El leer este blog es perjudicial para la salud. Ley No. 43.744.

Impresiones matinales

Arrastro una vida sin sentido, a menudo caótica. El hecho de trabajar de manera independiente ha minado en mis hábitos todo atisbo de regularidad y disciplina, y, si bien hubo épocas en las que, conjugando obligaciones universitarias y laborales, supe levantarme todos los días religiosamente a las cinco de la mañana pese a acostarme pasada la medianoche, llevo ya un buen tiempo haciendo de mis noches un rosario de fatigas y rehuyendo luego, instintivamente, los trinos con los que las aves saludan a la aurora. Sin embargo, acontece de cuando en cuando que algún requerimiento laboral me obliga a obrar como el resto de los mortales y a, haciendo forzoso caso de las molestas reconvenciones de un ceñudo despertador que, cruzado de brazos, me insta a depedirme para siempre de cualquier horror o maravilla que mis sueños me estuviesen mostrando, abandonar, no sin renuente pesar, los envolventes señuelos de mi solitario lecho para abrir mi persiana a los salutíferos rayos del alba. Tal lo que, hace apenas unas horas, condujo a las potencias de mi mente a transitar, mientras se sacudían entre bostezos las pegajosas telarañas de la somnolencia, por derroteros que habré de exponer a continuación.


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La fragancia ignorada

Muchas han sido ya las ocasiones en las que he discutido, con mis conocidos y con cualquier individuo que a ello se prestara, sobre la existencia tangible de un fenómeno que sólo yo parezco percibir: me refiero al olor de la mañana. Las muchedumbres no dan muestras de ser capaces de advertirlo, pero la mañana tiene un aroma, un olor que le es particular y que a lo largo de toda mi vida he sido incapaz de adscribir a una procedencia determinada. No sé a qué obedece ni de dónde proviene, pero la madrugada tiene una fragancia que se hace patente en las calles, en los campos y en cualquier lugar por sobre el cual Helios conduzca su carro.

Quizás sea el olor de la vida que despierta; quizás sea el olor del sol sobre un suelo helado y entumecido por el frío de la noche; quizás sea el olor de los sueños que parten, monstruos, doncellas, príncipes azules, caídas, vuelos y números de quiniela que escapan como un vapor por las ventanas, mientras una a una se van abriendo, y que, una vez en la calle, se volatilizan como una niebla vagarosa hacia lo alto, disipándose con un grito desgarrado. O quizás sea el olor de las fábricas que comienzan a producir sus manufacturas y artículos pensados para el bienestar del hombre, pero esta hipótesis realista me entristece un poco.

Nadie sabe a ciencia cierta qué es ese olor, pero, peor aún que eso, nadie sabe ni siquiera que tal olor existe, y los más cínicos y aviesos semblantes me han asegurado una y otra vez que la fragancia matinal sobre la que a menudo diserto no es más que una quimera nacida del infatigable aleteo de mi siempre soñadora e inmadura imaginación. Y quizás tengan razón, quizás se trate de un olor subjetivo que proviene de mis legañas y de mi rostro mojado y de mi vigor menguado que va cobrando fuerzas de a poco, pero, dado que si me levanto al mediodía ni el más mínimo rastro de ese olor puede ser percibido por el intrincado método científico experimental de mis fosas nasales, siempre me será lícito preferir creer que en realidad se trata de un aroma que no cualquier olfato puede percibir, sino sólo aquellos dotados de cierta sensibilidad poética y de cierta delicadeza sensorial.

Vosotros, poetas nocturnos que os ahogáis en vuestra soledosa isla de incomprensión, vosotros que estáis tan solos en el mundo que antes de suicidaros tenéis la previsión de comprar flores para adornar vuestros propios sepulcros, decidme que esta fragancia que las brumas de la aurora derraman por las calles y los campos es real, decidme que existe, decidme que no estoy loco... o al menos, no tanto como se dice que estoy.


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Los colectivos, ataúdes de la solidaridad

El transporte público es, por antonomasia, el terreno ideal para el estudio de la condición moral del hombre. No me refiero a las peleas entre conductores apurados y pasajeros molestos, o a las ancianas, embarazadas y mujeres que en vano esperan una espectral aparición del repudiado fantasma de la caballerosidad, que no abandona mucho su sepulcro tras ser lapidado y asesinado con saña por el feminismo y la igualdad de géneros, sino al pasmoso hecho de los individuos que cambian precipitadamente de asiento (a menudo hasta dejando entrever, en sus conductas, consternantes señales de desesperado alivio) en cuanto se desocupa algún trono del egoísmo encarnado en las butacas individuales del lado izquierdo.

En aras de la brevedad, digámoslo con crudeza y sin más preámbulos: quien así obra, no está cambiando de asiento, sino manifestando rechazo hacia un alma. Muchas veces me ha tocado viajar al lado de sujetos poco afectos al aseo personal, o de niños inquietos que intentaban vanamente llamar la atención de madres ausentes y permisivas que iban enfrascadas en sus impostergables desarrollos existenciales a través del celular, o de fatigados obreros que, ocho segundos después de cada salto que los despertaba, dejaban caer nuevamente su cabeza hacia el compañero de viaje mientras el paulatino adormecimiento ganaba sus sentidos: nunca me permití cambiar de asiento y herir así, por medio del abandono físico, sus dignas almas.

Mas no es raro que hombres y mujeres de todo tipo, sobre todo si van sentados al lado mío, que no soy ni sucio, ni inquieto, ni de dormirme en medios de transporte, repentinamente se levanten de mi lado, como si yo llevara la peste, para correr presurosos hacia cualquier butaca aún caliente que se ofrezca de manera súbita ante sus ojos, dejándome lleno de dudas metafísicas sobre si será o no posible que exista una identidad espiritual entre los individuos que conforman como fenómenos espacio-temporales la representación de una misma vida que a todos nos unifica. Tras ver a alguna mujer que deja a un anciano para ir a sentarse sola en el cubículo de egoísmo aislacionista de un ascéptico asiento individual en el que, sin embargo, antes que ella estuvo sentado otro anciano, arduo me resulta concebir que aún haya hombres capaces de dar crédito a los devaneos de Rousseau sobre el buen salvaje, fabuloso ser de la mitología moderna, o de creer que los ideales comunistas son doctrinas factibles de ser aplicadas alguna vez con éxito y sin muerte y opresión en el mundo de los hombres.

Como sea, una sola cosa quiero agregar para terminar esta crónica de mediodía, tras una mañana en la que literalicé casi todo lo que vi para olvidarlo ahora que deseo escribirlo: almas urbanas que conocéis demasiado bien el acerbo sabor de las amargas raíces del rechazo, vosotras que habéis sido abandonadas más de una vez por vuestros circunstanciales compañeros de asiento, ya sea en la sección doble, en el cubículo de sendos pares de asientos bifrontes, o en la entre triple y quíntuple platea del fondo, desde la que amo observar el melancólico espectáculo de la indiferencia y el desamor humanos que en el resto del colectivo se ofrece a mi contristada visión: tened por seguro que jamáis seréis abandonadas por mí, que os dejaré descansar la fatiga de vuestras testas dobladas sobre mi hombro, que entretendré la soledad de vuestros hijos faltos de contención materna y de atención... y que ni la más tímida protesta dejaré escapar de mis apretados labios en cuanto, tras todos mis servicios, os levantéis con aire superado de mi lado para ir a sentaros solos, adelante de todo, con el burlón símbolo del rechazo grabado en caracteres ígneos sobre vuestras nucas silenciosas.

Objeto de fobia ajena

Durante años padecí fobia social, hasta que comprendí que en realidad era la sociedad la que tenía fobia de mí. La fobia social se diagnostica en individuos que, entre otras cosas, se sienten observados en toda acción, que tienen vergüenza al pagar preservativos y/o golosinas delante de una larguísima cola de personas serias y respetables en el autoservicio chino, que no soportan la dura prueba de tener que reunirse con la familia durante las fiestas, que tardan mucho en concentrarse para orinar en concurridos baños públicos, árboles o persianas de negocios cerrados, que manifiestan serias dificultades para llevarse bien con las personas aunque les resulte muy sencillo pelearse con todo el mundo, y que sienten pavor a tener uso de la palabra frente a un enorme auditorio, a hacer enojosos reclamos por teléfono o a encontrarse imprevistamente con algún conocido por la calle; la fobia de mí, en cambio, se diagnostica en empleadores que muestran una increíble renuencia a echarme del trabajo o a retarme cuando llego sistemáticamente tarde, en individuos que dejan siempre vacío el asiento del colectivo contiguo al mío aunque deban resignarse a viajar parados para ello, en conocidos que me eliminan del chat porque ante mí se sienten obligados a escribir bien y porque saben terminantemente prohibido el empleo de caritas, en vecinos que se entregan a las mil y un piruetas dilatorias y a las más arriesgadas y vertiginosas acciones para evitar compartir el ascensor conmigo, en interminables cadenas de psicólogos que me van derivando de unos a otros sin jamás querer hacerse cargo de semejante monstruo, en cajeras que justo se abocan a otros menesteres y dejan de atender cuando advierten que me toca a mí, y en otros millares de situaciones que se haría excesivamente largo y anodino enumerar con tan innecesaria prolijidad.

Comprendiendo que la egofobia, o fobia de mí, causaba estragos en la sociedad y, por ende, en mi propia vida, quise volverme más light y de fácil consumo a fin de que los vástagos de la fóbica estirpe humana fuesen venciendo de a poco el irracional miedo que me tenían; decidí, por consiguiente, adoptar alguna fobia también yo, para que me pudiesen considerar, finalmente, un semejante. Por supuesto, eterno enemigo de los best-sellers, no quería una fobia demasiado popular, por lo cual la claustrofobia, la agorafobia, la aracnofobia, la homofobia, la heterofobia, la fobia a elaborar pensamientos y juicios propios, y la jactanciosa fobia a tener fobias, entre muchas otras, quedaban descartadas de plano.

Empecé a monitorear mi vida con detenimiento, tratando de detectar la raíz última de mis grandes temores a efectos de poder ostentar ante la humanidad una fobia propia que me hiciese, aunque no tanto, igual a todos, pero ninguno de los miedos existenciales que me corroían desde pequeño lograba entrar en la categoría de trastorno netamente fóbico: miedo a desarrollar un tic nervioso, miedo a ser feliz, miedo a tener un hijo. Carcomido por tan desalentador panorama, salí cierto día de mi casa a fin de caminar por las calles de la ciudad y meditar un rato sobre el complicado asunto, y fue entonces cuando comprendí cuál había sido siempre mi fobia número uno, desconocida entre los hombres y entre los más eximios psicólogos, pero lacerante como pocas: la irracional pero irrefrenable fobia a dar la vuelta en la calle y regresar sobre los propios pasos... la anastrofobia.


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La anastrofobia, o fobia a pegar la vuelta

Descripción de la fobia: Un individuo abandona su hogar a fin de dirigirse quién sabe a dónde; tras caminar media cuadra, advierte súbitamente que se ha dejado, sobre la repisa, las monedas para el colectivo. El retorno a su casa, a fin de buscar el objeto olvidado, se le hace forzoso, y ahí, en ese momento, terrible y desoladora como la muerte, hace infernal acto de presencia la negra sombra de la anastrofobia: el individuo no puede dar la vuelta. Teme que los transeúntes se den cuenta de que es un idiota que olvidó las monedas en su repisa, y, por consiguiente, en vez de girar y volver sobre sus pasos sigue adelante, da una intrincadísima vuelta manzana, y regresa así a su hogar, de manera incógnita, por el lado opuesto. Esto le parece lógico. Aun cuando la calle se encuentre desierta, el individuo no puede, simplemente no puede dejar tan en evidencia que es un sujeto poco despierto, no puede dejar la impresión de que es alguien que no sabe hacia dónde va, de modo que comete una estupidez aún mayor para escapar con elegancia de la embarazosa situación.

Los psicólogos, a los cuales no me acerco porque sé que podrían ganar un renombre increíble dentro de su comunidad si escribiesen un libro sobre mi caso, cuentan a partir de ahora, gracias a esta fobia descubierta por mí y que merece llevar mi nombre, con un enorme caudal de material novedoso para el análisis y el estudio que de seguro dará que hablar dentro de los cenáculos de su acotado mundillo científico.

Cada vez que tuve una fobia, la vi como un desafío que debía superar: así fue como vencí mi fobia social, mi fobia a ser objeto de fobias y mi fobia a ponerme de novio, entre tantas otras. La fobia a volver sobre mis pasos no podía ser la excepción, de modo que, cierta tarde de agosto en la que salí de mi guarida y descubrí que había olvidado una pertenencia crucial en ella, junté todas mis fuerzas, hice acopio de toda mi presencia de ánimo, y di media vuelta. Efectué unos pasos hacia mi hogar, pero las manos me comenzaron a sudar, se me hizo un nudo en la garganta, se me resecó la boca, y el vértigo hizo presa en mí; vencido, sin poder dar un paso más en dirección al punto de partida, decidí dar otra media vuelta y seguir en la dirección original, pero, odiosa paradoja, tal acción había quedado inhabilitada para mí tras los pasos que había dado hacia mi casa, de suerte tal que me averié, ahí, en medio de la acera, comprendiendo que las dos direcciones eran ya un regreso y me estaban idénticamente vedadas. Y allí permanezco desde entonces, anclado en esa calle, con mis miembros entumecidos y atenazados, recorridos por una sudoración febril, sin poder caminar para lado alguno, una triste víctima más de la inclemente fobia a dar un súbito y brusco cambio de destino a nuestros confundidos y contradictorios pasos. ¡Ay: si tan sólo esta extraña fobia estuviese circunscripta a la calle, y no se verificara también en la delicada trascendencia de nuestras decisiones existenciales...!

Peripecias laborales II

A long time ago in a galaxy far, far away... En fin, es hora de que resuelva de una buena vez la espantosa séptima disminuida con la que puse fin a mi entrada anterior, consciente de lo muy necesarias que mis crónicas pueden resultar para todos aquellos que, en vísperas de un test psicotécnico, arden de ansias por terminar de conocer cabalmente a qué otro tipo de vejámenes somos sometidos los indefensos cobayos que buscamos fatigosamente, en pos de no se sabe qué zanahoria, un empleo a través de estos graníticos laberintos urbanos que nos ignoran y desprecian, a nosotros los que no sonreímos, a nosotros los que jamás podríamos protagonizar una propaganda de cereales o de cualquier otro producto dirigido a familias perfectas cuya belleza no alcanza a ocultar del todo su cristalina estupidez, a nosotros los que, expulsados de todas partes, maldecimos en soledad y nos ganamos de ese modo también, de paso, la expulsión del Cielo y hasta de los cementerios, que jamás tendrán la bondad de recibir gratis nuestros restos mortuorios.


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Capítulo IV - Aquí no queremos chicos demasiado listos

La siguiente tarea que se me encomendó, habiendo ya dejado detrás a la hidra de Lerna y al león de Nemea, fue la del consabido test de coeficiente intelectual. Y aquí, debo reconocerlo, cometí, llevado de un orgullo luciferino, el peor de mis errores: contesté bien, según pude comprobar más tarde, los sesenta recuadros. En pocas palabras, alcancé el puntaje ideal del test, lo cual significa que no alcancé ni de lejos el puntaje ideal de coeficiente: sólo habría logrado esto último si hubiese reparado a tiempo en la necesidad de responder mal, a propósito, al menos diez o doce preguntas. Porque, claro está, ¿qué jefe podría mirar con buenos ojos la peligrosa idea de contar con un chico demasiado listo en su plantilla de esclavos?

Se lo comunico hoy a toda la humanidad, y espero que mi enseñanza sea atesorada por los vástagos de la raza humana hasta el fin de los tiempos: es imprescindible ostentar una alta cuota de estupidez para ser aceptado incondicionalmente por el prójimo. El jefe necesita empleados estúpidos, que no le puedan serruchar el piso, y el empleado necesita jefes estúpidos, a los que pueda burlar con facilidad. Todo hombre necesita, a su lado, de alguien más estúpido que él. Y les aseguro que yo me aboqué durante años a alcanzar el poderoso elixir de la estupidez a fin de que la sociedad alguna vez me aceptase; hice todas las estupideces habidas y por haber, pasé horas y horas, durante mi infancia, frente a la piedra filosofal de la estupidez, la televisión, fui luego artífice de estupideces nunca vistas, geniales, inconcebibles, inauditas, que causaron asombro en los cinco continentes, pero nada fue suficiente: el mundo siguió, y sigue, mirándome con recelo. Algo en mí les hace sospechar que mi estupidez es impostada; pero juro que hay honestidad en ella, juro que un porcentaje altísimo de mis estupideces puede hacer gala de un origen indiscutiblemente espontáneo.

Hacer demasiado bien un test de coeficiente intelectual que debía hacer mal, eso fue una soberana estupidez; y les aseguro que fue estupidez ingénita, no planificada.


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Capítulo V - La mancha es Bambi, la mancha de sangre es Bambi

Como persona previsora que soy, había concurrido al psicotécnico perfectamente preparado y cargado de pertrechos, sin dejar nada librado al azar o sujeto a impredecibles improvisaciones: me hipnoticé para recordar que, si me mostraban manchas simétricas, no debía ver ni sangre, ni demonios, ni muertos. Pero el destino, una vez más, se mostró impiadoso conmigo. No fueron manchas, sino cuatro dibujos de hombres en diferentes situaciones los que la mujer expuso ante mi atónito raciocinio, pidiéndome que narrara, en cada caso, una historia relacionada con aquello que veía.

El primer cuadro, albricias, era un sujeto que parecía estar en medio de las brumas frente a un siniestro bosque. No siendo capaz de contener mis dotes de poeta y narrador, advertí demasiado tarde que mi lengua había comenzado a desnudar excesivamente la locura de mi alma, y, cuando me precipité a pisar el freno con desesperación, ya me había comido todos los árboles de la foresta del dibujo. El siguiente cuadro mostraba a un hombre solitario en lo alto de una tribuna en cuya parte inferior se apiñaba la hinchada de Morón o de Chacarita; tampoco pude evitar el error de hablar de mi enemistad con la estirpe humana y con las masas, a consecuencia de lo cual mi suerte parecía estar ya echada. Pero la tercer figura dio lugar a mi reivindicación: un hombre se paraba en la entrada de un concurrido coliseo, como dudando si entrar o no. Esta vez, avisado de la trampa, hablé de un empleado que se acopla fácilmente a sus compañeros de trabajo y que muestra grandes afinidades con todos sus prójimos, pintando, con los más vivos tonos de mi elocuencia, un enternecedor cuadro de hermandad universal y de amor. Mis chances parecían renacer. Pero entonces...

La cuarta escena era insulsa: se trataba de unos ancianos dialogando en cómodos sillones. No cometí error alguno ni dije nada en particular, pero la figura tenía una pequeña diferencia con todas las anteriores: color. Había una especie de círculo rojo brillante en la pared, y la psicóloga me preguntó qué era esa mancha. Al ser daltónico, tuve la suerte de verla verde en lugar de roja: sí, no mordí el anzuelo de la sangre. Pero, insensato de mí, tampoco quise rebajarme a la respuesta best-seller: una lámpara. No dudo de que todos los que consiguieron ese empleo en mi lugar dijeron, ya obedeciendo a sus limitaciones o agachando resignadamente la cabeza, esa mágica palabra. Pero yo, poseído por no se sabe qué infausto demonio de la locura, noté que mis labios, cobrando vida propia, se abrían para contestar, pese a todos mis desesperados esfuerzos en dirección contraria, la respuesta prohibida entre las respuestas prohibidas, una respuesta capaz de reducir a la estigmatizada mancha de sangre a la inofensividad de un jugo de naranja. "Esa mancha es algo sin sentido que le agregan ustedes los psicólogos a la imagen para, según nuestra respuesta, sacar alguna conclusión arbitraria."

Niños, no hagan esto en sus psicotécnicos. Que la visión de mis agonías bajo la negra mancha del desempleo crónico, corroyéndome eternamente como un incurable cáncer de bolsillo, los llene de horror y los mantenga firmes y derechitos en la buena senda de la sumisión, perenne diosa de los sabios.


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Capítulo VI - La venganza de los lunáticos

¿Hace falta verbalizar el desenlace de mi gesta épica en ese maldito laboratorio psicológico? El puesto me fue quitado de inmediato, si es que alguna vez pudo haber sido mío. Y debo decir que la humanidad hizo bien al privarme de él, obró con prudencia: no se los reprocho. Simplemente, me descubrieron a tiempo. Piedra libre para todos mis demonios. Mi estómago puede que lo lamente, pero mi arte se siente beneficiado. Cada caída es una nueva oportunidad, siquiera para conmover y sacudir las almas de los demás diciendo "Ay" de manera un tanto poética o musical.

Pero no por ello habré de perdonar a los psicólogos y a sus ridículos tests, y mucho menos a una sociedad que permite ese tipo de despropósitos. ¿Acaso puede haber peor discriminación que la de ser juzgados por nuestra personalidad, por aquello que realmente somos? Si me discriminasen por atributos superficiales como la gordura, el color de piel, el nivel cultural alcanzado, la orientación sexual, la procedencia, la religión, no me importaría tanto, pues pertenecería a alguna minoría en la cual hallaría algo de consuelo. Pero al discriminar a los futuros empleados por su personalidad, la cual está configurada por una biografía que es de punta a punta irrepetible, al discriminarnos por algo que nos aisla de todos y que nos encuentra siempre solos, ¿qué puedo hacer para soportar el negro estigma que aparentemente me deja al margen de todo? ¿Acaso puedo cambiar mi pasado, tener una infancia menos violenta, abolir la muerte de mi madre, recuperar las oportunidades perdidas, capturar el recuerdo de siquiera una persona dándome aliento en mi camino siempre solitario? Estoy condenado a ser, hasta mi muerte, alguien incapaz de superar jamás un test psicotécnico: necesitaría nacer de nuevo para ver si, siendo alguien con un poco más de suerte, puedo pasarlo.

Y es por eso que ya estoy diagramando lo que será mi futura empresa, en la que sólo daré empleo a los dementes y a los locos, a los que hagan los dibujos más desencajados e imperdonables, a los que en todas las manchas detecten sangre, diablos, desengaños, fragancias, voces, lechuzas y espermatozoides con alas de murciélago, a los que ostenten sin pudor los más ricos e inverosímiles intelectos y que narren las historias más profundas y desgarradoras, pero siempre cuidando de entrevistar también a los sanos, a los genéricos, a los normales y a los corderos para rechazar sus unidimensionales almas, para menospreciar la idoneidad de sus insulsos pasados, y para crear de ese modo el caldo de cultivo ideal para que se produzca una gloriosa revolución social contra los tests psicológicos, contra el impune manoseo de nuestros espíritus y de todo lo bello y horrendo que habita en las más recónditas umbrías de nuestro mundo interno.

Porque el alma del hombre atormentado es algo que no permito que se atreva a juzgar ni siquiera ese poderoso Dios que, apoltronado en su cómoda butaca de oro y esmeraldas, jamás extravió en los lóbregos anfiteatros del vacío y del dolor la vacilante e indecisa sombra de sus pasos.

Peripecias laborales I

Doy aquí mismo comienzo a lo que será una extensa saga épica que nada tendrá que envidiarle a tetralogías wagnerianas o aclamadas trilogías cinematográficas, y ante cuya interminable concatenación de increíbles portentos y trágicos sucesos Odiseo se habría considerado un tipo con suerte. Drama, acción, suspenso, aventura, esperanza, desengaño, erotismo, horror, epopeya, romance, psicodelia, animé, todo combinado en la simple descripción de mis inconcebibles búsquedas laborales, historial que ostenta con orgullo una efectividad cercana al cien por ciento en su indeclinable conquista de estrepitosos fracasos. Ante una seguidilla tan perfecta de invictos absolutos, de invariables derrotas sin atenuantes, decidí hace unos años apersonarme en las oficinas del viejo Guinness para exponerle mi caso y ganarme un lugar en las páginas de su célebre libro, y, si bien el anciano reconoció que el récord de desempleo era mío, quedó en que iba a llamarme y nunca más supe nada de él.

Por lo tanto, tomad asiento, humanos que os disponéis a asistir a eventos que modificarán para siempre vuestro modo de concebir la vida, y que obrarán sin duda como una bisagra en vuestras sacudidas biografías, pero es mi deber advertiros que, contrariando toda la jurisprudencia en lo tocante a la narración de gestas épicas, daré inicio a mi obra, que irá completándose de manera fragmentaria con el tiempo, empezando por el final y hablando, pues, de mi última búsqueda de trabajo, cuya imponderable riqueza reclama, de manera imperiosa, una división novelada en capítulos que se prometen tan contundentes como categóricamente inspiradores.


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Capítulo I - El error capital

Cuando uno ha aprendido a sobrevivir por medio de rebusques que van variando de lo meramente delictual a lo decididamente imperdonable, se promete un día que ya no buscará trabajos burgueses ni soñará con una vida normal. Pero no bien un incomprensible e imprevisto llamado telefónico invitándonos a una sorpresiva entrevista se cruza en nuestro pedregoso camino, nuestra resolución flaquea y allá vamos, vestidos de cinismo para tratar de ocultarnos que muy en el fondo tenemos todavía un maldito jirón de esperanza.

Me presenté en tiempo y lugar para cumplir con el ritual de rechazo, y para que los psicólogos que describieron el síndrome de Estocolmo puedan continuar su noble trabajo, esta vez poniendo la lupa sobre aquellos individuos que, aun con mil portazos en sus narices, siguen concurriendo con presurosos pasos a los calabozos y salas de torturas de sádicos empleadores y sanguinarios jefes de personal. Se trataba de una prestigiosísima editorial que necesitaba un diseñador, corrector, redactor, etceterador, y entre cuyos impecables recintos de moderna formalidad mi presencia siniestra resultaba un tanto desubicada. Contra todos los pronósticos, salvé con éxito la primer entrevista, y se me tomó una prueba en la que no tuve mucha suerte. Pero mi funcionalidad múltiple no ameritaba ser rechazada tan a la ligera, de suerte que al poco tiempo se me convocó para una nueva prueba en la que, modestamente, la descosí.

Así las cosas, obtuve el empleo, se me dijo cuál sería mi remuneración y cuándo empezaría a trabajar, pero quedaba apenas una mera formalidad con la que debía cumplir para concretar mi ingreso: sí, el ya legendario test psicotécnico, moderno monstruo mitológico con rostro de mujer, cuerpo de humillación y cola de rechazo. Error capital: debí, avisando que estaba demasiado tocado como para salir airoso de la prueba, dar las gracias y despedirme, pero, niño pretencioso, preferí caer en el campo de batalla, luchando hasta el último segundo contra la temible quimera. De modo que no dije nada y, a los pocos días, monté en Rocinante y partí, lanza en ristre, hacia el departamento de la psicóloga que, como una esfinge armada con mil adivinanzas, me sometería a los bestiales escrutinios de su test.


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Capítulo II - Preludios psicocríticos

Sabiendo que, por mucho que intentase disfrazarme, la psicóloga percibiría con facilidad, en mis rasgos, la ferocidad lupina que me caracteriza, opté por no malgastarme en ir vestido de corderoy, aunque tampoco consideré conveniente lucir un atuendo de pibe chorro. Me presenté ante la mujer, finalmente, ataviado lo menos guerrillero que pude, pero, pese a ello, la asusté apenas me le aparecí con mi habitual aire mefistofélico: eso se notó de inmediato en la debilidad y poca firmeza con la que me recibió, apenas sobreponiéndose a una sorpresa y confusión que no logró disimular ante mi terrible mirada. Porque sí, yo la estaba psicoanalizando a ella: esa sería mi venganza previa, aunque no pudiese igualarla en el hecho de tener acceso a sus dibujos y respuestas para destruirla más.

Tratábase de una simple madre de familia, que evidentemente se había banqueteado todos los versos de Freud y que, gracias a un cerebro poco dado a cuestionarse las cosas, había alcanzado una superficial felicidad en su prolijo departamento de Palermo, una felicidad que debía de pesarle lo suficiente como para que le fuese necesario evacuar sus culpas burguesas votando invariablemente a la izquierda. No digo que esto último esté mal, sólo lo señalo porque ella, con todo su blablablerío de tolerancia y su utópico mundo de reivindicaciones teóricas en las nubes, tembló de prejuicios al verme a mí, a mí, una simple víctima del sistema, si no del sistema económico al menos del afectivo. Pero yo no me quejo por la discriminación: para mí es un honor que esta sociedad me discrimine.

Como sea, carecen por completo de interés las primeras etapas del test: dibujar cuadrados, líneas, espirales, silogismos, misterios, vacilaciones. No hay que ser un genio para deducir que, si un pibe te dibuja un cuadrado que se sale de la hoja y va a parar a la mitad del escritorio, no está en condiciones de laburar en ningún lado. Yo tendría que haber hecho eso, pero a veces soy tímido: ¿con qué cara mirás a la mina después de rayarle su mesa de trabajo? Hay proezas que, lo admito, están fuera de mi alcance.


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Capítulo III - No, así no, flaco, dibujale paraguas

Entonces llegó el clásico, ochentoso, conmovedor, evocador de tantos recuerdos, catalizador de atávicas emociones que nos sacuden por dentro y nos hacen preguntarnos una vez más la razón del cosmos. Sí, había que soltar las riendas de la imaginación y bosquejar los imborrables trazos de un tipo bajo la lluvia. Mucho se ha hablado ya sobre esta dramática instancia, esta terrible prueba que la eterna Providencia le pone en el camino a los hombres para decidir su destino, pero es mi deber deciros que la ciencia última sobre tan consternante y polémica cuestión es que no hay ciencia alguna, así como tampoco Providencia. Los psicólogos se inventaron varios manuales contradictorios entre sí y depende del manual que use el psicólogo de turno para que, de un mismo dibujo, se infiera una consecuencia o la diametralmente inversa. Si el personaje mira a la izquierda, significa que uno tiene complejo de Edipo no resuelto; si, en cambio, mira hacia la derecha, significa que uno el complejo de Edipo todavía no lo resolvió; y si a esas dos posibilidades se añade que, como yo, se carece de madre desde hace siglos, las cosas se pueden empezar a poner feas.

No bien uno empieza a deslizar el lápiz sobre el papel, comprende con ruda certeza que Leonardo, Miguel Ángel, Delacroix, Friedrich, Böcklin, Dalí, y miles de genios por el estilo, jamás habrían podido conseguir un trabajo en nuestro mundo moderno. La pintura de Childe Hassam que ilustra esta entrada refleja claramente que el artista era obsesivo-compulsivo, inseguro, con una gran dependencia de la figura materna y un evidente trastorno esquizotípico; o tal vez refleja exactamente todo lo contrario, quién sabe. Lo cierto es que la consigna "hombre bajo la lluvia" ya nos impide, de por sí, dibujar una nube con una escalera apoyada en su parte inferior y el hombre subido a ella, burlando la tormenta; no queda, empero, abolida la opción de cubrir el papel de negro con el lápiz y asegurar, luego, que hay allí un hombre bajo la lluvia sólo que no se ve porque es de noche y la tempestad es muy oscura; en cuanto a dibujar una lluvia de serpientes y sapos es una salida que considero un tanto arriesgada, si bien no descarto la idea de dibujarse uno mismo tomando a la psicóloga de la mano, ambos bajo una lluvia de arroz frente al registro civil. En ninguno de estos casos se obtiene el empleo, pero, dado que haciendo el dibujo bien tampoco se alcanza esa meta, al menos obtenemos una hazaña digna de formar parte de nuestro salvaje anecdotario personal.

Hace unos días entré a un portal de subastas artísticas en internet; por medio de él vine a enterarme de un afamado coleccionista parisino que, aun en medio de la preocupante crisis que sacude al viejo continente, acababa de desembolsar cien mil euros por un boceto inacabado de un desconocido artista argentino. El nombre de la afortunada vendedora coincidía con el de esta psicóloga que me realizó el test, y cuál no sería mi indignación al descubrir que la obra subastada por tan importante suma no había sido otra que mi humilde Hombre bajo la lluvia, lápiz, 210 x 297 mm, circa 2009.

(No se pierda los capítulos restantes de este enojoso psicotécnico y sus inquietantes revelaciones. Continuará.)

De pulpos y cornetas

Gracias a Diego, acaba de finalizar para el humano una nueva edición del siempre fatigoso mundial de fútbol, dejando esta vez, como anécdota ineludible, la no tan impredecible coronación de España. Fácilmente se desprenderá en la mente del lector, a partir de la línea precedente, mi escaso interés en las lides deportivas, particularmente en lo tocante a esa pasión de multitudes, multitudes que podrían consagrar sus pasiones a mejores empresas, conocida como balompié. No siempre fue así: de niño, yo también vibraba de emoción ante cada encuentro mundialístico o frente a cada difícil parada que el caprichoso fixture deparase a los heroicos planteles de Independiente y Deportivo Riestra (me hice de Riestra durante cierta tarde de otoño en la que descubrí que se trataba del último equipo de la D, lo cual viene a probar que yo ya era un romántico desde muy pequeño, siempre pronto a simpatizar con los más débiles y con los caídos, así como con los más odiados y despreciados por la moral dominante). Pero tal cuadro de situación no iba a durar para siempre: llega un momento, tras diez años de seguir con atención las apasionantes vicisitudes de los sucesivos campeonatos, en el que uno comienza a advertir, con un asombro que no tarda demasiado en devenir preocupación, que, por más que los resultados de los partidos cambien, por más que los campeones sean distintos, por más que los jugadores muten de camiseta y las camisetas muten de jugadores, los comentarios de los partidos, las declaraciones de los protagonistas, las cargadas de los hinchas y los titulares de los diarios son siempre los mismos, año tras año, interminablemente, por los siglos de los siglos, ad maiorem Diegum gloriam.

¿Qué pasión puede sobrevivir a semejante monotonía? No la mía, al menos. De modo que, durante mi adolescencia, a la enésima vez en la que un jugador manifestó que los clásicos son un partido aparte, a la enésima vez en la que un equipo que perdió contra Platense "se atragantó con calamares", a la enésima vez en la que las monocromáticas ilusiones de los hinchas de diecinueve equipos se renovaron para sucumbir a los pocos meses ante la crudeza de los hechos consumados, comprendí que el fútbol ya no tenía mucho más para ofrecerme, y, perdidos ya todo el encanto y la magia de lesiones y córners, me aboqué por completo al arte, donde todo creador es distinto a los demás, donde a veces vale más un fracaso que un éxito, donde muchos grandes son galardonados sólo con la pobreza para morir sin conocer el triunfo, y donde, por lo general, se ven convocadas individualidades bastante más interesantes y complejas que aquellas que asumen como profesión la del periodismo deportivo.

Habiendo, pues, aclarado que los mundiales pasan ante mí como sucesos peregrinos y ajenos antes que como instancias movilizadoras, quiero dejar establecido una vez más, por si aún hiciera falta, que esta edición sudafricana de la copa del mundo ha dejado, como únicos hechos destacados y memorables ante los ojos del universo, por un lado, la definitiva consagración oracular del pulpo dotado del don de la profecía, y, por el otro, el encumbramiento final de ese sonoro instrumento de melancólico aliento al que una nueva moda periodística, estúpida como todas las anteriores, ha dado en inmortalizar con el ya imprescindible nombre de "vuvuzela". A estos dos sensacionales sucesos, dignos de la atención del artista, dedico a continuación sendos ensayos, más insidiosos que positivamente edificantes.

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El pulpo a quien Aschira y Horangel envidiaron

Mucho se ha hablado y poco se ha dicho sobre este infalible Anfiarao de los mares. Molusco cefalópodo provisto de un envidiable palacio de ventosas, este hijo de las profundidades oceánicas saltó a la fama mundial tras dar acabadas muestras de su asombrosa capacidad para vaticinar, con suficientemente documentada precisión, los resultados de todos los encuentros sometidos a su laudo, generando de ese modo el estupor en una azorada humanidad que, abrumada por el peso de la evidencia, aún tiembla ante la certeza de que en esta criatura invertebrada, que no necesita consultar los astros para hacer sus predicciones, opera una inteligencia divina. Tal vez el pulpo, como yo, vio fútbol por diez años y adquirió de ese modo el desinterés propio de quien ya conoce de antemano los desteñidos eventos que no dejarán de sorprender, pese a su predecible opacidad, hasta a los más aventurados cálculos de la poco avispada comunidad futbolera, pero prefiero inclinarme, y ruego que el lector lo haga conmigo, ante la suposición de que Apolo concedió las virtudes adivinatorias al monstruo marino como pago por algún servicio prestado en un obliterado pasado que ya nadie recuerda, si bien tampoco me parece inverosímil la idea de que se trate del mismo Proteo, que, acaso como consecuencia indeseada de algún funesto suceso, quedó atrapado en la forma de un pulpo habiendo perdido para siempre la capacidad de metamorfosearse a voluntad.

Sea como fuere, la premisa de la existencia de tan notable animal, nuevo santo patrono y musa inspiradora de los jugadores compulsivos de prode, conduce a una conclusión insoslayable: este pulpo está matando al fútbol. ¿Qué equipo puede ahora salir al campo de juego con mentalidad ganadora si el pulpo le vaticina en contra? Es posible que a Holanda y Uruguay, las naciones que perdieron los partidos decisivos, les hayan pesado más los pronósticos del primo de los calamares que el dramatismo de las difíciles instancias que los tuvieron como protagonistas. De ese modo, asumiendo el carácter de profecías auto-cumplidas, los vaticinios de este Tiresias con tentáculos obran como condicionantes en las mentes y el estado anímico de los planteles, que no pueden ya revertir, como tampoco lo pudieron los padres de Edipo, los irrevocables decretos del destino, de quien el pulpo es meramente, al parecer, un involuntario heraldo.

Quizás ahorraríamos tiempo e innecesarias emociones si el próximo mundial se disputase, en el transcurso de un sólo día, dentro de los confines de un acuario, pues ¿qué sentido tiene sacar a los equipos a la cancha una vez que el pulpo determinó quién resultará vencedor? Mas, en vistas de este futuro huero de pasiones y nervios, donde todo quedará librado a la pensativa mirada de una misteriosa figura octópoda que jugará a ser Dios en su pecera de vanidades, puede decirse que la muerte del fútbol se avecina, a no ser que medie antes la muerte o lapidación de esta temible Casandra oceánica. Poco me importa a mí este deporte, pero no puedo evitar adelantar una idea para salvar de su ocaso final a tan popular disciplina. Debe convencerse a las autoridades del acuario de que se desea conocer el futuro de la Argentina; de ese modo, se dispondrá ante el pulpo un vasto abanico de fotos de cada actor del arco político nacional: tras meditarlo unos instantes, el pulpo procederá a estrangularse a sí mismo con uno de sus tentáculos.

Sin querer extenderme en mayores apreciaciones sobre el futuro del fútbol profesional, parto hacia el oráculo del protegido de Poseidón a fin de consultarle por unos ominosos sueños que he tenido y que intuyo que sólo él, provisto de sus facultades clarividentes, podrá descifrar con acierto.

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El vuvuzelista de Hamelin

Hasta donde mi memoria es capaz de llegar, siempre manifestó la intrínseca sensibilidad de mi espíritu, mientras padecía en mi hogar los mundiales y otros eventos afines, una particular fobia hacia esas sonoras cornetas que, de tanto en tanto, se dejaban oír en la distancia elevando hacia un cielo indiferente, solitarias, todo su melancólico fervor. Jamás pude comprender qué podía llevar a alguien a adquirir ese extraño megáfono de equívocos alientos (por quién hinchan las cornetas fue, durante años, la pregunta del millón, digna de una novela de Hemingway), así como tampoco me fue dado concebir jamás cuál podía ser el estado mental o pensamiento concreto que precedía, de manera inmediata, a la aplicación del resoplido sobre la boquilla a fin de producir ese taciturno sonido aparentemente capaz de devolver el ánimo y los deseos de gloria a planteles que jugaban en la otra parte del mundo y de modificar así, con un sostenido soplido, resultados adversos.

Esquivo como siempre, el destino no me daba respuestas, y mi vida parecía ya condenada a la más estéril ignorancia sobre tan determinante asunto cuando llegaron en mi auxilio, enviados sin duda por algún dios bienhechor, enjambres enteros de periodistas deportivos que, habiendo descubierto el nombre de la corneta en su lugar de origen, temían se les quitasen sus licencias y renombres periodísticos si no incluían unas quince o veinte veces por crónica el vocablo "vuvuzela". De esta suerte, mientras me retorcía de envidia ante aquellos individuos dotados de la pasmosa capacidad de alcanzar la felicidad soplando una simple corneta, un nuevo horizonte se abría ante mí, ahora, ahora que sabía.

Intoxicado por negros textos y ocultos grimorios del más rancio capitalismo, me apresté, aprovechando la fiebre mundialista de las provincias, a desbaratar las peligrosas políticas humanitarias de los buenos gobiernos para, cambiando las necesarias alpargatas del pueblo por vuvuzelas celestes y blancas perniciosamente chauvinistas (aunque manufacturadas en China), seducir como el flautista de Hamelin a las enceguecidas masas y así conducirlas, a prístinos toques de corneta, hacia los perversos abismos de los tartáreos inframundos neoliberales. ¿Qué niño que contase con su rutilante cornetón mundialista podría jamás advertir que se encontraba descalzo o que su humilde plato carecía de pan, para algarabía de buitres capitalistas y de otras alimañas semejantes? Al poner el deporte y el negocio del fútbol al servicio de los más oscuros e inconfesables intereses, estaría haciendo algo nuevo que las naciones, azotadas por el flagelo de mi malicia, ya nunca podrían olvidar: un pueblo distraído por los sonajeros mundialistas y seducido por el canto de sirena de mi cautivante vuvuzela sería fácilmente despojado de sus bienes y derechos. El mundo conocería, de ese modo, el ejemplo de mi ira, y nadie podría jamás atinar a destruir el poderoso hechizo de los engañosos e infernales sones de mi caramillo albiceleste, despertando a las mareas humanas a tiempo mientras marchaban hacia su inminente colapso, o interrumpiendo el letal sonido de mi satánica corneta, ya que no el del agonizante clarín de Magnetto. El plan estaba listo para ser puesto en arrolladora marcha, y ya las primeras víctimas empezaban a danzar al compás de mi espantosa vuvuzela confeccionada con un siniestro hueso agujereado, cuando de pronto, abruptamente, la Argentina quedó eliminada del mundial. Archivadas las patrióticas cornetas nuevamente en sus fríos armarios, toda mi macabra estrategia de dominio y de conquista se vio barrida para siempre como por un viento de vuvuzela polar, de modo que mi vida debió volver, una vez más, a sus monótonos cauces habituales, a su viejo rosario de amarguras, a su cotidiano derrotero de derrotas sin orden y sin cuento, mientras mi caramillo entonaba un postrero y desgarrado canto de cisne bajo encapotados cielos de burla y de infinito desprecio.

Aunque el mundo lo ignore, la desconocida historia de este majestuoso instrumento de viento presenta un sinnúmero de modificaciones que condujeron, paulatinamente, a su actual y esplendoroso perfeccionamiento. Al advertirse que, como dije antes, la vuvuzela era un artefacto excesivamente aséptico, de aliento más bien imparcial, que no podía saberse nunca por cuál de los dos conjuntos hacía fuerza, confundiendo así al jugador que no atinaba a descifrar si esos inexpresivos clamores sonoros que bajaban desde las plateas se proponían arengarlo en su juego o favorecer al rival, se convocó a los más reconocidos luthieres de Sajonia para que desarrollasen dos tipos de vuvuzela, una afinada en re y otra afinada en la, estableciendo de antemano que la primera serviría a los fines de alentar al local mientras que la segunda haría lo propio con los cuadros visitantes. De ese modo, además, los mercaderes verían duplicadas sus ganancias, pues cada hincha necesitaría dos vuvuzelas a efectos de utilizar una u otra según la ocasión lo demandase. Hubo incluso quienes sugirieron la creación de una tercera vuvuzela, en fa sostenido, para que la tradicional fiesta del fútbol fuese saludada en los estadios por la alegre armonía de un acorde mayor. Pero ninguna de estas iniciativas prosperó, y los conjuntos antagónicos que miden sus fuerzas en el campo de juego siguen, por ahora, tan desorientados como siempre.

Séame lícito recordar, para poner fin a este misterio filosófico, que hace años causé un enorme revuelo y encendidas polémicas y disputas en el seno de los más renombrados conservatorios con mi célebre Concierto en si menor para vuvuzela, orquesta de cuerdas y bajo continuo, obra de carácter barroco, bastante influenciada por Tomaso Albinoni y Alessandro Scarlatti, que, pese a su poca ortodoxia y su nulo academicismo formal, más la cerrada defensa de los más aclamados y eximios vuvuzelistas del orbe, se ganó un nutrido grupo de detractores en virtud de las indisimulables limitaciones que, confiriendo a la obra una exasperante monotonía, presentaba la asaz pobre tesitura del instrumento concertista, por lo general restringida a un solo semitono.

Náufragos urbanos

Se habrá notado que, contrariando mi costumbre, esta vez he dejado, a un costado del blog, la dichosa sección de "Seguidores". ¿Por qué haría eso alguien que, en todos sus anteriores blogs, apenas si logró acceder al caprichoso milagro de contar con un solo seguidor extraviado? Porque, justamente, este blog pretende ser un canto de loa, una glorificación al consuetudinario fracaso de aquellos que no son aceptados o comprendidos por la sociedad, de modo que es menester que esa sección vacía, que denunciará a los ojos del mundo mi pertinaz carencia de lectores, permanezca allí, luciendo ante el estupor de una humanidad apiadada toda la grotesca miseria de su despojada realidad.

Pero sépase, ante todo, que no son los míos los únicos blogs del universo que carecen de lectores: sólo soy el primero que se atreve a revelarlo, con un orgullo que se asemeja más de lo debido a una histérica demencia. Y lo hago porque es hora de que alguien se glorie de ser esto que somos: náufragos urbanos, seres que, aun en medio de las urbes más populosas, permanecen como si estuviesen aislados más allá del mundo conocido en una isla desierta por cuyos brumosos bosques, bajo la noche tachonada de estrellas, el fantasma de la soledad deambula aullando.

¿Es que acaso no son nuestros blogs como mensajes arrojados al mar en botellas cibernéticas? Sí, y los lanzamos llenos de esperanza hacia las indiferentes aguas que nos circundan aún sabiendo que ese océano que nos envuelve descansa sobre una superficie plana que, a lomos de cuatro elefantes que se yerguen sobre el caparazón de una tortuga, sólo comunica, siguiendo cualquiera de los puntos cardinales conocidos por la razón humana, con unas abismales cataratas que se derraman demencial e interminablemente en el negro vacío de la nada.

Pero a no inquietarse por nuestra condición de náufragos, aun a pesar de lo muy doloroso que nos resulte advertir que no es una isla física la culpable de nuestra soledad, sino una isla intelectual de la que jamás podremos escapar, a no ser que el barco de la lobotomía rumbée algún día hacia las coordenadas de nuestras costas ignoradas: celebremos ser esto que nos ha tocado en desgracia, pues sólo las naturalezas más fuertes pueden resistir algo así. Construyamos, como Robinson Crusoes urbanos, un refugio en nuestras islas epirituales, y, ya sin miedo alguno al destino impiadoso, sigamos escribiendo como si nada blogs que nadie leerá salvo los pequeños dioses nocturnos de la desolación y la desesperanza; saquemos con orgullo perfiles de facebook que permanecerán por siempre sin amigos y cuyos cambios de estado ni la CIA se molestará en revisar; abramos cuentas de msn desprovistas de contactos e iniciemos religiosamente el programa todos los días como esperando que los muertos se comuniquen con nosotros a través de él. Sí: ¿qué puede importarnos la popularidad de los mediocres? Seamos lo que somos, y mantengámonos firmes para morir con honor.

Y ojo: no alimentemos a la psicología y a la terapia, que han descubierto en las nuevas tecnologías, mientras sus fauces dejan caer ingentes lianas salivales, la posibilidad de una nueva era de esplendor. Hace diez años hubiese resultado inaudita la idea de jóvenes que, en lugar de deprimirse por la muerte de una madre o la separación de sus progenitores, lo hiciesen al advertir su escaso nivel de aceptación en las redes sociales del universo virtual. Niños a los que nadie habla por msn mientras, a su lado, su compañero de cyber se castiga con ocho ventanas de chat abiertas a la vez; púberes que jamás resultaron etiquetados en una foto de facebook y cuyas ideas jamás fueron megusteadas ni por sus parientes más cercanos; filósofos y artistas de primer orden cuyas obras aguardan eternamente en silencio bajo las torrenciales lluvias del desdén y la indiferencia mientras los más vulgares portales sobre política y chatura creados por toscas pero combativas nulidades se saturan de visitas multitudinarias; vidas destrozadas que, pululando sin rumbo como almas en pena por el gélido cyber-espacio, no encuentran, en lugar alguno, una sepultura abierta dentro de la cual echarse a descansar por un rato: todos vosotros sois de mi gremio, y, aunque aún no contemos con personería jurídica ni reconocimiento sindical alguno, siempre podréis acudir a mí en casos extremos.

Pero no creáis que por decir esto me considero mejor o más fuerte que vosotros: por el contrario, deberíais meditar a fondo la extraña fábula que os lego a continuación.


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La zorra, las uvas y el esqueleto

Hubo una vez cierta zorra que, tras ver que los humanos que la rodeaban vivían embriagándose con dulces vinos elogiados por todos, se dejó tentar por un racimo de uvas que colgaba en lo alto de una parra. Por muchos esfuerzos que puso en ello, imposible le resultó alcanzarlo, de modo que se alejó de él manifestando no ya que ese racimo estaba verde, sino incluso que la uva era una fruta que, cosa tal vez cierta, no le gustaba en absoluto. Siguió caminando un largo trecho, aún viendo los colegios, las familias, la sociedad entera disfrutando de ese vino siempre alabado, hasta que se topó con un extraño esqueleto que, provisto de un gancho, estaba destrozando con inconcebible furia centenares de damajuanas. Admirada por ese nuevo ídolo que despreciaba tanto el vino y que odiaba a la uva como si de su peor enemigo se tratase, no tardó la zorra en ansiar volverse su discípula y en seguir a todas partes sus pasos. Mas, al advertirlo, el esqueleto la enfrentó y en un lenguaje espantoso le dijo: «No realizo estas heroicas y extremas acciones que quieres emular porque sea más poderoso que tú, sino sólo porque las uvas sociales están más lejos de mí de lo que jamás estuvieron de nadie. Algún día tú encontrarás algún racimo a tu altura, pero yo, con mis esqueléticas garras, cada vez que he querido tomar una uva la he reventado, mientras que todo vino que he bebido se ha derramado por entre mis horripilantes costillas desnudas. Sólo soy el mejor en tu mundo de valores invertidos porque la muerte me ha hecho el peor entre los hombres».