El leer este blog es perjudicial para la salud. Ley No. 43.744.

La tragedia de los chicos malos

No sé si el afiche de Gamorsa tendrá algo que ver con lo que planeo redactar a continuación, pero sé que se trata de un incunable en cuya infructuosa búsqueda todos los verdaderos coleccionistas de arte se afanan desde hace años, de modo que es mi deber compartirlo con la humanidad.

Gamorsa aparte, instauro esta nueva saga del blog, que Cristina denominaría "Comments reloaded", porque muchas veces, al comentar blogs ajenos, encuentro que las ideas que acuden a mis lóbulos cerebrales a raíz de esas entradas se tornan demasiadas como para poder exponerlas cabalmente en esos blogs sin correr el riesgo de usurpar el espacio a sus propios dueños, que verían con azoro cómo uno de sus comentaristas escribe más que ellos mismos.

Así pues, es menester que me expida aquí a gusto sobre la extendida problemática expuesta por el señor Polzúnkov en una de sus recientes entradas, en la cual desgrana los diversos avatares de las penurias a las que los "chicos buenos" están condenados al interesarse por mujeres que, atraídas por algún "chico malo", los relegan irrevocablemente al triste rol de amigos confidentes, condenados a mitigar sus ardores amorosos mientras escuchan de boca o msn de su amada, con paciencia, las insufribles relaciones de los diversos vejámenes a los que el chico malo de turno las somete con diestra mano.

Aclararé, ante todo, que soy un chico bueno, pero con la particularidad de que hago casi siempre el mal. Esta singular característica, sumada a mi facilidad para sondear extremos opuestos nada más que para jugar un rato, me permite ampliar mi visión al panorama completo de la situación descripta y poder conocer, así, en carne propia, la versión de sendas campanas. De modo que es la ineludible tarea de mi siempre proba honestidad intelectual dar a conocer ya mismo al mundo, que lo ignora, las amargas penurias de los chicos malos, las crudas tragedias de estos anti-héroes que, a un tiempo detestados y admirados por los chicos buenos, cargan con una cruz propia cuya verdadera magnitud nadie atina a percibir y mensurar.


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La tragedia de los chicos malos

Ha de saberse, ante todo, que hay dos clases de chicos malos: los que piensan con los testículos en lugar de con la cabeza, y los que han descubierto que a las mujeres, aunque se rompan la garganta gritando lo contrario, les gustan más los chicos que piensan con los testículos en lugar de con la cabeza, de modo que ponen a menudo su cerebro en modo off y alcanzan así, adrede, la codiciada condición de malos a fin de potenciar su coeficiente de levante. Entiéndase que, a efectos de tratar este tema, estoy usando el término "chicos malos" no sólo en el sentido más bien relacionado al modo que tienen éstos de vincularse con el sexo opuesto, sino que también estoy haciendo hincapié en los chicos malos de mi especie, es decir, los que se llevan mal con la ley y las normas sociales de conducta, lo cual nos introduce en la existencia de un tercer grupo de chicos malos, conformado por aquellos raros individuos que logran poner no sólo su cerebro en off sino también, al menos momentáneamente, sus hormonas. No lo hacen para levantar, sino por cuestiones artísticas y estéticas o de mero temperamento vocacional (se dirá que algunos hacen el mal para enriquecerse, pero quien quiere enriquecerse quiere poder, y quien quiere poder sólo quiere, en el fondo, usarlo como un medio para procurarse buen sexo, de modo que esta clase de sujetos sigue estando dentro de la categoría de los que piensan con sus testículos). Todo esto es de capital importancia para la acabada comprensión de la presente materia.

Ahora bien, tenemos ante nuestra lupa científica al chico malo que atraerá a la mujer normal que relegará al chico bueno al papel de amigo confidente. Y acá entra el punto de discordia: la mujer normal no quiere salir con un chico malo, sino que quiere usar al chico malo como un juguete de su poder. Para que se entienda con más claridad, la mujer normal simplemente intentará medir sus propias fuerzas poniendo a prueba su capacidad o no para transformar al chico malo en chico bueno. Ése es su juego y eso es todo lo que hay detrás de su interés por el chico malo. Dicha conducta, sin duda atávica, encuentra sentido ya en la prehistoria: la mujer cavernícola normal ansía levantarse al más intrépido y temido cazador de jabalíes, pero, una vez que el cazador cae en sus lazos, quiere transformarlo en un dócil padre de familia que garantice, por medio de un paternal cariño, la subsistencia de los cachorros cavernícolas que esta mujer habrá de darle.

¡Y esto ha llegado hasta nuestros días! Pero con una variante que es producto o resultante de los tiempos modernos: ya no hay que transformar al temible cazador sin ley ni ataduras en un dócil padre-cazador, sino al chico malo que está más allá del bien y del mal en un tierno escuchador de boludeces femeninas cotidianas pasible de ser presentado en casa y de dar envidia a las amigas. Desafío yo solo al mundo entero a que me discutan este aserto, pero les advierto que caerán en el intento: hay verdades que son más grandes que ustedes, y que no tardarían en aplastarlos.

De lo antedicho se desprende una primera conclusión matriz, cuya importancia determinará todo el resto de mi ensayo: la mujer normal no quiere al chico malo, nunca lo quiso y nunca lo querrá; simplemente toma el atractivo envase del chico malo, y aspira a demostrarse a sí misma sus tremendos poderes de hembra cazadora y redentora domesticándolo y sometiéndolo a una nueva mansedumbre en la que el chico malo finalmente morirá dejando sólo su cáscara, usurpada entonces por un sumiso chico bueno hecho a medida de la despiadada domadora. Un boludo más "para la cartera de la dama".

Nada de esto lo digo en vano: sí, me han querido domesticar, he sido acosado por los alocados devaneos de mujeres con vocación de domesticadoras, pero tal hazaña se ha manifestado totalmente imposible conmigo; no ha nacido aún la mujer capaz de tal proeza. Antes bien, yo he transformado en malas a muchas mujeres buenas. Sin embargo, pasamos aquí a otra etapa crucial del presente trabajo ensayístico: el chico malo promedio se siente atraído por mujeres normales. Ignoro cuál es la causa de esto; quizás se deba a que las mujeres normales son las lindas, o acaso tenga que ver con que muchos chicos malos sueñan, muy secretamente en su fuero interno, con ser domesticados. Detrás de sus aterradores penachos y de su armadura de guerrero, detrás del fuego que brota de sus fauces terribles, el cazador aspira a formar una familia y a proveerle alimento. ¡Para ello aprendió a cazar, qué diablos!

Entonces llegamos así al segundo fenómeno: el chico malo sale con una mujer normal que no lo comprende, que no lo quiere así como es, y que sólo aspira a domesticarlo. Y aquí comienzan sus penurias, su tragedia de vida. Atrae, pero no cautiva. Enamora, pero a mujeres que no se interesan en conocerlo de verdad, sino que lo consideran una plastilina con la cual podrán moldear su príncipe azul. ¡Pero él no nació para príncipe azul! ¡Ni siquiera nació para sapo: apenas si aprendió, de la vida, a ser villano! Así pues, solo, desolado, mortificado por la situación, el chico malo busca ayuda. Y de ese modo, mientras la mujer normal se recuesta en el chico bueno confidente para manifestarle todas las desgarradoras vicisitudes de sus primeros fracasos como domadora, el chico malo, que se siente incomprendido, termina recurriendo a una compinche también, a una mina piola que lo entienda, una loca que también quedará, a su pesar, confinada al luctuoso rango de amiga confidente: sí, me refiero a la mujer atormentada.

Se trata, por lo general, de una mujer que fue abandonada por su padre de pequeña, o que vivió alguna tragedia similar en su infancia, y que comprende, pues, mejor que ningún otra al chico malo, el cual también esconde un oscuro pasado. Pero el chico malo no sale con ella: la reserva para el papel de amiga varonera piola, o la usa meramente como compañera ocasional de lecho. Nunca algo serio. Y hace bien: la mujer atormentada es, como él, una mochila de piedras, una mina que, aterrada ante la idea de ser abandonada de vuelta, se pasa en revoluciones de mala y manda a la mierda a todo aquel que se enamore sinceramente de ella: tal es el terror que le causa la idea de cerrar los ojos y amar a un flaco de endeveras.

Digno de mención es el hecho de que, muchas veces, el hombre que sale con la mujer normal encuentra, en la manifiesta incomprensión de su pareja, una formidable excusa para entregarse a las disipaciones de una segunda vida. "Vos sí que me entendés, no como mi mujer" es el inmortal adagio de este chanta que, más que como chico malo, puede catalogarse a partir de aquí como gente de merda, toda vez que en el casino de sus funestos planes está contemplada la miseria de todos menos la suya propia, que se la pasa bomba mintiendo por igual a dos veredas: a la una, asegurándole la exclusividad de su amor, y a la otra, encandilándola con falaces señuelos sobre un siempre postergado abandono de esposa e hijos que, en teoría, será ejecutado en aras de consagrarse sólo a ella. He aquí, en resumen, un individuo que piensa con sus testículos... pero que tiene pocos.

Así pues, tenemos una pareja incompatible conformada por un chico malo y una mujer normal, y, a los costados, como muletas, la mujer atormentada y el chico bueno, amigos a la espera. El mundo está mal organizado, lo sé; a veces me pregunto cómo Dios no me consultó a mí antes de armar semejante mamarracho. Si es tan omnipresente como asegura, tendría que haber previsto que yo la iba a tener más clara que él en este asunto tan delicado. Para ser un Dios, la verdad es que muestra una conducta demasiado caprichosa y orgullosa para mi gusto: ¿tanto le cuesta pedir ayuda a un simple mortal? A diferencia de él, que, según dicen, nos pasará algún día sentencia a todos, yo no habría de juzgarlo por tal acto. Mi silencio está asegurado; ¿por qué, pues, sigues sin acudir a mí a fin de desfacer estos entuertos que son obra de tu inexperta mano creadora, oh, excelso Poder de raigambre eterna? Pero basta con esta digresión, que tengo una entrada de blog que terminar.

Veamos las consecuencias de esta cuádruple catástrofe humana cuyas dramáticas dimensiones todos estarán sin duda comenzando a atisbar. Una mujer normal, sufriendo porque el chico malo la trata, no sin razón, para el ortúzar. Un chico malo, cansado de que su novia le hinche las tarlipes con boludeces que aspiran a cambiarlo, y sintiéndose más solo cuando está con ella que cuando está encerrado en su cubil de ermitaño. Una mujer atormentada, padeciendo inenarrables crisis existenciales al ver a su amigo malo, al que ella nunca querría cambiar, perdiendo el tiempo con semejante borrega. Y un chico bueno, abrumado por el dolor de saberse enamorado con pureza de una masoquista que, en pos de una dudosa épica redentora que no tiene ni tendrá, no mira a su amigo bueno porque busca un chico bueno pero tallado en la madera de un chico malo. Esta demencial comedia de enredos, digna del intelecto más mediocre, signa así con sus negros colores las aristas de la fatídica vida de un tetraedro de desgracias.

Por si todo esto no fuera suficiente, es una clásica que la mujer normal ande llorando por todos los rincones asegurando que el chico malo no la quiere, que ella lo ama a él pero que tal amor no es correspondido: ¡insensata vanidad! ¿Cómo puede atreverse a decir que lo ama, si ni siquiera lo comprende o lo intenta comprender; si, crimen más doloso aún, aspira a cambiarlo? ¿Qué clase de insólito amor es ese? Es como decir: "Amo a Boca y deseo que su camiseta sea roja y blanca, mis colores favoritos, por los que daría la vida". Esta triste realidad sólo añade mayor peso al grotesco de esta verídica historia que, desde distintos ángulos, todos hemos conocido alguna vez; y tengo por seguro que siempre el chico malo ama más a la mujer normal de lo que ella lo ama a él, pese a que el chico malo se asegure una y otra vez a sí mismo que no la quiere y que se muere de ganas de mandarla al diablo de una vez por todas, deseo que, sin embargo, es más que sincero.

Observemos una escena típica extraída de la vida cotidiana de una de estas singulares parejas; bueno, quizás no sea típica en lo absoluto, pero era la clase de diálogo que yo mantenía unas cuatro veces al día con mi ex-novia:
Mujer normal: –No puede ser que yo... (planteo pelotudo).
Chico malo: –¡Bueno, si tanto te molesta como soy, dejame!
Mujer normal: –¡No, eso es lo que vos querés, que yo te deje!
Chico malo: –... (confusión).

Como corolario a toda la locura recién expuesta, descubrimos, tardíamente, que la vida real carece de un Molière que ponga las parejas en orden (chico malo-mujer atormentada; chico bueno-mujer normal) y que, solucionando el embrollo, haga terminar a todos los personajes en una dichosa celebración de múltiples esponsales. No: la rueda de la sinrazón sigue girando sin cesar, para infortunio de todos nosotros, contristados herederos de Ixión.



Como sea, he aquí mis consejos finales para contribuir al bienestar de la humanidad (ya les dije que soy un chico bueno, aunque reviste en las tropas del bando contrario):

Mujeres normales y chicos malos: déjense de joder, boludos, que ya están grandes.

Mujeres atormentadas: dejen de darle a la merca y de cortarse los brazos tontamente, y háganse pasar por minas normales un rato. Los niños salvajes necesitamos con urgencia una mujer normal que tenga cerebro para entendernos, y sólo ustedes pueden generar ese milagro. Quizás hasta logren lo que la mujer normal no podrá lograr jamás: redimirnos y salvarnos.

Chicos buenos (ningún chico bueno lee este blog, pero ok, el consejo sale igual): aunque lo escribí en otro contexto, relean mi post sobre el msn y memoricen mi frase sobre los amigos confidentes. Transcribo el pasaje a continuación para ahorrarles la fatiga de la búsqueda: "(Que no se acerquen nunca a mí) las mujeres que, sin que medie solicitud alguna por nuestra parte, se ponen a narrarnos el diverso abanico de vejaciones a los que las sometió el chongo de turno. [...] En estos casos, si la mujer te interesa, ridiculizala, decile que el turro estuvo flojo, inventá y adjudicate hazañas y crímenes contra el sexo opuesto muy superiores a los del tipo así la mina se enamora, ineluctablemente, de vos; si la mujer no te interesa, ¡qué hacés ahí!, ¡eyectate cuanto antes de esa conversación!".

Ahora sí, he dicho (era imposible condensar toda esta sabiduría en un solo comentario).

Paraguas bajo techo

Lo siento por el universo entero, pero ya no puedo seguir callado ante esta sempiterna injusticia urbana que clama al cielo y que llena a la humanidad toda de vergüenza inmortal. Lectores: se hace menester poner fin de inmediato al consuetudinario hábito de esos individuos que, durante las jornadas en las que pluvioso irritado contra la ciudad entera vierte de su urna un tenebroso aguacero de la puta madre, transitan con parsimonia bajo la zona techada de la vereda a pesar de la tangible portación que hacen de un descomunal paraguas que llevan amenazadoramente en ristre sobre sus altaneras cabezas y con cuya ganchuda armatoste no vacilan en atropellar, inconmovibles, los inalienables derechos que los transeúntes menos afortunados y protegidos deberían tener al techo que ellos usufructúan.

Díganme, ¿por qué los sujetos que, desprovistos de paraguas, intentan guarecerse de la inclemencia de los elementos bajo la zona de toldos y balcones deben abandonar ese natural recurso para ceder el paso a gente que, portadora de techumbre móvil, no necesita en lo absoluto de dicho refugio pero hace descarado abuso de él por encima de toda norma y legislación razonable? ¿Sobre la base de qué extraño derecho considera la gente que porta paraguas que le es lícito abalanzarse, con insólito ímpetu, sobre las humildes existencias de los desamparados y de los desprotegidos, que deben arrojarse cuerpo al agua para salvaguardar sus ojos?

Quizás lo hagan a propósito para sentirse poderosos como automovilistas ante cuyas peligrosas armaduras de vidrio y de chapa los simples mortales debemos hacernos prontamente a un lado a efectos de no morir arrollados, o quizás basen su inexplicable conducta en la consideración de que, al estar ya empapados de pies a cabeza, a los que no llevan paraguas poco debería importarles absorber un par de hectolitros de lluvia más con sus ropas.

La pregunta crucial podría formularse de dos maneras diferentes:
1. ¿Para qué llevan abierto un paraguas si caminan bajo los techos?
2. ¿Por qué caminan bajo los techos si van con un paraguas abierto?

No lo sé, pero, sea como fuere, escuchen lo que tengo para decirles: si no fuese porque todos ustedes, humanos con paraguas, cuentan con siluetas más bien petaconas que sitúan a sus enhiestos techos de lona con articulaciones de metal exactamente a la misma altura de mis ojos, me los llevaría a todos por delante y los sacaría a patada limpia del camino seco que nos pertenece por derecho a nosotros los sin techo y que ustedes, con una insensibilidad que contrasta mucho con la hipócrita ideología progre que de seguro vociferan luego tener, usurpan. Pero no canten triunfo, pues, en cuanto obtenga unas antiparras, podrán darse por perdidos: yo haré justicia en nombre de todos, y les enseñaré, del primero al último de ustedes, cuál es su legítimo lugar. Y al que se resista, le arrebataré el paraguas sin más, amparándome en mi probada calidad de víctima del sistema pluvial: así, cuando a ustedes les toque por vez primera ceder el paso a ceñudos e imperiosos paraguas y exponerse a la reciedumbre de la tormenta, comprenderán lo que hicieron padecer durante años a sus semejantes, y me concederán con premura un arrepentido perdón que no habré solicitado.

Por eso, oh lectores que se han visto más de una vez obligados a exponer sus huesos al frío de la lluvia empujados por la prepotencia de una infame legión de ciegos e insolentes paraguas ávidos de poder, es hora de que unamos nuestras fuerzas y opongamos resistencia a esta dictadura de funestos usurpadores de techumbres. ¡Acabemos de una vez con toda aquella vieja de paraguas a rayas que expulse como a un perro, de la vía techada, a cualquier niño de mojados cabellos e incipiente tos! ¡Acabemos de una vez con todo aquel mozalbete que, blandiendo el mango de su cartilaginoso paraguas, fuerce a una joven a exponer su maquillaje al corrosivo efecto del agua! ¡Es hora de decir basta! ¡Es hora de despertar! ¡Es hora de levantarse y encarar la lucha! ¡Rebelión ya! ¡Revolución ahora! ¡Apocalipsis now!

El robo estepario

Se podrá aducir en mi contra que soy un completo imbécil. Se podrá aducir en mi favor que si hay algo que no me ha faltado en tres décadas de vida es pasión por la lectura. Lo cierto es que planeo ponerme en contra a todo el mundo culto, incluso a los insufribles socialistas suecos que pisotean año tras año la memoria del viejo Nobel, hablando un poco de un libro que cuando por fin leí, tras las insistentes recomendaciones de todas las mujeres cuyas coordenadas de vida se cruzaron en algún momento con la mía, me sirvió únicamente para constatar una vez más que la rústica e imperdonable frase "¿Cómo podés criticar algo que todavía no leíste/viste/escuchaste?" está conmigo y mi aceitada intuición condenada al sempiterno fracaso: siempre acierto cuando critico el libro que no leí, la película que no vi y el disco que no escuché.

Sí, lectores, escuchen mis palabras con sus ojos, y atesórenlas en sus retinas para el resto de sus vidas: si una mujer les aconseja leer El lobo estepario (Der Steppenwolf) de Hermann Hesse, sepan que les está aconsejando leer no una obra sobre un lobo antisocial en el que podrán reflejarse, sino la historia del Heidi de los misántropos. Yo me pregunto, ¿quién en el mundo, salvo los socialistas suecos ávidos de cualquier endeble panfletito que arroje algo de basura sobre la palabra "burgués", puede creer que en las edulcoradas y amaneradas páginas de este libro rosa hay algo de rebelión contra la sociedad, de bilis, de desolación, de locura desgarrada, de furia, de horror y de miseria? Supongamos que alguien opine que esta obra fue escrita hace medio siglo y que lo que significó en su época bla bla bla... ¿quién pudo pensar, entonces, algo así cuando este libro se escribió varias décadas después de las Memorias del subsuelo de Dostoievski? Comparar a Harry Haller con el lunático y atormentado hombre del subsuelo equivale a comparar a la Cenicienta con la demente que en la película À l'intérieur persigue con sus tijeras a una embarazada para abrirle la panza y chorearle el bebé. No, esta obreja no pudo ser fuerte en ningún siglo de la historia humana; no al menos desde el Áyax de Sófocles, cuyo protagonista sí cumple con la noble resolución de suicidarse.

Está bien, no me quejo de que haya gente deseosa de leer una obra supuestamente antisocial cuyo protagonista es el abuelo de Heidi... sólo pido que no nos vendan semejante paseo en calesita como si fuera una sangrienta campaña del Gengis Khan sobre aldeas aterradas. Y es que el problema de esta obra reside en que (como no es de extrañar viniendo de la izquierda) se habla en ella contra los burgueses... pero desde una mirada del mundo más burguesa que la nariz de Mariana Nannis. Nada tengo yo contra el sufrido sector de la sociedad que suele ser denostada, por los burgueses que viven de él y de sus impuestos, con el término "burguesía" (siempre he notado que los que usan despectivamente la palabra "burgués" suelen ser párvulos mantenidos que no suman, entre dos docenas de ellos, ni la mitad de horas de fábrica, de imprenta, de desempleo o de días comiendo salteado que tengo yo, pero bueh...), por eso prefiero lecturas que, sin mediocres clasismos de por medio, no tiemblan a la hora de asumir posturas para nada correctas y populistas y hablan, sin careta alguna, contra el conjunto entero de la humanidad, como ser los sublimes Cantos de Maldoror. Pero, si me venden un libro como anti-burgués, lo mínimo que puedo reclamar es que no sea, a su vez, un libro seis mil leguas más burgués que yo. Y, encima, afeminado. Del estilo literario no puedo hablar dado que no lo he leído en su idioma original (y, si lo hubiese leído en ese idioma, ni siquiera sabría decir ahora de qué cuerno se trató), pero creo que es obvio para cualquiera que Hesse es un autor valorado entre el vulgo por lo que escribe, y no por cómo lo escribe, así que es lícito deducir que no debe de haber nada impresionante en su prosa.

La obra de marras trata la eterna temática de una feroz lucha interna desatada en los más sombríos rincones del corazón de un individuo. Si bien el tema es trillado, no es nada lógico, a esta altura de la cultura occidental, exigir originalidad a los autores: baste con que sepan adentrarse en el asunto con pericia y solvencia. Pero no es éste el caso de Hesse: él reduce el combate interno de su protagonista a una animadversión interna entre un hombre que acepta las normas sociales y un lobo que intenta desafiarlas y ser él mismo... el problema es que, si Byron y todos los grandes nos mostraron, en sus personajes, verdaderos lobos incapaces de adaptarse a la sociedad, Hesse se contenta con suministrarnos la idea de un corderito afable y social que experimenta algún que otro deseo lupino cuando se siente un tanto decepcionado con la realidad circundante. Y esto es lo que yo no acepto de esta obra: que nos la vendan con el título de "lobo estepario" y se trate de Hello Kitty sintiendo culpa por tener un resto de testosterona en algún lugar no identificable de su organismo angustiado.

En resumen: si eres mujer o izquierdista, estremécete hasta la médula con esta impactante lectura, feroz crítica social contra el decadente mundo burgués que nos oprime delimitando nuestro natural estado de conducta que etc. etc. etc.; si eres mínimamente hombre, arroja al fuego esta versión contestataria de Mujercitas, que no te dirá nada nuevo sobre tu mundo, y procura seguir aullando con gozo bajo la luna, con las fauces llenas de sangre ajena, como lo has hecho hasta el día de hoy.


Nota: para lecturas terribles, recurran mejor a Los cantos de Maldoror, del conde de Lautréamont, algunos de cuyos venenosos capítulos podrán hallar aquí (y sí, no se sorprendan si el traductor les resulta conocido de algún lado).

Apología del mal I - La Gorgona

Quien quiera que se atreva alguna vez a interrogar con férrea veracidad las diversas fases de su conciencia, quien quiera que no tema consultar con indagadores ojos científicos el caprichoso manojo de prejuicios que da forma a sus vacilantes y subjetivos atributos morales, deberá reconocer la enorme ductilidad con la que, tarde o temprano, se asomaría a las cataratas del mal si contase con la decisiva facultad de volver piedra a todos aquellos que posasen la mirada sobre su figura.

Robar un banco, entrar gratuitamente a un recital, llevarse sin pagar toda clase de suministros y víveres del supermercado, o sustraer costosísimas obras de arte de los más renombrados museos, serían meros trámites en la pasmosa biografía de aquel que pudiese petrificar a guardias, policías y cajeros con su sola presencia. Claro que uno también encontraría no pocas contrariedades a su paso, como reducir al colectivero a un estado pétreo que conspiraría contra la factibilidad del viaje por el cual se habría acabado de importar el boleto, pero esto podría solucionarse fácilmente transformando en estatua a cualquier automovilista al que se le desease usurpar el vehículo. Tal como este ejemplo sin duda clarifica a la mente del lector, todos los caminos de la vida de quien contase con dicha habilidad lo conducirían ineluctablemente al mal.

Ahora bien, cuando uno ausculta los diversos eventos de la biografía de Medusa que alcanzaron estado público, llama prontamente la atención la mansedumbre con la cual esta Gorgona se manejó pese a la posesión de tan notablemente diabólica capacidad. Si sumamos a esto la soledad, la tremenda soledad de una mujer condenada a no poder jamás gozar de amante ni pretendiente alguno sin petrificarlo de antemano, más aún, condenada a no poder siquiera mirarse a un espejo para practicar las eternas artes femeninas de embellecimiento y estuque (poco extraña que tuviese un nido de serpientes en la cabeza quien no podía acudir a peluquería alguna sin riesgo de petrificarse a sí misma al sentarse frente a su reflejo), el hecho de que la Gorgona no haya realizado tanto daño como habría podido y debido hacer bien puede frenarnos en seco frente a los eternos mares de la perplejidad. ¡Cuánto mal habría meditado yo en su lugar, y a cuántas crueldades me habría entregado con insólito arrojo!

¿Por qué los monopolios multimediáticos griegos reputaron como especialmente malvada a una criatura tan poco proclive a hacer manifiesto uso de su inigualable capacidad de daño en una proporción siquiera lejana a aquella en la que habría sido lógico para cualquier otra? Lo ignoro, pero no cabe duda de que es hora de encabezar un amplio movimiento revisionista que exonere de sus culpas a Medusa y que condene con suficiente firmeza a Perseo por su odioso crimen de lesa gorgonidad. La de viperinos cabellos merecía ser escuchada y comprendida antes que decapitada. Incluso, quizás podría haberse reinsertado en la sociedad mediante algún noble empleo como el de convertir en monumentos de verdad a los mamertos que hacen de estatuas vivientes en las plazas (¿por qué no cultivan algún talento más sorprendente que el de la abúlica inmovilidad?), o facilitándoles un novedoso método de protesta a los jóvenes descontentos con la polis, que en lugar de hacer un piquete en el camino a Corinto podrían haberse transformado en testimoniales piedras humanas gritando con sus muecas eternamente a los cielos para llenar de horror y vergüenza a las autoridades.

Es por eso, Gorgona, que aquí celebro la ignorada honra de tu mancillada memoria, yo, que he podido comprenderte, yo, que me abismo en el dolor y la locura de sólo intentar concebir tu soledad eterna allí donde, rodeada por las desmoronadas estatuas de aquellos a quienes habrías querido amar, encontraste la muerte, esa muerte que acaso secretamente anhelabas. Mucho escarnio e injusticia se te ha hecho ya padecer, oh incomprendida, mas eso ha acabado: simplemente hazte un rodete con tus serpientes para que, sin riesgo de ser picado, pueda yo, con los ojos convenientemente vendados, brindarte al fin el consuelo de un inmortal abrazo.

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Introducción

Fiel a mi estilo, contrarío una vez más todas las convenciones y leyes admitidas como imprescindibles por el hombre y presento la introducción a esta nueva saga sólo después de divulgada la anticipada primer entrega, confiando en que los moralistas se mostrarán más preocupados por la peligrosa y disolvente labor de reivindicación de malhechores que me propongo llevar a cabo desde hoy que por el hecho de que haya transgredido las sabias normas que, prudentemente, aconsejan ubicar las introducciones no al final sino al comienzo de los escritos.

Desde épocas inmemoriales, desde años cuyos vestigios se tornaría casi imposible aun al más avezado arqueólogo rastrear, acostumbraron los malvados, tanto de dibujitos animados como de películas, cobrarse mi simpatía muy por encima de la casi nula atracción que lograban concitar en mi ánimo los insulsos protagonistas que nos eran presentados bajo la égida del bando supuestamente bueno. Siempre fui de tomar partido por aquellos personajes que los guionistas se esforzaban denodadamente en vendernos como malévolos, haciéndoles cometer todo tipo de fechorías y exponiendo a todas luces sus dudosas condiciones morales para justificar luego, ante un espectador mansamente agradecido, su ulterior caída y postrer castigo, los cuales eran con frecuencia tramposos y se revelaban más que reñidos con el resto de la trama (justo los criminales más brillantes decidían que, en vez de ponerle a Batman un tiro en la frente, era mejor meterlo en un industrioso cepo mecánico que le cercenaría las piernas al cabo de cinco minutos, suficientes para que el héroe escapase: sí, claro...).

Por mucho que el hecho de ser yo mismo odiado por todos me dote de cierta inevitable empatía con los avatares de estos estigmatizados personajes, arduo se me hace concebir que exista, no ya en Argentina, pero siquiera en alguna sociedad saludable del planeta, algún niño o persona capaz de no detestar a muerte a Tweety o al Palomo Mensajero, de no sentir simpatía por Pierre Nodoyuna, el Coyote o Gargamel, o de preferir al Dragón Volador antes que a Piernas Locas Crane, o a Goku y Krilin antes que a Cell y Vegeta. Sea así o no, cada vez que las inocentes potencias de mi infantil intelecto asistían a una nueva emisión televisiva de algún guión amañado y tramposo, aquel niño que yo era se levantaba de su butaca, se dirigía al patio en silencio, con el pecho transido por una inenarrable furia contenida, elevaba al cielo una mirada cargada de rencor y desasosiego, y se abocaba todo el resto de la tarde, ante la azorada mirada de su familia, a despedazar hormigas, moscas, bichos bolita y cualquier otro ser vivo que guardase siquiera alguna remota similitud con los espurios héroes de esos dibujitos animados tan moralmente edificantes cuan humanamente despreciables.

Y es para suplir aquellos devaneos destructivos de mi infancia, aquellas ansias de justicia que descargaban toda su inclemencia sobre las más enternecedoras formas de vida animal, que doy inicio a esta nueva saga, que viene a poner algo de orden en el mundo y a reivindicar el derecho a una justa defensa que tienen los malvados, tan maltratados por guionistas mojigatos y públicos sumisos. Es hora de hacer oír la otra campana, es hora de contar los verdaderos finales de las historias, es hora de dar a conocer los tremendos padecimientos que condujeron a los malhechores por los senderos del crimen... es hora de que se conozca nuestra cruda verdad.

Porque el mal no es sólo una forma de arte: es también, para las almas atormentadas, un derecho inalienable.