denominaremos, a efectos de facilitar la comprensión de este ensayo, Ale, por un lado, y Yo, por el otro.

Sujeto I - Yo: A partir del estremecedor momento en el que la Divinidad comprendió, sabiamente, que sería mejor para la sanidad mental de mi madre morirse que verme crecer, me crié, amamantado desde la aurora de la vida por la más aventurera orfandad, de manera feroz y salvaje, corriendo a mi completo albedrío por entre las pasturas del delito juvenil y los roquedales de la absoluta independencia de criterio, y sin otro freno o límite en el horizonte que los peregrinos y cambiantes caprichos que mi imaginación tenía a bien proporcionarme. Sin una vieja pesada que, con un peine en la mano derecha y la tarea del colegio en la izquierda, me estuviese todo el tiempo encima, exigiendo además de mí una improbable pulcritud y limpieza en las ropas que ella misma había seleccionado para ataviarme, desarrollé velozmente un carácter independiente y sin barreras que ya nunca más iba a abandonarme. Único artífice de mis propios vagabundeos, sin tener que rendir nunca cuentas a nadie, rebelándome precozmente contra Dios y contra todas las esferas de autoridad que se me iban anteponiendo en una vida ya completamente consagrada al bandidaje, me transformé, conforme los años iban escapando como antílopes ante el avance de mi adusta mirada, en un hombre sin otro deber que el de su propia autarquía y sin otra ley que la de su propia libertad. En adelante, ninguna mujer podría esperar de mí sino actitudes hoscas y ariscas propias de un individuo que había crecido en una total carencia de cadenas y sujeciones, como una feral e indómita bestezuela. Así, mi destino estaba echado: era un hombre libre.

Sujeto II - Ale: Abandonado por su padre, Ale creció como un niño sobreprotegido en el pequeño y cálido departamento de su madre, en inquebrantable simbiosis con ella, rodeado de agradables y simpáticos objetos de pañolenci, e incapaz de ver la vida sino a través de la fina tela de las faldas maternas. Patológicamente dependiente de los cuidados y solicitudes de su absorbente progenitora, este adorable infante, peinado y vestido por mamá, creció entre mimos y fieltros que lo separaban primorosamente de la cruda realidad y que le obturaban también un poco el natural cauce de su malograda testosterona. De ese modo, Ale fue adiestrado desde su más tierna infancia para, entre otras cosas, avisar puntillosamente cada vez que salía, dando precisas y exhaustivas coordenadas de dónde estaría y qué actividades desarrollaría, solicitar los auxilios de una mujer en caso de caer enfermo o de necesitar alimentarse o elegir ropa, y no poder ni vivir ni valerse por sí mismo en ninguna circunstancia. Así, su destino estaba echado: era un verdadero mamero.

Sujeto I + Sujeto II: Llegamos ahora al catastrófico punto de convergencia de estos dos singulares infelices. Hete aquí que, por uno de esos caprichosos e inescrutables azares de la vida, un par de hermanas deciden ponerse de novias, simultáneamente, con sendos sujetos; es en ese preciso instante que comienzan los grandes martirios para uno de los dos protagonistas de nuestra tesis, devenidos súbitamente en concuñados. Toda la lógica natural indicaría que el perdidoso en este cóctel molotov debería ser sin duda el concuñado mamero: error. En el mundo moderno, la gran tragedia le toca en desgracia, ineluctablemente, al concuñado libre. Investigaremos a continuación el por qué de ello y sondearemos resueltamente sus funestas consecuencias.

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Génesis de una derrota anunciada

Mediante la prolija presentación de una serie de episodios basados en hechos reales, vamos a permitir al lector formarse una idea aproximadamente documental de los extensos ribetes que asumirá el lento desarrollo de este drama. Una manera didáctica de acercarse por vez primera al problema es empezar estableciendo que, lo que en un hombre normal es motivo de furia para su pareja, en un hombre libre se duplica, y, asimismo, lo que en un hombre libre es motivo de doble furia para su pareja, ante la contrastante instancia comparativa de un cuñado mamero se cuadruplica. Veamos un primer ejemplo:

Llamado telefónico 1.
Yo: –Hola, ¿qué querés?
Ex: –(con tono enojado) Sabés qué día es hoy, ¿no?
Yo: –Sí... ¿jueves?
Ex: –¡No! ¡Es miércoles, y es el Día de la Primavera!
Yo: –Ah, con razón había tantos Alzamendis por la calle.
Ex: –... (silencio ofendido).
Yo: –Bueno, ¿y?
Ex: –¡Cómo "y"! ¡Que Ale invitó a mi hermana a salir y vos ni siquiera fuiste capaz de llamarme!

No será arduo para el lector deducir que ninguna mujer que salga conmigo puede ser capaz de concebir que yo, antisocial y amante del invierno como soy, festeje o crea en el Día de la Primavera. Este planteo jamás habría podido cruzarse por la cabeza de mi ex en un estado de relación normal... pero ahí estaba Ale, el concuñado mamero, cumpliendo sumisamente con los ritos de la sociedad que lo educó maternalmente en su seno y derrumbando así, con su obediente conducta, mi apacible mundo de encierro y de silencio. Ante la supuesta felicidad de la hermana que sale junto con todo el resto de la manada humana, mi ex, solitaria en su hogar, se siente postergada, menospreciada, abandonada, y, consecuentemente, explota, directo en mi nariz. La borrosa silueta de un horror desconocido comienza a perfilarse ante nuestros atónitos ojos. Pero observemos de inmediato un nuevo ejemplo, que ya va mostrando una mayor complejidad de interacción y que empieza a contextualizarnos de manera más precisa y positiva en el trágico nudo gordiano de nuestro tremendo análisis:

Llamado telefónico 2.
Yo: –¿Sí?
Ex: –¿Se puede saber dónde anduviste? Te estuve llamando toda la tarde.
Yo: –Salí, tenía un par de cosas que hacer.
Ex: –Claro, y no me avisaste nada.
Yo: –Y no, mirá si te voy a avisar cada vez que salgo. Ningún hombre avisa.
Ex: –¡Y cómo Ale la llamó recién a mi hermana para avisarle que iba un rato a lo de su vecino del piso de arriba!

Como vemos, ninguna de nuestras atendibles razones puede sobreponerse a esa novedosa institución que ya comienza a arrojar una omnipresente sombra sobre nosotros, a ese inapelable paradigma de perfección connubial denominado "Ale". En adelante, todo lo que hagamos será funestamente contrapesado con lo que haga por su parte nuestro fatídico concuñado, y, naturalmente, tratándose de alguien que va a vivir aferrado a las piernas de su hembra como lo hizo otrora con las de su madre, nosotros llevaremos, en lo sucesivo, todas las de perder. Para volver a la aproximación didáctica de antes, un hombre normal llega a su casa a las 7 de la mañana, borracho: problemas en su horizonte; yo llego a mi casa a las 7 de la mañana, borracho y con la ropa llena de sangre: alerta meteorológico en el mío; pero, justo esa misma noche, Ale llegó a su casa a las 21, con un esguince de tobillo tras jugar un partido de fútbol con sus amigos, y llamó de inmediato a su novia para que lo fuese a cuidar: ¡apocalipsis now para mí! El siguiente caso, ante el cual cabe consignar que Ale había perdido hacía poco a su madre y estaba viviendo circunstancialmente solo (aunque ya tenía en trámite la pronta convivencia con su novia), es verídico; por favor, repito y remarco, verídico, no simplemente basado en hechos reales, VERÍDICO, esto sucedió de verdad:

Llamado telefónico 3.
Ale: –Hola, amor, me siento mal.
Novia: –Pero ¿qué te pasa, qué tenés?
Ale: –No sé, me duele la cabeza.
Novia: –¿Y tomaste algo?
Ale: –No, no sé qué tomar. Vení.
Novia: –Pero son las 21 de la noche, tengo media hora de viaje hasta tu casa. Tomate una aspirina a ver si se te pasa.
Ale: –Pero no sé qué tomar, todavía no comí, mejor vení y llamá al médico.
Novia: –Bueno, esperame, ahí voy.

Ok, cincuenta años atrás hubiese sido quizás un buen recurso para fifar esa noche, pero hoy día no hace falta semejante puesta en escena: al pibe le dolía la cabeza de verdad. Intentemos equiparar ahora la situación precedente con la que sigue:

Llamado telefónico 4.
Ex: –Hola, ¿cómo estás? ¿Comiste?
Yo: –¡No sé, qué sé yo, no molestes, mirá la boludez que me preguntás!

Cualquiera podrá reconstruir por sí mismo el juego de contrastes entre Ale y yo que a continuación cobra forma en la cabeza de mi ex, de modo que no será menester insistir en ulteriores consideraciones sobre el particular. Así pues, en toda discusión, en toda pelea, en toda lucha de poder y de espacios, el mágico vocablo "Ale", asumiendo la forma de un insistente e infaltable estribillo que resuena cada tres o cuatro frases, es una carta decisiva y triunfal que se esgrime con firme pulso y con desafiante mirada, cual sacralizado elíxir retórico que zanja todas las disputas y altercados. Ale esto, Ale aquello, pero cómo Ale, pero si los amigos de Ale, oh, eterno, eterno Ale. Nada somos nosotros, las basuras inhumanas, los sulfurosos parias luciferinos, al lado de Ale, el novio perfecto de sonrisa siempre rutilante, el sueño dorado de toda mujer más o menos pepona. Todas nuestras sólidas razones se desmoronan como castillos de arena bajo la poderosa e inclemente ola de esa presencia faraónica, de esa inmaculada moral totémica, de ese espantoso manitú de cuyas fauces brota un inapelable torbellino de normas, de esa estampida de valores humanos que pasan aullando sobre nuestras flageladas espaldas y nos arrojan a los perennes fuegos de castigo del infierno creado por esa inmortal deidad ética llamada Ale, deidad que, erigiéndose como un nuevo paradigma legislativo, es desde entonces para siempre adorada, por las unificadas naciones del mundo, en un excelso altar ornado por la maternal presencia de faldas consagradas ante el cual todas las madres del universo se apresuran a depositar, de rodillas, la humilde ofrenda de sus mejores milanesas caseras.

Concluyendo: nunca el hombre libre debe ponerse de novio con una mujer que tenga un cuñado, hermano, amigo, o lo que fuere, mamero, sacro e indiscutible punto de comparación ante el cual el desdichado perderá siempre para quedar así marcado por el peor de los estigmas, un indeleble 666 que lo acompañará por el resto de sus días. Son los mameros los culpables de todas nuestras infaustas desgracias, y es imperioso iniciar un boicot universal a efectos de impedir que los diversos integrantes de esta poderosísima secta que detectemos pululando por nuestros barrios logren ponerse de novios, pues, allí donde hay un mamero en pareja, allí hay un hombre que, como concuñado suyo, debe soportar estoicamente, de parte de su insufrible novia, los planteos más descabellados y pelotudos.

Y séame lícito, para cerrar entre trompetas y clarines de guerra este aleccionador ensayo, despedirme con una última reflexión que ruego sea inmortalizada en los corazones de todos los hombres: para que una mujer te hinche mucho las pelotas, es condición sine qua non que las tengas. Hasta en eso el concuñado mamero, mi triunfante archinémesis, se la lleva de arriba...

Dime cómo te calzas...

Así es como te quería ver, ojota: enfrentando al fin el severo tribunal de mis inapelables juicios estéticos. Todos los magistrados de oriente y occidente te dejarán sin duda en libertad, para que fatigues a gusto tus suelas sobre el negro asfalto de las ciudades y sobre las blancas arenas de las playas, pero ahora compareces ante mí, y no es misericordia lo que puedes esperar de mi insobornable mirada.

En efecto, advierto que los calores descienden una vez más, como suelen hacerlo con sorprendente regularidad todos los años, a la funesta metrópolis que me tiene por involuntario habitante, preanunciando así los infaustos climas estivales que, a todo su larguísimo séquito de nocivas calamidades y desagradables aspectos, suman el atroz hecho de traer ya tradicionalmente aparejada la súbita aparición y subsiguiente multiplicación en las calles, cual si de cucarachas en las alacenas se tratase, de ese inconcebible calzado que se suele denominar "ojota" y que obra sobre mí un efecto muy similar al que un crucifijo o una ristra de ajos produciría sobre un vampiro. A raíz de la incipiente eclosión de este singular fenómeno de la naturaleza que, según constato, empieza ya a registrarse a mi alrededor con vigor anualmente renovado, considero que va siendo hora de que alguien junte coraje y diga, de una buena vez, todo lo que hay que decir sobre las delicadas cuestiones que atañen a la problemática del calzado femenino.

Pero, antes de acometer mi osada empresa, debo apresurarme a efectuar una advertencia de rigor: todas mis consideraciones deben repercutir sobre las eventuales lectoras como anti-consejos, partiendo de la base de que mis gustos suelen ir invariablemente a contramano de los de todo el resto de la especie humana. Así, si el deseo de la mujer que se sumergirá en las líneas que estoy tramando escribir a continuación es el de seducir y conquistar a algún espécimen del animal humano en su versión masculina, hará bien calzándose con todo aquello que yo denigre y evitando puntillosamente todo aquello que yo avale. Mejor y más directo camino al éxito que ése no hay.

Principiemos nuestro presente ensayo por aquello que, a juzgar por su brevedad, será sin duda lo más fácilmente abordable: los calzados permitidos. Cuentan con mi seguro agrado y beneplácito todos los borcegos, todas las botas (salvo unas que estuvieron de moda hace un par de años, de taco efímero y con forma de tetera), todas las zapatillas de lona (salvo las Topper blancas, prohibidas entre las prohibidas), todos los tacos altos, todos los calzados romanos o griegos con cuerdas alrededor de la gamba, y también los zapatos de nena buena. Ignoro cómo se llaman estos últimos, pero se entiende cuáles son: los que usan las mujeres que, cuando van a estudiar a lo de un compañero, estudian. Una cosa así.

Sin alcanzar nunca el valor agregado que la lista precedente supone en cualquier mujer, existe una serie de calzados intrascendentes cuyo uso está avalado por mis normas y que suelen tener un largo alcance entre las distintas gamas disponibles de zapatillas y zapatos. Pero ojo: no toda zapatilla puede considerarse exenta de sobrados motivos para despertar mi ira, y, antes de adentrarme en los escabrosos terrenos de sandalias y ojotas, puedo contar tres ejemplos en los que bien vale la pena detenerse.

Por empezar, tenemos a las ya mentadas Topper blancas, eterno símbolo del rolinga y el rock chabón. Puedo afirmar, sin temor alguno a equivocarme, que, entre toda mujer que adornó alguna vez su pie con semejante dechado de mugre y yo, siempre se verificó la existencia de un mutuo e inmarcesible odio a primera vista. Se ignora el por qué, pero una Topper blanca es garantía absoluta de que entre su portadora y yo no habrá de existir jamás pensamiento en común alguno. En mi adolescencia efectué un solemne juramento, de carácter vinculante, según el cual jamás hablaría a mujeres que estuviesen en ojotas o en Topper blancas: hoy, unos tres quinquenios más tarde, me es posible decir, con orgullo, que nunca falté a mi palabra.

Mi lista negra, lejos de terminar ahí, se vio ampliada hace no mucho con las singulares zapatillas de boxeadora, que hicieron furor hace unos pocos años y que aún pueden verse como raros hallazgos en aquellas mujeres que, vaya uno a saber a raíz de qué vicisitudes económicas o laborales, no tuvieron ocasión de renovar obedientemente sus armarios según las subsiguientes modas semestrales que pasaron de aquel tiempo a esta parte. Ok, admito que las zapatillas de boxeadora no son tan feas, pero el hecho de que todas las mujeres se las hayan salido a comprar al unísono me da la pauta inconfundible de que ninguna de esas hembras cuenta con una cuota estimable de actitud y personalidad. Y una mujer sin actitud ni personalidad, una mujer sumisa ante los imperiosos mandatos de la dictadura estética de esta sociedad, es una pérdida de tiempo para mí. Como yo para ella.

Para cerrar de una vez el rubro zapatillesco (iba a poner "zapatilleril", pero... ¡basta de inventar neologismos terminados en "eril"!), dejo, como frutilla de la torta, a la monstruosidad de monstruosidades por excelencia, la aberración andante, el eslabón perdido entre la zapatilla y la ojota: me refiero a las ya insoslayables zapatillas ninja, las cuales se ven regidas por los mismos odiosos principios que la ojota de dejar el dedo gordo separado del resto de sus compañeros en un compartimento o cabina especial hecho para su exclusivo uso. Yo no sé quién pudo ser el enfermo que, tras observar durante horas el pie de un chimpancé, tuvo la brillante idea de confeccionar un calzado que nos hiciese retroceder unos cuantos millones de años de evolución física, pero lo que se me hace asombroso y escalofriante es que su imperdonable invento haya tenido inmejorable y ubicua prédica entre las moradoras de las ciudades. ¿Qué hay que tener en la cabeza para entrar a una zapatería y acceder, no ya a comprar, pero siquiera a probarse, ya sea por voluntad propia o por voluntad impuesta, una zapatilla que trae el dedo gordo escindido mediante una ranura que se adentra decididamente en el frente del calzado? ¿Acaso estiman la conveniencia de que les resulte posible satisfacer, en algún momento futuro, la necesidad de agarrar un lápiz o un cigarrillo con el pie? No lo sé, pero la Crítica del juicio de Kant debería ser escrita de vuelta desde cero. Y lo peor de todo es que, para realzar al máximo toda la gloria de la inigualable belleza del paisaje urbano, este deleznable calzado suele verse acompañado por ese aborrecible pantalón que nace ajustado en los tobillos y que, a medida que uno levanta la vista, se va transformando en una gigantesca bolsa de clavos. ¿Qué más les falta ponerse a estas mujeres? ¿Hay tipos capaces de salir con ellas? No quiero que me tilden de frívolo, pero es que... uno habla mucho de sí mismo con su vestimenta. La mujer capaz de pasearse despreocupadamente por el mundo llevando no sólo zapatillas ninja, sino además pantalón de clavos, manifiesta a las claras que su cerebro detenta unos juicios estéticos, morales y filosóficos diametralmente opuestos a los míos. Vade retro.

Y cabe consignar que, así como la moda es un virus contagioso que se propaga inexplicablemente de mujer en mujer, exceptuando sólo a aquellas que tienen un sistema inmunológico intelectual bastante fuerte, también este dedo gordo en el exilio se fue propagando, como una letal cepa virósica, de calzado en calzado, pervirtiendo en poco tiempo, con su hórrida morfología, toda clase de modelos de zapatillas y zapatos otrora saludables y sanos. Hoy día, nadie es capaz de decir con certeza en qué modelo se inició todo.

Como anexo, haré mención sucinta, ya adentrándome en el rubro zapatos, de la inconveniencia de esos estiletos tipo bruja con la punta excesivamente aguzada y punzante. No es que sean del todo feos; es simplemente que son un tanto agresivos. Discutir con una mujer calzada con semejantes puñales es, por lo menos, peligroso; te llegan a clavar eso de una patada en un testículo, no te lo sacás nunca más. Hubo muertos ya; o, como diría un imaginativo periodista de manual, "se registraron víctimas fatales".

Llegamos, ahora sí, a la indiscutible reina del mal gusto: la ojota sempiterna. Aunque nunca fue ni será mi costumbre, no reniego de que la gente use, por comodidad o lo que fuere, ojotas dentro de los confines de sus moradas o, ya bien, en las playas, las piletas y todos esos centros turísticos que no planeo pisar jamás en mi vida. El problema comienza cuando, movido por cuestiones impostergables, salgo a recorrer el dédalo urbano durante las agobiantes jornadas del estío y asisto con estupor, en las calles, el colectivo, el tren y donde quiera, al lacerante espectáculo de marejadas enteras de féminas adoptando, en plena metrópolis, un atuendo más propio de la costa que de otra parte. Creo que cualquier persona estará innatamente capacitada para deducir la diferencia que existe entre la arena y la mugre; y, si alguien aún no lo advirtió, le sugiero que observe, con atónitos ojos, deteniéndose por un instante en la estela de una rauda muchacha que se aleja, los talones de la joven a medida que éstos se levantan del suelo y asoman sus visibles superficies, por turnos regulares, para dar el siguiente paso: ya me dirá lo que le parece la sorprendente negritud de lo que ve. Tener el pie en constante contacto con puchos, materia fecal canina, agua de alcantarilla, e infinidad de agentes patógenos, es digno de la proscripción inmediata de cualquier lecho. ¿A qué inopia intelectual obedecerá la masividad de este funesto hábito de transitar algo tan serio, trágico e importante como la vida en ojotas? ¿Y por qué será que las mujeres que optan por llevar semejante adminículo en los pies, a fin de recolectar en sus plantas toda la mugre de la existencia, desdeñan ponerse también, ya que están, una pluma en la cabeza? Lo ignoro, pero más furia me generan aquellos individuos inflamados de facundia comprada que, arrastrando con sus pasos unas horrendas ojotas de rutilante bandera brasileña, levantan el dedo de la mano y se ponen a clamar contra los supuestos daños que Videla o Menem y sus respectivos ministros de economía le hicieron, allá lejos y hace tiempo, a la siempre minusválida industria nacional. La ojota no sólo es espantosa por su simiesco mecanismo o sistema de agarre, que genera la ilusión de que el pie es en realidad una especie de mano (las zapatillas se llevan puestas, pero las ojotas se llevan agarradas), sino, además, por el horrísono ruido a chancleteo que producen sus suelas al repercutir contra los talones. No tengo dudas de que, si hubiesen sabido que se trataba de un bien no renovable, los chinos habrían diseñado su célebre tortura no con una gota de agua, sino con una mujer en havaianas caminando interminablemente junto al oído de la víctima. Como sea, sólo existe en el mundo una cosa peor que una mujer en ojotas: un hombre en ojotas.

Y ya que he mencionado este tema, y dado que últimamente este blog está algo abandonado y deseo, por consiguiente, que cada estrofa sea un verdadero lujo de riquezas inagotables, expondré brevemente unos prolegómenos a la dramática cuestión del calzado masculino. Las ojotas y las sandalias deberían estar hace rato prohibidas por ley, y su uso penado con cárcel efectiva. Las estrafalarias zapatillas con resorteras, siempre presentes en las pobres víctimas del sistema, deberían ser asimismo abolidas en todas las fábricas de calzado de la nación. Y no puedo dejar de mencionar también, como algo impropio de un hombre racionalmente sano, a todo el rico surtido de zapatillas que tienen muy prolongada hacia atrás la suela de goma, lo cual genera una especie de ángulo agudo, en vez de recto, a espaldas del portador. Cuanto más agudo el ángulo, peor. De gurí solía cargar, de manera inclemente, a mis compañeros que las usaban asegurándoles que se trataba de zapatillas para mogólicos. Y algo de razón tenía: usar un calzado con tanto sostén hacia atrás, como si corrieras peligro de caerte de espaldas, es equivalente a andar en bicicleta con rueditas. No da, nene, no da...

En fin, estoy satisfecho: con este post sí que haré, al fin, muchos amigos.