El leer este blog es perjudicial para la salud. Ley No. 43.744.

Orden de restricción No. 2: Chat

Qué placer pegarle al gordo mamerto este que gira, no sé cómo se llama, Raúl Msn. Señores, se ha hecho justicia. Una vez más, la honorable Jueza de la Nación, doctora Débora Dora de Valdez, ha hecho lugar a uno de mis inéditos si bien impostergables recursos de amparo y ha dictado un nuevo fallo que favorece mis insistentes reclamos judiciales, labrando en esta ocasión una orden de restricción circunscripta al variopinto mundo del chat, que encuentra en el msn el súmmum de sus despreciables bondades.

Por medio de la presente resolución, cuyo cuerpo normativo es menester que se haga aquí de público conocimiento, quedan, a partir del presente día del corriente mes, en interdicción de acercamiento a no menos de doce conversaciones de distancia de mi persona, so pena de ponerse a merced de mi derecho a una respuesta no exenta de elevadas cuotas de cinismo y violencia, los insufribles sujetos enumerados en el siguiente listado:

  • Los que usan emoticons, guiños o zumbidos. Esto es excluyente: todos ellos quedan condenados sin excepción ni contemplaciones a los caprichosos arbitrios de mi furia desatada.
  • Corre lo mismo para quienes ponen todo tipo de ridículos simbolitos teenager alrededor de sus nombres. Vampiritos, cervecitas, nubecitas... chicos, ¿qué tienen en la cabeza, los picó Bill Gates?
  • Los que se jactan de no usar emoticons (¿cómo es el plural, emoticons, emoticones, emoticii, emoticoens?), pero no se privan de hacer uso y abuso de las caras tipeadas. ¿Tanto cuesta verbalizar las cosas?
  • Los tipeadores compulsivos de caras que utilizan una equis mayúscula para simbolizar los ojos de un rostro transido por la risa. Gente, nadie se ríe cerrando los ojos, ¿qué son, ponjas? Get real...
  • Las mujeres que, al enviar esa equívoca cara confeccionada por medio de la conjugación de dos puntos con una pe, se ignora si se están burlando de nosotros o enviándonos un chupón.
  • Los hombres que nos envían la cara del chupón.
  • Los que, cuando uno al fin entendió las caras verticales, comienzan a tipear caras horizontales con dos letras y un punto en el medio. ¡Please, córtenla!, encima estas caras son como más tiernas, es peor...
  • Los que, para conferir mayores matices y dotar de más acabados y sutiles rasgos a sus caras tipeadas, recurren a caracteres de los alfabetos árabe, chino, cirílico, babilonio, etc. Bueno, en realidad esta categoría de sujetos creo que no existe, a éstos los dejaría pasar, siquiera por inconformistas y originales: por el momento no están vedados por el presente fallo. ("¡Oia! Conferiré mayores matices a mis caras utilizando la letra 深": no, el que elucubre algo así merecerá mi respeto... al menos, hasta que lo haga una segunda vez.)
  • los ke ezkriven qon inkomsevivle faltas hotrogarfica komo si serian, el ezlavon perdido entrel mono y el ombre CCD (Esto no se hace, pero... a veces mi humor es tan raro... Explicación del chiste: en lugar de con una equis, son capaces de armar la carita con una doble ce, que suena igual.) (Y nótese, sobre todo, el diestro manejo que hice de la coma.)
  • Los desconocidos que añaden nuestro contacto y, a la primera vez que nos ven conectados, se nos aparecen de la nada preguntándonos quiénes somos.
  • Los que, cuando les acontece el suceso descripto en el anterior inciso, responden la verdad en lugar de delirar con toda justicia al desgraciado que los aborda con semejante pregunta. ("¡Oia! Deliraré con toda justicia al nabo que me agregó sin saber quién soy": cuenta con mi incondicional empatía y con toda la fuerza de mi apoyo gremial quien así discurra.)
  • Los que, sin previo aviso, desaparecen en medio de la conversación, y te dejan colgado media hora esperando su respuesta en vano, porque, por ejemplo, fueron abducidos por una llamada telefónica de la madre. Ok, podés olvidarte de mí si querés, pero... ¡no podés hablar media hora por teléfono con tu mamá! Prefiero que me digan que les tocó el timbre Naomi Watts para pedirles una taza de azúcar.
  • Los que ante cualquier cosa peligrosa o políticamente incorrecta que decimos se escurren con el comodín respondelotodo "jajajaja".
  • Los que a cualquier chiste responden "jajajaja". No les pido que escriban "Disculpe, estimado, pero ocurre que en este momento mi organismo se encuentra, según puedo constatar de manera bastante fehaciente, desternillándose de risa", pero por favor, devuelvan un chiste, en vez de redactar la onomatopeya de una dudosa carcajada páguenla haciéndonos reír a nuestra vez, nos hacen sentir Piñón Fijo así.
  • Los que a absolutamente todo, pero todo, responden "jajajaja". A éstos no hay que parar hasta que del "jajajaja" pasen sin escalas a un "que te recontra" seguido de eliminación permanente, bloqueo e implosión.
  • Los que en lugar de responder "jajajaja" responden "lol". Dejá, flaco, dejá, es peor el remedio que la enfermedad. Al principio interpreté que lol sería una cara...
  • Las mujeres que, sin que medie solicitud alguna por nuestra parte, se ponen a narrarnos el diverso abanico de vejaciones a los que las sometió el chongo de turno. ¿No tienen amigas mujeres o un blog para hablar de esas cosas? En estos casos, si la mujer te interesa, ridiculizala, decile que el turro estuvo flojo, inventá y adjudicate hazañas y crímenes contra el sexo opuesto muy superiores a los del tipo así la mina se enamora, ineluctablemente, de vos; si la mujer no te interesa, ¡qué hacés ahí!, ¡eyectate cuanto antes de esa conversación! O ponete en piloto automático y contestale a todo "jajajaja", así la tediosa rutina de eliminación y bloqueo queda a cargo de ella.
  • Los que hablan con más de dos personas simultáneamente, lo cual equivale a no hablar en realidad con nadie. Bah, no hay que olvidar que mi concepto de "hablar" es muy distinto al que maneja la mayoría: si vas a responder a todo "jajajaja", obvio que podés tener más de treinta y dos ventanas abiertas al unísono.
  • Los que dejan al gato subirse a la mesa y permiten así que éste, apoyando sin querer sus patas sobre el teclado, envíe, desconociendo que lo hace (remarco esto: desconociendo que lo hace), toda suerte de extraños mensajes jeroglíficos que resultan indescifrables para el receptor. (Este episodio está basado en hechos reales, y lo peor de todo es que yo di respuesta al mensaje del felino, ignorando que era él quien intentaba comunicarse conmigo. A partir de entonces, ante cada frase medio improbable que mi interlocutora me enviaba tenía que preguntarle, por las dudas, si había sido redactada por ella o por el gato.)
  • Los que, ardiendo en deseos de averiguar quién los eliminó del msn, se dejan robar la cuenta por Bobby Phisher. Flaco, a mí me eliminó seguro hasta mi abuela, ¿qué necesidad hay de andar escarbando merda? El que no me eliminó a mí es porque nunca me habló, sencillo. O porque pusieron banda ancha en el Borda y el Moyano.
  • Los que, cuando los bloqueás, empiezan a abrigar sospechas y terminan agregándote con otra cuenta para constatar si es que, en efecto, los has bloqueado. Pero... ¿no van a escarmentar nunca?, ¿cuántas veces tengo que bloquear al mismo monigote? Para que esto no suceda, lo que hago siempre ahora es informar a la parte interesada en cuanto tomo la irrevocable determinación de bloquearla: "Mirá, 'No sé que sería de mi mundo sin ti', sos un tipo piola, tu conversación sobre fútbol y televisión es muy entretenida, pero tengo que bloquearte. No sos vos, soy yo: nací misántropo".
  • Además, siguiendo con el anterior inciso, ¿qué se supone que van a decirte si sus suspicacias se confirman y se descubren bloqueados? "Oíme, E. –leer con voz muy lúgubre y grave–, ¿de modo que así son las cosas? Sí, lo sé todo, lo sé todo... estoy al tanto de tus malas prácticas. No, no, no... no me expliques nada, bien sé que me tenías bloqueado. Te he despojado de tu aviesa máscara, y en vano es que intentes recurrir ahora, una vez más, a tus sofisticadas artes de disimulo y engaño. Me has traicionado; había depositado mi cuenta de msn en tus manos, y me has traicionado. Adiós, tú a quien en un tiempo remoto creí mi amigo, sólo eso quería decirte: me has traicionado." "Ok, Gervasio, se me pasó enviarte el telegrama de bloqueo; si querés, con esta otra cuenta bloqueame vos y quedamos a mano, ¡pero desaparecé de una buena vez!"
  • Los que cierran cada una de sus frases con un signo de interrogación entre paréntesis para garantizarse, de ese modo, un hábil subterfugio que los ponga en salvo por si no nos tomamos en serio sus tímidas palabras o les cortamos muy en seco sus medrosas intenciones. Chicos, basta de simular que lo que tienen miedo de decir es en joda, háganse cargo de sus ideas: nada más noble que asumir con gallardía, y sin titubeos, nuestros propios pensamientos, tanto los que denotan arrojo como los que suenan excesivamente disparatados.
  • (Este inciso corre sólo para cyber-locutorios, antros en los que tuve oportunidad de trabajar bastante tiempo.) Los que, para no gastar un buen dinero en una cabina telefónica, usan el msn para entablar maratónicas video-conferencias con sus lejanos parientes de Salta o Perú a los gritos, hinchando de ese modo las tarlipes de todos los azorados circunstantes, y las mías más que las de ningún otro.
  • (A fin de obtener algo de inspiración, acabo de readmitir en el msn a todos mis contactos bloqueados, de modo que preparaos, pues lo que siga a continuación habrá sido captado en tiempo real.) Ehhhm... (Pucha, era cierto que me bloquearon todos...)

Podría continuar la lista interminablemente, pero, si bien no los vengo contando, creo que ya debo de estar cerca de agotar los 140 caracteres que me permite blogger para mis descargos. De cualquier manera, se adivinará ya perfectamente cuáles habrán de ser los restantes sujetos pasibles de quedar encuadrados en los vastos alcances de mi presente demanda, individuos que deberán guardarse de esta inaudita orden judicial, ya rubricada por escribano público, que obra en mi poder y cuya letra no dudaré en hacer valer cada vez que la situación lo reclame.

En caso de que las restricciones establecidas por la norma sean dolosamente transgredidas por algún energúmeno, cuento con todas las garantías legales del fuero civil, del fuero penal y del fuero en lo contencioso-administrativo para proceder a, en legítima defensa, ejercer sobre dicho espécimen todo tipo de violencia verbal o física. Y cuando digo física digo física, no zumbidos molestos o guiños de agresivo tenor: física. Están advertidos.

Será justicia.

Radiografía de un outsider III

Dejando ya de lado los inconvenientes sorpresivos y las urgentes novedades judiciales, es hora de volver a templar las cuerdas de nuestra lira en el viejo modo para retornar a la materia que nos venía ocupando, a saber, la confección de un decálogo que rinda testimonio siquiera de algunas entre las muchas cosas que me diferencian del hombre común o, si se prefiere, de la versión más difundida del electrodoméstico humano en su hartamente publicitado modelo masculino. Regresemos sin más, pues, a esos cenagosos terrenos de asombro que nunca debimos haber abandonado.

***


7. Soy enemigo de casi todos los juegos

Debo de estar entre los únicos jóvenes del mundo que jamás instalaron un juego en sus pcs ni conocieron en persona consola de juegos alguna. Algo hay que me aparta de los señuelos lúdicos, como si existiera en mí cierto prejuicio desconocido, la vaga idea de que seguramente han de existir en alguna parte maneras más interesantes y productivas de perder el nunca renovable tiempo de nuestras vidas, tiempo que, mientras la arena siga siendo incapaz de vencer a la ley de la gravedad, pasa para siempre, para ya no regresar. Es mi deber, no obstante, admitir que de niño fui un habitué de las salas de video-juegos, pero con la particularidad de que nunca supe jugar a ninguno, salvo quizás al Street Fighter, en el que causaba murmullos de estupor entre todos los demás niños que con asombro veían que, sin saber hacer la bola ni nada, y empleando frenéticamente el botón de la patada como si no hubiese otros cinco botones más, alcanzaba yo la final, pese a mi total carencia de técnica, con insólita categoría y sencillez. A decir verdad, tampoco yo sabía, de manera positiva, cómo era que lo lograba.

Llegó luego la época en la que las rateadas del colegio se volvieron un tanto más sofisticadas, transformándose en fervorosas y dramáticas tardes consagradas a los más encarnizados duelos de pool o de ping-pong. Por supuesto que yo participaba de ambos juegos sin chistar, pero mi misión nunca era ganar, cosa imposible dada mi absoluta impericia en tan complejas materias de naturaleza práctica, sino más bien divertir un poco al resto con mis singulares payasadas de perdedor nato. Porque lo importante no es vencer, ni competir para dar lástima, sino perder haciendo reír para disimular. Memorable fue el día en el que estuve a punto de ganar una partida de pool: me faltaba embocar la bola negra en uno de los rincones, de modo que apunté serenamente con mi taco, embriagado por la ya palpable perspectiva de una consagración histórica, y, disparando, acerté a clavar la bola, con furia y sin atenuantes, en la buchaca correcta... sólo que de la siguiente mesa, en la que jugaban unos paisanos que no atinaban a dar crédito al cometa que acababa de surcar el espacio lleno de humo para desaparecer luego hundiéndose en la más distante de sus troneras. Mi adversario se negó a reconocer la validez reglamentaria de tan exitoso tiro volador.

Viajando un poco más lejos en el tiempo, hacia los mágicos e inocentes días de nuestra temprana infancia, en la que uno se desempeñaba con mayor o menor pericia en las más variadas disciplinas, como ser la mancha, la bolita o las escondidas, recuerdo que, si alguna vez existió un juego que odié con todas mis fuerzas, fue sin duda el veo-veo, horroroso invento que, exponiendo a ojos vista, ante todos los demás participantes, mi infranqueable cualidad de daltónico, daba lugar a las más enojosas confusiones cromáticas y a los más humillantes y escandalosos episodios, todos los cuales me tenían por ineludible protagonista. Me retiré del veo-veo a edad temprana, jurando que nunca más se me vería participando en las lides de tan infausto pasatiempo, y es el día de hoy, veinte años más tarde, que puedo afirmar, no sin orgullo, que he cumplido fielmente con aquel solemne juramento prestado en los bellos umbrales de mis años mozos.

Pero, como con todas las cosas, siempre hay una excepción. Si bien muy raramente la fortuna y la destreza, mancomunando sus solicitados dones, me han permitido alzarme con el laurel de la victoria ya en el ajedrez, el chin-chón, la escoba, la generala o el ludo, he mostrado una facilidad prematura, casi genial, mozartiana, para reunir en mi mente y pulimentar, con mano maestra, todas las más refinadas sutilezas y secretos del truco. Nunca fui bueno para mentir: soy de esas personas que cada vez que intentan decir una mentira inocente comienzan a reírse, dejando traslucir en sus semblantes todos los manifiestos estigmas de la más divertida falsedad, pero, a cambio, siempre tuve talento para ocultar mis pesares tras la fachada de la seguridad y la máscara del buen humor, facilidad que, traducida a un mazo de naipes, me servía para hacer creer a mis atemorizados rivales que mis cartas entrañaban todo tipo de serios riesgos para sus vidas, cuando en realidad mi puño sólo escondía un cuatro de copas, un cinco de espadas y un cuatro de bastos. Así, durante las épocas en las que concurría a diario al Palacio del Truco, es decir, al colegio secundario turno tarde, los electrizantes torneos que se desarrollaban en los fondos de las aulas, mientras en el frente ignoradas y espectrales profesoras se iban sucediendo una a otra para impartir lecciones que nadie escuchaba, solían tenerme a mí y a mi eventual compañero de fórmula como imbatibles triunfadores, coronados siempre por la gloria y para quienes las más exquisitas odas pindáricas habrían resultado insuficientes y pálidas. Mas aquellos tiempos de fuertes emociones y de néctares de victoria se han ido, y llevo ya incontables años recorriendo el mundo con mi mazo de naipes marcados sin poder encontrar, entre las masas de zombies encadenadas a sus monitores, un solo amante de la adrenalina dispuesto a convertirse por unas horas en mi desdichado adversario siquiera por una simple partida con opción a revancha.

Como sea, mi lema siempre fue y seguirá siendo: desafortunado en el juego, desafortunado en el amor, desafortunado en todo... pero entero.

***


8. No sirvo para casi ninguna disciplina deportiva

Siguiendo un poco con la temática abordada en el anterior inciso, cabe señalarse que mi fortuna y mi destreza jamás fueron mejores en los terrenos del deporte que en los salones del vicio ludópata. Baste como ilustración acabada de ello un solo dato: yo he sido la prueba viviente del desacierto en que incurren todos aquellos que señalan que hay cosas que nunca se olvidan, y entre las cuales el ejemplo por antonomasia es el de andar en bicicleta. Yo (sí, yo) he olvidado cómo era que se andaba en bicicleta, perdiendo para siempre, en los clausurados recovecos de una memoria consternada, aquellos pedaleos de mi infancia que no fui capaz de reproducir en el plano físico cuando intenté revivirlos en mi edad provecta.

Por supuesto, el mundo está lleno de intelectuales, de artistas, de obesos vocacionales y de toda índole de sujetos que harán de este apartado sobre mi impericia para los deportes un dato intrascendente. Más aún, y recordando lo que opiné sobre el fútbol en una vieja entrada, sin duda habrá también hombres fanáticos de esa disciplina y que, sin embargo, se desempeñarán en ella peor que yo. Pero a lo que apunto más que nada acá es a señalar mi carencia total de ductilidad para el correcto desarrollo de todo tipo de actividad cinética: no sé jugar a ningún deporte, no sé andar en bicicleta, no sé manejar, no sé tocar bien ningún instrumento, no sé cocinarme más de cuatro o cinco invariables platos, no sé pintar, no sé cambiar el cuerito de una canilla que gotea... y apenas sé cómo puedo, en medio de tanta ignorancia, seguir vivo y obtener sustento. Digámoslo: el mundo es mucho más generoso conmigo de lo que yo jamás le voy a reconocer. O quizás sea que algunas cosas sé hacer, sólo que lo ignoro, pero, de cualquier manera, la finalidad de este blog es hacerme mala prensa, de modo que prefiero no adentrarme con paso resuelto y alma exploradora en los sórdidos laberintos de tan halagadora hipótesis.

Veamos... todas estas razones que acabo de redactar hace instantes fueron suscitadas en mi mente a raíz de que planeaba hablar sobre el deporte; volvamos, pues, al deporte, y dejemos las ramas a los pájaros. Pero ¿qué diré de mi relación con las pasiones y sudores del mundo deportivo? Salvo que esté en mis intenciones subestimar al lector, puedo concluir que ya se habrá éste formado una idea más que clara y precisa sobre lo que vendrá a continuación: ahorrémosle, entonces, la lectura, que también es tiempo, el cual a su vez es dinero, el cual no compra la felicidad pero puede alquilarla un rato... ¿y qué derecho tengo yo para privar al lector de una felicidad rentada? Demostremos, pues, nuestra buena voluntad para con los demás, y para con su felicidad y su tiempo, poniendo inmediato punto final a este innecesario inciso cuyas implicaciones ya todos habrán podido imaginar y reconstruir, sin mi ayuda, en sus propias cabezas: es éste el mayor elogio que un escritor de blogs haya tributado jamás a sus pacientes lectores.

De nada.

(Aunque cueste creerlo, estas denuncias radiográficas aún no han agotado todo su caudal de asombro y horror. Continuará...)

Orden de restricción No. 1: Colectivos

Paren el mundo, que esto es muy importante. Cumplo en informarles que interrumpo momentáneamente la interrupción de este blog (lo cual vendría a ser como poner (lo grafico para que lo entiendan) un paréntesis dentro de un paréntesis) a fin de dar a conocer el inesperado éxito de mis inclaudicables gestiones judiciales en aras de obtener una orden de restricción que prohíba el acercamiento a mi persona de todos aquellos individuos que, por factores manifiestos en sus conductas molestas y desubicadas, me resultan insoportables y altamente lesivos para el normal desarrollo y discurso de mis solitarias aunque trascendentes meditaciones en el monacal ámbito del transporte público.

Anoticio, pues, a todos mis conciudadanos de que, tras este irrevocable fallo dictado por la jueza en lo contencioso administrativo Débora Dora de Valdez (fallo que, aunque discutido y polémico en los cenáculos tribunalicios, sienta jurisprudencia en lo sucesivo para mis ulteriores demandas y para aquellas que siguen en curso), quedan, a partir del presente día del corriente mes, en interdicción de acercamiento a no menos de tres colectivos de distancia de mi persona los sujetos detallados en la siguiente lista:

  • Los que, con un descaro digno de mejores y más lucrativas empresas, vienen a situarse adelante de uno en la parada en la que llevamos ya quince minutos esperando solos.
  • Las manadas que suben en la parada anterior a la nuestra y sacan decenas de boletos con monedas de cinco y diez centavos, obligándonos de ese modo a viajar de pie casi todo el trayecto, pero siempre logrando la hazaña a tiempo a fin de que no nos sea posible arribar a nuestro destino y bajarnos del colectivo sin haber llegado a abonar el importe del pasaje nuestro.
  • Los aviesos sujetos que, cuando uno viaja parado, se filtran no se sabe cómo, sin mediar palabra, entre nuestras existencias y el asiento cuya pronta desocupación aguardábamos (y al que íbamos esperanzadamente maridados), usurpando de ese modo nuestros legítimos derechos a tan codiciado bien ganancial.
  • Los que confunden el colectivo con un locutorio y van haciéndonos partícipes de sus tan significativas cuan edificantes charlas por celular, charlas cuyos temas preponderantes hacen siempre ostentosa gala del más cotidiano y anodino tenor.
  • Los que cada vez que suena algún celular con un ringtone de Bandana consultan el suyo, aun cuando saben que tienen un ringtone de Mozart.
  • Los pasajeros que, bajo el influjo de se ignora qué tipo de veleidades megalomaníacas, cambian de asiento a toda prisa en cuanto se desocupa alguno de la ascéptica y aislacionista fila individual (sujetos a los que ya dediqué la segunda parte de una entrada).
  • Los púberes de apariencia engañosamente marginal que portan cierto artefacto que emite las cadencias de algún incomprensible tipo de cumbia y musicalizan así, del más indeseable modo, nuestro ya de por sí penoso viaje con un cursi y pegajoso ritmo que se mantiene inalterable con el paso de los temas, los discos y aun los distintos conjuntos (chu ku chú, chu ku chú, chu ku chú...).
  • El fatigado trabajador que se adormece en su asiento y deja reposar su cabeza sobre nuestros hombros compasivos aunque algo avergonzados por el embarazoso cuadro.
  • El intolerante que, cuando el trabajador fatigado inclina la cabeza hacia su lado, le da un empujón a fin de que esa exánime e inerte testa caiga para el lado nuestro (este episodio digno de cancha de voley sólo se verifica en los asientos del fondo).
  • La misteriosa mujer que, en pos de nadie sabe con certeza qué oscuros fines, viaja parada al lado del colectivero y lo acompaña hasta más allá del fin del recorrido (¿será su novia; será una pasajera garronera; será la muerte, que se lo lleva?).
  • Los pesados que ponen nervioso al chofer discutiéndole la emisión o no de un boleto. Flaco, si la DGI te hace una auditoría no vas a ir preso por la inexplicable falta de tan trascendente documento de pago.
  • Los sujetos masculinos que se sientan al lado de uno con las piernas inmaduramente abiertas cual si llevaran un oso panda en la entrepierna y roban o acotan, de ese modo, parte sustancial de nuestro espacio vital de asiento.
  • Los que, cuando los viajeros experimentados intentamos ganar los decisivos espacios vacíos del fondo de las unidades que van llenas, obstruyen con sus voluminosos vientres y bolsos el pasillo en ejercicio de un insólito piquete que va coronado por una adusta cara de noli me tangere.
  • Los que se apostan con talante seguro ante la puerta dos paradas antes de aquella en la que deben bajarse y engañan de ese modo nuestra ingenua confianza, que observa consternada cómo nuestra parada queda irremediablemente atrás sin que el colectivo se detenga.
  • Los que, avisados por experiencia propia de la alta tasa de popularidad de la incomprensible conducta antes descripta, nos preguntan fastidiosa e innecesariamente si habremos de bajarnos en la siguiente parada cada vez que tocamos ostensiblemente el timbre para hacerlo.
  • Los que, a los segundos de que tocamos timbre para bajar, lo vuelven a presionar atrás nuestro, haciéndonos quedar ante el chofer, que nos dirige una veloz y resentida mirada a través de su inagotable abanico de espejos retrovisores, como viajeros novatos e inexpertos.
  • Los que, en los asientos dobles, permanecen sentados junto al pasillo en vez de pasarse al lado de la ventana cuando dicho sitio se desocupa y dificultan así, fingiendo inverosímiles síntomas claustrofóbicos, el acceso al codiciado asiento libre.
  • Los choferes que con cada frenada, las cuales se suceden con una frecuencia no menos que sospechosa, nos obligan a saludar a no se sabe qué olvidados emperadores orientales.

La lista se engrosaría mucho más allá de los límites permisibles si contase yo con la paciencia suficiente como para incluir, de manera prolija y concluyente, a todos y cada uno de los sujetos pasibles de quedar encuadrados en los vastos alcances de mi presente demanda, por lo cual me contentaré con sugerir a todos mis conciudadanos por igual que se guarden de esta inaudita pero imperiosa orden judicial, ya sellada por escribano público, con la que me pasearé a partir del día de la fecha en mis líneas favoritas, a saber, el 107, el 25, el 84, el 85, el 108, el 124, el 146 y el 135; en caso de que las restricciones establecidas por la norma sean dolosamente transgredidas, cuento con todas las garantías legales del fuero civil y del fuero penal para proceder a, en legítima defensa, ejercer sobre los individuos arriba mentados todo tipo de violencia verbal o física. Están advertidos.

Será justicia.

Radiografía de un outsider II

Continuando con la exitosísima (no será taquillera, pero sí de culto) saga de mi propia radiografía, me dispongo a seguir abrumando al eventual lector con la multiplicidad de razones por las cuales debe rever su insólita postura de considerarme un ser de su misma especie. Pero que quede claro: mis peculiaridades no deben ser tomadas como irrefutables pruebas de que soy un marginal afectivo, un inadaptado social o algo por el estilo, sino que es necesario sumar a esa válida hipótesis la posibilidad de que, así como me hacen sentir a mí en esta sociedad hecha a imagen y semejanza del mercader, el hombre promedio se sentiría tal vez en la Ciudad de los Monos del Libro de la selva de Rudyard Kipling. Sí, soy consciente de que, si la sociedad estuviese conformada exclusivamente por individuos como yo, hace rato que el hombre se habría extinguido, pero, tras tantos años sin que mi conducta encontrase en lado alguno el beneplácito de la comprensión, creo que me es más que lícita, cuanto menos, una inofensiva venganza retórica. Después de todo, ¿qué son la mayoría de nuestros blogs, y de nuestra literatura, sino una válvula de escape para resarcirnos de tantas heridas y decepciones?

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4. No miro (y ni siquiera tengo) televisión

No es esto nada del otro mundo, pero no deja de ser particular y de traslucir cierta vocación no ya de indiferencia hacia los candentes temas que ocuparán las conversaciones humanas durante todo el día, sino incluso de apego al camino propio que no hace otra cosa que aislarme más del mundo. Sin embargo, está probado que, si en vez de malgastar mi tiempo leyendo autores decimonónicos o componiendo extravagantes obras de piano, me abocase a mirar la audición de Beto Casella, mi capacidad para integrarme con facilidad a la vida social no se incrementaría un ápice.

Sí, comprendo la importancia que tiene para el normal desarrollo de la vida humana mirar el programa de Tinelli, al día siguiente mirar todos los programas que hablan sobre el programa de Tinelli, y el fin de semana mirar todos los programas que hablan sobre los programas que hablaron sobre el programa de Tinelli, pero tengo que admitir que no está en mis atributos lograr que mi vida gire en torno al conocimiento de qué figura célebre se acostó con cuál o qué famoso le entabló juicio a qué otro famoso.

No negaré que de niño y adolescente fui un gran televidente, pero en aquellos entonces la televisión versaba sobre los más dispares tópicos; hoy, en cambio, la televisión sólo se trata sobre la televisión: ha dejado de sentirse un medio para verse erróneamente como un fin en sí mismo, y eso no concita mi interés. Por supuesto que arrastro un gran bagaje cultural televisivo: todos mis actuales conocimientos espirituales y silogismos mundanos provienen en cierto modo de la pléyade de filósofos que va de Benny Hill, Aníbal el Number One y Sledge Hammer a Pipo Cipolatti, Aníbal Hugo y Seinfeld, pero el oscurantismo de una nueva Edad Media patrística ha borroneado aquellos saberes helenísticos y renacentistas de las pantallas hasta el punto de que, como un Giordano Bruno moderno, no queda ya para mí sino la herejía y el oprobio de la hoguera de aquel que ignora las creativas publicidades que están en boca de todos, y que queda en falsa escuadra si menciona como contrapunto los olvidados éxitos del pasado.

Como sea, mis únicos contactos actuales con el mundo del espectáculo se limitan a las películas y óperas que me bajo de internet, nothing else. Y en cuanto al lector, que en vez de estar mirando Rial o el discurso de Cristina se encuentra ahora meditando estas inconducentes palabras que manan de mi insana pluma: ¿qué hace?... que por favor procure no terminar como yo.

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5. Hace quince años que no salgo de vacaciones

Un eufemismo para decir que pasé toda mi vida adulta sin salir de la tenebrosa ciudad de Buenos Aires para nada. Las excepciones fueron un viaje de un día a La Plata, un viaje de una tarde a Escobar, y hace unos pocos meses sí, al fin, mi salida triunfal: dos días a la ciudad de Neuquén para finiquitar unos turbios negocios. Pero fuera de esas tres ocasiones, jamás, en quince años enteros o más, traspuse los acotados límites del conurbano bonaerense.

Por supuesto que existen razones para ello. Desde que alcancé la edad en la que, por incompatibilidad de intereses, uno deja de salir de vacaciones con su familia, jamás se me ocurrió irme solo. Cabe añadir, además, que, en vistas de que ya desde el colegio secundario era un outsider entre mis compañeros, desdeñé olímpicamente la posibilidad del viaje de egresados. Los subsiguientes avatares de mis complejas situaciones laborales, forzoso es decirlo, tampoco ayudaron mucho, y a esto hay que sumar que ciertos lugares de veraneo, como ser la costa, me están irrevocablemente vedados por la interdicción dermatológica que, bajo pena de muerte, me prohíbe de manera terminante exponer mi piel, heredera directa de los lunares que se llevaron a mi madre al otro mundo, al nocivo contacto de los rayos salores. Esto último genera en mí el raro efecto de que, dado que amo el frío, suele vérseme en los más gélidos días de invierno paseando despreocupado con una camisa arremangada, mientras que en las más abrasivas jornadas estivales se me avista enfundado en inconcebibles remeras de manga larga, lo cual ya sería tema para elaborar un nuevo punto de este decálogo radiográfico pero no será el caso.

De cualquiera manera, puedo afirmar que la costa ya me desagrada por una mera cuestión genética: ¿quién puede llamar "vacaciones" a trasladar la población completa de Buenos Aires, con todo su equipaje de envoltorios, botellas, bolsas, ruido, groserías y basura, a otro punto del país? Tal cuadro concita en mí ideas más próximas a éxodos masivos impuestos por algún Stalin entronizado en el inconsciente colectivo que a una búsqueda de descanso y sosiego vacacional. ¡Si hasta los insufribles programas televisivos se trasladan al gulag atlántico para transmitirse desde allí! Por eso, cuando en enero y febrero advierto que soy el único que se quedó acá y que tengo, como el personaje de La nube púrpura de Shiel, toda la ciudad para mí solo, comprendo que no necesito viajar para tener vacaciones, sino que me basta con esperar a que se vayan todos los demás.

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6. ¿Lo diré?... me atraen las mujeres con anteojos

Sí, así de estrambótico como suena. Algunos de mis conocidos ya están al tanto de esta asombrosa preferencia mía, y no pueden encontrarle razón alguna. A decir verdad, yo tampoco: simplemente sucede. No significa esto que me desvelen todas las mujeres que usan lentes, ni que desdeñe a todas las que no, pero digamos que las gafas suelen ayudar y volverse un punto a favor. Soy consciente de que los anteojos no son sinónimo de cultura e inteligencia, sino únicamente de miopía, pero no puedo evitar, cada tanto, sentirme extrañamente atraído visualmente por una mujer sin lograr elucidar con claridad en qué factor o cualidad de su persona reside su capacidad de seducción sobre mis sentidos... hasta que reparo en que luce anteojos: ahí está el secreto. Claro que jamás me acerco a hablarle, no sea que resulte idéntica a las mujeres que cuentan con buena visión y quede menoscabada de ese modo la magia de mis irracionales fantasías.

En mi adolescencia, estando con mis condiscípulos del secundario, a menudo acontecía que la manada comenzaba a elogiar efusivamente a alguna muchacha de prominentes curvas. Tarde como siempre, buscaba con mi vista cuál era el objeto de deseo que producía tal evacuación salival en mis algo básicos cofrades, y, tras una veloz mirada, mi comentario resultaba siempre el mismo: "No, tiene cara de mogólica". A esta cruda pero realista observación, mis compañeros me amonestaban con el consabido: "A vos no te gusta ninguna, debés ser (sic) medio rarito". Tras esto, algún osado juntaba valor y, en un acto de arrojo, partía a la conquista de la plaza fuerte; unos minutos más tarde retornaba, con el sangrante estigma del rechazo sobre su frente, y me decía: "Tenías razón: era una mogólica". Nada le contestaba, mientras mis embobados ojos permanecían clavados en alguna portadora de gafas que no era mirada por nadie en el mundo más que yo.

Nunca tuve mucha suerte con las damas de anteojos. Mi ex-novia, en rigor única novia que tuve, usaba anteojos sólo para leer, y para colmo solía inclinarse más por los lentes de contacto, tercer invento que más detesto después del teléfono y el celular. Mi teoría sobre esta cuestión es la siguiente: dado que me atraen más las mujeres inteligentes que las simpáticas o bellas, adjudico inconscientemente a las gafas unas propiedades que no garantizan intelecto, pero sí al menos la posibilidad de él, existiendo acaso la chance de que las anteojudas, poco demandadas en el universal mercado del amor, se hayan volcado en su soledad a la lectura y al acabado aceitamiento de sus aptitudes racionales e intelectivas, en paciente espera del valeroso explorador capaz de hallar algún día tales tesoros ocultos y de valorar su intrínseca belleza. Sea así o no, que las jaurías se devoren entre sí luchando por afamadas modelos y vedettes mientras yo sigo soñando, en secreto, con alguna ignota cuatrochi de aspecto inocente pero de cerebro potencialmente poderoso.

Y, valga la aclaración, no: por más que paso horas y horas frente a la pc o fatigando mi vista en viejos códices de amarillentas y carcomidas páginas, los linces siguen acudiendo a mí cada vez que extravían algún objeto de reducidas dimensiones.


(Como se podrá advertir, esto va in crescendo... y aún falta lo peor. No creo que un decálogo resulte suficiente, pero por lo pronto sigamos avanzando en mis denuncias y testimonios contra mí mismo. Continuará...)

Radiografía de un outsider I

Tras haber dejado trascender que no festejo mis cumpleaños (siquiera para no darme cuenta de que, si quisiera festejarlo, no tendría a quién corno invitar), creo conveniente interrumpir de cuajo este blog a efectos de que en lo sucesivo no se presenten confusiones de ningún tipo. Es hora de establecer de una vez para siempre, antes de seguir escribiendo, que quien está leyendo este espacio asiste a ideas emanadas de la mente de alguien a quien muy difícilmente pueda considerar un semejante.

Sin más preámbulos, pues, pasaré a detallar un simple decálogo de las cosas que el lector debe saber sobre mí antes de elucidar la conveniencia de seguir adelante o no con sus profanas lecturas de mi alienada prosa.

Será preciso dejar antes en claro, no obstante, que, pese a todo lo que me propongo detallar a continuación, no debe tomárseme como un extraterrestre o como alguien venido de otro planeta: ojalá existiese, en los oscuros confines de alguna galaxia remota, un cuerpo celeste habitado por sujetos como yo... pero algo me inclina a suponer que tal hipótesis no cuenta con grandes chances de alcanzar una satisfactoria comprobación empírica que le otorgue el deseable rango de realidad. Y si tal mundo existiese, ni loco lo habría abandonado para venir acá, a no ser que me persiguiese la policía... pero no creo que en un mundo de yos hubiese muchos policías, ni tampoco considero que este planeta pueda resultar un buen escondite para un individuo de mi catadura: la humanidad mucho no me camufla.

Pero basta ya de devaneo retórico y demos lugar, de una buena vez, a esta primer entrega de los contundentes datos que cumplirán la solemne tarea de denunciar mi inobjetable demencia o calidad de outsider a los incrédulos ojos del lector estupefacto.

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1. No festejo ni mis cumpleaños, ni las felices fiestas, ni los días de

Ya mencioné el tema de los años en la entrada anterior, y seguiré en alguna próxima, pues aún hay más que es imperioso que alguien se atreva a decir sobre tan apasionante cuestión que a todos nos toca de cerca, pero quiero ahora darme el gusto de desengañar al lector que espera ávidamente que trate a los "días de" como patrañas establecidas por astutos mercaderes que los esclarecidos desprecian y cuyas formas (saludar, regalar algo, salir, etc.) sólo el rebaño observa con sumisión: nada de lugares comunes para mí. Detesto más bien a los "días de" porque el día del amigo descubro que no tengo amigos, el día del enamorado descubro que no tengo de quién enamorarme, el día del animal descubro que no tengo mascota, y porque en la escuela primaria nos obligaban a hacer manualidades para obsequiar a nuestras madres en su día y, de más está decirlo, yo descubría que era el único niño outsider en todo el colegio que no tenía madre... y por eso era también siempre el único que se llevaba Actividades Prácticas a marzo: todas las vacaciones practicando el portarretratos con hilo sisal.

Como sea, considero más una ventaja de mi vida que una desventaja el poder vivir ajeno a los almanaques, si bien reconozco que tal forma de proceder no se halla exenta de enojosos inconvenientes. Tan es así, que, muy a menudo, recién advierto que es feriado por navidad o alguna fecha semejante cuando, al abandonar mi guarida con el objeto de comprarme algún sustento alimenticio, compruebo que, en todos los negocios no chinos de mi barrio, uno se topa con persianas irremediablemente cerradas.

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2. No tengo, ni jamás tuve, ni jamás tendré, celular

Cuando la actual generación post-80 años desaparezca de la faz del país, barrida por la inexorable escoba del tiempo que a todos nos acecha, podré darme el gusto de ser el último argentino sin celular. Siempre había considerado que el teléfono era el invento más nefasto de la historia humana, pero, cuando vi por primera vez un celular, no cabía en mi terror y en mi asombro. No es un furibundo hippismo o una declarada enemistad contra la sociedad de consumo lo que me lleva a renegar de tan innecesarias necesidades como la del celular; es más bien un secreto orgullo de hombre que desea valerse por sí mismo y hacer las cosas a la antigua: si estoy llegando tarde a algún lugar, en vez de avisar me apuro, o pido perdón al arribar demorado. La vida fácil, cómoda, no ennoblece. Un hombre que corre, un hombre que siente culpa, vale más que un hombre que se limita a ejercitar alegremente su pulgar.

Entre las innúmeras ventajas de no contar con tan sofisticado e imprescindible sonajero tecnológico se pueden mencionar: que nadie puede hallarnos ni monitorearnos jamás; que, si nadie jamás nos desea hallar o tener monitoreados, no nos enteramos (adquirir un celular y advertir que en los primeros tres meses no se recibió un solo llamado puede sumir en melancólicas reflexiones a cualquiera: más vale que la gente triste y solitaria evite en lo posible tales trampas mortales); que no nos convertiremos en un desubicado más que confunde el colectivo con un locutorio; que podemos ver nuestros alrededores y apreciar los tonos del cielo y de los árboles en vez de ir enfrascados en la impostergable imperiosidad de una estúpida pantalla; que estaremos preservando la tradicional estética evolutiva de la raza humana, que en pocas generaciones más puede empezar a venir con pulgares hiper-desarrollados; que sólo tenemos que pelearnos con la compañía y los empleados de call-center de nuestra telefonía fija; que jamás nos lo olvidamos y jamás nos lo roban; que no tenemos que perder tiempo eligiendo cuidadosamente el ringtone que deseamos que nos avergüence en público por los próximos dos o tres meses; y podría seguir enumerando ventajas durante horas pero, sepan disculparme, tengo una entrada de blog que terminar.

¿Desventajas de no tener celular? Sólo se me ocurre una: que, si los apresurados transeúntes nos ven hablando solos por la calle, concluyen que estamos locos; en cambio, si ven que vamos con un celular pegado a la oreja, aun cuando esté apagado, podemos ir a los gritos y a las risotadas, incluso cantando o puteando, que se lo toman con total naturalidad. Si algún filósofo del siglo XVIII viajase en el tiempo y asistiese con sus propios ojos al singular maremágnum de monologuistas ambulantes que nuestras actuales calles ofrecen a la mirada del consternado espectador, retrocedería con premura, lleno de espanto, a su propio tiempo, tratando de quitarse de encima a ese oscuro escritor de blogs que, tirándole insistentemente de una manga, le solicita que le permita partir con él.

Una vez encontré un celular en plena vía pública. Estaba sonando, señal de que su dueño intentaba hallarlo desesperadamente. Quise atenderlo para tener la bonhomía de facilitar a su legítimo propietario las precisas coordenadas en las que el artefacto había sido extraviado, y, repentinamente... descubrí que no sabía qué botón había que apretar para atender. Probé todos, el siete, el punto, el asterisco; nada. Me alejé de allí corriendo, pero el teléfono aún suena, imperioso, enervante, acosador, en mis más negras y espantosas pesadillas.

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3. Soy varón, tengo 32 años, y no sé ni hacer asado ni manejar

Chicos, esta ignorancia no viene sola, hay que saber cultivarla, hay que saber ganársela a base de un gran esfuerzo, un enorme tesón y una inquebrantable tenacidad. Es como si el animal humano, en su versión masculina, viniese ya programado para aprender estas tareas, de manera ineluctable, en algún momento preferentemente temprano de su vida. La mujer aprende a maquillarse para seducir al hombre, y el hombre aprende a manejar para pasarla a buscar: está en la genética de la especie; sin esos dos conocimientos básicos, la raza humana se extinguiría, es así de sencillo. El espécimen que no cumple con tales mandatos de la especie simplemente queda marginado, relegado del libre mercado de la reproducción. La naturaleza, bastante darwinista a veces, no desea que la humanidad degenere, y por eso aparta de la cadena reproductiva a los hombres que no sabrán enseñar a sus hijos a conducir: el mundo no necesita hombres de a pie, o que anden a caballo, no. Mujeres cuya belleza no requiera de afeites puede llegar a tolerar, pero ojo, tampoco el abuso: aunque sea un poco emperifolladas tienen que mostrarse ante la mirada del macho promedio, según es ley. De cualquier manera, en las regiones en las que las mujeres no son de maquillarse con esmero, el Estado legaliza el alcohol y procura emborrachar todos los fines de semana a los hombres a fin de que tan fútil detalle no revista mayor importancia. Todo sea por el sagrado fin de la supervivencia de la raza humana: al diablo con aquellos que no sepan venderse por medio de una belleza espuria o de una motorización prestada.

Pero yo prefiero rebelarme contra la naturaleza, contra los Estados y contra todo, como siempre. Bendita la mujer que no se maquilla, pues su rostro es honesto. Y bendito el hombre que no maneja, pues recorrerá grandes distancias y se conocerá a sí mismo bajo la inclemencia de los elementos.

(Este inconcebible decálogo continuará...)

Celebraciones del dolor

Es posible que gran parte de mi inmadurez encuentre su razón y secreto en mi acendrada costumbre de no celebrar jamás mi cumpleaños. Debo admitir que no es algo que me resulte demasiado difícil: no sólo nadie en el mundo me llama ni se acuerda de mí en esa fecha, sino que incluso yo mismo olvido cuándo es que cae y doy lugar a situaciones como la de ayer, en la que, habiendo sacado inadvertidamente turno para el dentista en mi propio cumpleaños, debí festejar mi natalicio con un torno en la boca.

Inciertas leyendas del pasado hablan de un niño que, abriéndose paso en este mundo con todos los visajes de la normalidad, celebraba su cumpleaños en medio de un nutrido grupo de camaradas, recibía obsequios, y hasta era beneficiado con el dudoso don de poder pedir un deseo al tiempo en que soplaba unas escasísimas velas sobre una torta de obligatorio chocolate. Pero ese dichoso niño no tardó en crecer y en volverse una suerte de monstruo que pasaba sus natalicios cada vez más solo, a medida que la muerte se iba llevando a su familia y la locura iba haciendo presa en él, hasta que no quedó ya nadie a su lado.

Poco importa: un cumpleaños no es más que la consumación de una vuelta más de la esfera terrestre en torno a la órbita solar con nosotros sobre ella, lo cual no nos añade mágicamente más conocimiento ni sabiduría ni nada que debamos celebrar, y que incluso carece de significado en aquellos que, como yo, nunca tuvieron mucho que ver con el astro luminoso. ¿Por qué debería festejar una nueva orbitación solar aquel que vive sumido en perpetuas tinieblas? Incluso, teniendo en cuenta que hay gente que opina que el feto es un ser vivo y que, por lo tanto, abortar es un crimen, tal vez nuestros cumpleaños se estén celebrando con nueve meses de atraso, en cuyo caso el zodíaco debería ser completamente abolido y repensado por jóvenes astrólogos decididos y valientes, dispuestos a destruirlo todo para volver a edificar sobre las humeantes ruinas de lo inocuo.

En resumen, a nadie, y a mí menos que a nadie, le importa si me pegué o no una vuelta más en calesita terrestre alrededor del sol. Prefiero festejar cada vez que aprendo algo nuevo, pues, dado que a veces sucede que en un año adquiero innúmeras experiencias desconocidas, y, en contraste, otro año lo paso de manera brumosa y estéril sin crecer ni mejorar en nada, está para mí probado que no todos los años miden lo mismo... y es mejor celebrar cada ocasional enriquecimiento del saber que la gris sumatoria anual de jornadas anodinas e infecundas.

Describiré, para cerrar, mi maravilloso cumpleaños de ayer. Soy alguien lento para asimilar las cosas, quizás a causa de que, como decía Nietzsche, los pozos más profundos tardan más en saber qué fue lo que cayó en ellos. Todo me lleva un proceso, un trabajo, e incluso desconfío de las naturalezas espontáneas y emotivas que ante cualquier estímulo reaccionan de inmediato: imagino que carecen de constancia. Si una mujer me tira onda, caigo en la cuenta de ello dos o tres meses después, cuando ya no la veo más. Cada duelo, cada alegría, cada cambio, cada cosa conlleva para mí un problemático e inacabable tiempo de lenta asimilación... y la anestesia del odontólogo no se cuenta entre las excepciones: siempre me hace efecto recién cuando estoy en la calle secándome las lágrimas de dolor que, con un enorme esfuerzo, logré contener dentro de mis glándulas lacrimales mientras estuve dentro de los luminosos límites del consultorio.

Aunque, si lo pienso bien, creo que no hay nada más apropiado para celebrar un cumpleaños, nada mejor para recordar el dolor de nuestro ya lejano parto, que aplicar un diabólico y zumbante torno sobre nuestros nervios indiferentes a toda anestesia: supongo que nacer debió de sentirse bastante parecido...